Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Para variar estábamos sin blanca, pues como diría mi padre:
—Si a ustedes los filósofos, soñadores y poetas alguien los sacudiera agarrándolos de los tobillos, sólo les saldrían cinco pesos para el camión, un trozo de lápiz y un peine inexplicable.
No obstante nos aferramos a viajar al rancho “El Refugio”, en Temósachi, y conseguimos unos pocos centavos, asaltamos las alacenas de nuestras respectivas casas y Víctor Marrufo pasó por nosotros en un Datsun rojo que probablemente heredó de su bisabuelo. Yo había visto un modelo parecido en la serie de televisión “Los Ángeles de Charlie” o en “La Mujer Maravilla”, con Linda Carter: no recuerdo bien.
Además de llevar latas de sardinas y atún para la expedición nos equipamos con varias bolsas de huevos cocidos, por lo que el carro olía a azufre.
Cerca de Cuauhtémoc Luis Enrique Armenta dijo:
—¡Tengo hambre!
Y eso que nos habíamos detenido a la altura de la presa, saliendo de la ciudad de Chihuahua, a petición de Luis, de quien aprendí que los huevos duros deben comerse no sólo con sal, sino que es preciso agregar limón.
—No entiendo cómo le entra tanta comida a este cabrón estando tan flaco —dijo Lalo señalando a Luis—. Hasta parece Torombolo o Jughead, el de los cuentos de Archie.
—¡No sea negativo, señor! —respondió Luis, el de la eterna sonrisa.
—Esto no me gusta nada —continuó Lalo—. El viaje ha transcurrido sin incidentes. Estoy seguro de que algo malo va a pasar.
Subimos al auto y no habían transcurrido 20 minutos cuando el vehículo comenzó a temblar como un departamento barato bajo el influjo de un terremoto 6.9 en la escala de Richter.
Víctor se orilló y trató de abrir el cofre, pero se quemó las manos.
—Se los dije. No creo que este trasto vuelva a arrancar —afirmó Lalo.
—¡Tenga fe, señor!
Luis y Lalo eran la eterna lucha entre el bien y el mal, Ahura Mazda y Ahriman, el arcángel Gabriel y Lucifer, el Jedi y el Lord del Sith.
—¿Y cómo piensa echar a volar esa porquería? —preguntó Lalo.
—¡Con la ayuda de Dios! —respondió Luis y abrió el cofre sin quemarse las manos, milagrosamente, dando oportunidad a que Víctor Marrufo manipulara una serie de cables ante nuestros ojos llenos de asombro y es que, como diría mi padre:
—Si a ustedes los filósofos, soñadores y poetas, se les avería el carro en medio de la nada están irremediablemente fritos.
Y contaba la historia de un premio nobel de literatura al que se le ponchó una llanta y luego de desmontarla, cuando se disponía a poner la extra, descubrió que había perdido los cuatro tornillos.
—¡Por Arquímedes! ¿Y ahora qué hago? —exclamó.
El loco del pueblo, que pasaba por ahí, le dijo:
—Quítele un tornillo a cada una de las llantas restantes y asunto arreglado.
—Oye, ¡qué idea tan brillante! ¿Pues no eras el loco del pueblo?
Y el loco respondió:
—Sí, el loco, que no el pendejo.
La moraleja de la historia es que hay que poner los tornillos en la tapa del neumático.
Al parecer la regla no aplicaba a Víctor Marrufo y unos minutos más tarde seguimos nuestro camino.
—No sé qué haríamos sin los superpoderes de Luis —comenté más adelante. Nunca debí decirlo: ya se sabe que en las películas de terror cuando alguien exclama de alivio aparece Jason Voorhees, Michael Myers o Freddy Krueger con tamaños cuchillotes y baña la pantalla de sangre.
Lalo sentenció:
—Estoy harto de los superpoderes de Luis Enrique, que no tienen cabida en un Universo ciego y mecánico. Para lo que van a servir: estoy seguro de que algo malo está por suceder.
Inmediatamente el carro se quedó sin batería y Víctor maniobró para orillarlo. Una hora después un ranchero se detuvo para auxiliarnos, pero no traía cables para pasarnos corriente, y Víctor tampoco. Y es que, como diría mi padre:
—Ustedes los filósofos, soñadores y poetas son capaces de salir de casa en calzones.
Y contaba la historia de Einstein, ese tipo con cara de french poodle aquejado de esquizofrenia y necesitado con urgencia de un corte de pelo con el veterinario, quien se dedicaba a hacerse puras puñetas mentales y cuya esposa tenía que dibujarle un mapa por si se perdía camino al laboratorio, además de disponer para él una veintena de trajes igualitos para que no batallara con las combinaciones.
—Ahora sí que estamos jodidos —dijo Lalo—, y lo peor es que soy un perdedor, hecho que infiero de que tengo puros perdedores por amigos. Únicamente a Víctor se le ocurre salir a carretera sin cables.
—¡Señor! ¡No sea negativo! ¡Tenga fe! —le contestó Luis Enrique y subió a una colina para orar. Diez minutos más tarde bajó con el rostro cubierto con la capucha de su sudadera a fin de no deslumbrarnos con el halo de su santidad y al puro estilo de Moisés durante su descenso del Sinaí.
Dos minutos más tarde un automovilista se detuvo y nos pasó corriente con sus cables. Al transcurrir media hora Lalo comentó:
—Esto no me gusta nada, estoy seguro de que algo malo está por ocurrir.
Como un avión de la Segunda Guerra Mundial alcanzado por una ráfaga de plomo el Datsun comenzó a lanzar humo de un costado y a emitir un estridente chirrido.
—Ya valió madre —afirmó Lalo.
—¡Tenga fe, señor! ¡Tenga fe! —lo amonestó Luis. Víctor consiguió orillar el automóvil y luego de una sesuda revisión determinó que el rin rozaba con el cuerpo del automóvil o qué se yo. Nuevamente Víctor logró arreglar el desperfecto.
Apenas media hora después Lalo comentó:
—Ya pasó mucho tiempo sin problemas: yo no me lo creo.
Como por ensalmo el vehículo se puso a temblar igual que si nos hubieran arrojado al interior de una revolvedora de cemento.
—¿Y ahora qué ocurre? —pregunté.
—Lo que pasa es que la llanta está boluda.
En mi vida había oído hablar de una llanta boluda si bien años más tarde fueron el pan de cada día en mi Volkswagen.
—Espero que traiga llave cruz —rogué a Víctor.
—No traigo ni extra —respondió.
—Ya se me figuraba —soltó Lalo.
—¡No sea negativo, señor! —intervino Luis—. Ya falta poco para La Junta, donde podemos comprar una llanta vieja y barata.
El carro dejó de temblar, pero Lalo sólo pudo callarse durante 15 minutos:
—No vamos a llegar.
Un ruido ensordecedor atormentó nuestros oídos mientras el auto erraba de izquierda a derecha, como si Thor en persona hubiera descendido de Asgard para agarrar a martillazos el Datsun. Víctor tensó los músculos —se le podía ver el esfuerzo en el cuello— y con pericia consiguió orillar el vehículo.
Los alambres del neumático se habían soltado para rasgar la lámina.
—Yo pensé que los gremlins únicamente atacaban a los aviones —suspiró Lalo.
—¡Tenga fe, señor! ¡Ya se ve La Junta! Podemos ir caminando.
En este momento conviene una música de fondo tipo Western, con silbidos melancólicos, guitarra, pandero y armónica: Lalo, quien es muy moreno, usaba un bigote delgadito, lo que le confería un aspecto feroz de forajido bereber —sólo le faltaba un turbante azul turquesa con un sangriento y maldito rubí por adorno—.
Víctor se engalanaba con unos rizos largos de cuchillero gitano mientras que Luis y yo, que desde jóvenes tendimos a la calvicie, lucíamos unas revueltas y grasientas telarañas por cabellos que poco ocultaban nuestros cráneos. Luis mostraba una sonrisa maniática.
Era Semana Santa, el viento arrastraba polvo y madejas de arbustos espinosos. Luego de 48 minutos con 35 segundos llegamos a La Junta donde casi le dio un infarto al mecánico que nos atendió, quien se apresuró a llevarnos al Datsun con una llanta de repuesto acorde a las medidas que Víctor le había indicado. Al ver el automóvil el mecánico suspiró, evidentemente aliviado:
—¡Dios! ¡Pensé que eran unos asaltantes de bancos! Casi me da una diabetes, pero veo que son personas decentes, a pesar de su aspecto, con sólo mirar la porquería en la que viajan, desgraciadamente.
—Usted limítese a cambiar la jodida llanta y ahórrese sus comentarios de patán pueblerino —gruñó Lalo y el mecánico volvió a pensar que éramos los fantasmas de los integrantes de la banda de Tiburcio Vásquez, por lo que cambió la llanta más rápido que ipso facto y nos cobró muy barato.
A pesar de que salimos a las ocho de la mañana y de que generalmente un viaje de Chihuahua a Temósachi tarda alrededor de tres o cuatro horas llegamos al rancho cuando ya había oscurecido.
—¡Helo ahí! —anuncié, emocionado casi hasta las lágrimas—: ¡Camelot!
Y es que en mi imaginación “El Refugio” es casi un castillo.
—A ver si no se nos cae encima esa pila de mierda —murmuró Lalo—, pero como usted asegura que esta ruina de adobe lleva de pie cerca de 100 años supongo que aguantará.
Mi tío Elco nos recibió a la luz de las lámparas de aceite, con su cigarro y su café, de espaldas a la chimenea. A Víctor ya lo conocía; Luis le cayó bien —pese a sus aires sacerdotales— pero de Lalo preguntó con su voz aguardentosa y su rostro hierático, típicos de los Vázquez viejos:
—¿Y a éste como le llaman? ¿Sonrisitas?
Sonrisitas no se rió.
Luego de la tradicional borrachera alrededor de la lumbre y junto al estanque de todo visitante de El Refugio que se precie nos fuimos a dormir y al día siguiente caminamos hasta El Cerrito, un sitio extraño en el que viven, probablemente desde antes de los dinosaurios y según se puede ver en los fósiles, unos caracoles que no se encuentran en ninguna otra parte del valle de Temósachi, hasta donde yo sé.
—¡Bonita chingadera! Tantos sinsabores para que un grupo de imbéciles, meras motas de polvo flotando estúpidamente en el Cosmos, se maravillen con estos fósiles vivientes. No entiendo cómo es que no cae un meteorito sobre este puto cerro patético, pero supongo que un municipio tan retrasado como éste ha sido olvidado incluso por la evolución.
Hicimos varias paradas estratégicas a lo largo del viaje de regreso, que nos llevó todo el día, para beber el elíxir de los dioses.
Finalmente llegamos al rancho con los pies llenos de ampollas y las piernas acalambradas, donde cenamos frijoles con queso.
—¿Quieren llevar algo para comer más tarde? —preguntó mi tía María toda vez que, debido a unas sorpresivas visitas, nos tocaba dormir en “La casa del pueblo”.
—Gracias, señora, estamos muy satisfechos: hay que comer para vivir y no vivir para comer —sentenció Luis y casi se pone a citar a Benedetti, ese escritorzuelo que tanto se parece a Gizmo.
—Deberíamos llevar algo para más tarde —sugirió Lalo.
—No abuse de la hospitalidad —lo regañó Luis y se puso a hablar de la Biblia con mi tía hasta que pudimos arrancarlo de tamaño despropósito y mal gusto literario.
A medio camino unos rancheros nos dieron aventón.
—Este día absurdo ha terminado conmigo —dijo Lalo—. Deberíamos limitarnos a existir y a beber tequila.
—Hasta que escucho algo razonable —aporté, pero Luis dijo:
—¡Tengo hambre! Mejor compramos algo de comer.
Entre Víctor y Lalo consiguieron evitar que yo ahorcara a Luis, pero al final la razón se impuso y compramos el tequila, que bebimos en santa paz junto al calentón de leña de “La casa del pueblo” mientras que Luis tuvo que conformarse con unas galletas saladas —roídas por los ratones— que se arregló para encontrar en una vieja alacena. Al mismo tiempo Lalo nos hacía una sinopsis de la obra de sus dioses, Schopenhauer, Sartre y Cioran, la Santísima Trinidad.
Pasaron los días, llegó el momento de partir y mi tío Elco se lució friendo un montón de carne picada con papas y chiles en un disco de arado del tractor para que nos hartáramos de tacos. Calculo que nos comimos unos 22 por persona.
Con lágrimas en los ojos mi tía María nos despidió y le confió a Luis varios frascos de conservas con ejotes, duraznos y nopales que debería repartir entre él mismo, Víctor y Lalo. Sobra decir que no llegaron a su destino porque en el camino se los tragó todos, él solito.
—¿Sirven los parabrisas? —preguntó mi tío Elco luego de comer su segundo y último taco, y es que mi tío Elco es un espartano.
—No sirven —admitió Víctor.
Mi tío Elco sacó un carrete con hilo y un silbato y nos sugirió que en caso de tormenta amarráramos un hilito en cada parabrisas e, imitando a un capitán de barco de galeotes, utilizáramos el ritmo para que el piloto y el copiloto jalaran su parabrisas, alternativamente.
—Yo no creo que en esta tierra olvidada por El Altísimo, suponiendo que ese buey exista, y aquejada por Seth, dios de la sequía, quien sin lugar a dudas existe, nos llueva.
Respiramos tranquilos. Si Lalo lo decía era de buen agüero, pero el muy maldito remató:
—Es más probable que el auto se incendie.
Víctor le dio reversa al Datsun, el rancho comenzó a alejarse y a hacerse chiquito mientras mi tía María lloraba y decía, en referencia a Luis:
—¡Qué buen muchacho! ¡Qué buen muchacho!
Durante el camino no llovió, pero sí que se incendió el auto ante el asombro de los tripulantes de una camioneta de lujo de puros estudiantes del Tec de Monterrey, quienes dudaron en todo momento si apagar el fuego del motor gastando su preciado extintor o dejar que unos inútiles consumidores de alimentos como nosotros viviéramos. Mientras tanto Luis se afanaba en apagar las llamas con un suéter viejo y lleno de lanas que sacó de las maletas de Lalo, ante las sentidas protestas del mismo.
Ni siquiera las oraciones de Luis consiguieron que el Datsun arrancara, así que le hablaron al hermano de Víctor, ignoro si por fax, señales de humo, telégrafo o palomas mensajeras, y es que en aquellos días únicamente los ricachones tenían unos ladrillos que pasaban por teléfonos celulares. A mí no me pregunten cómo porque yo venía bien pedo gracias a unos billetes que me regaló mi tío Elco y que yo me negué, terminantemente, a compartir con tamaños eróticos anales que me obligaron a permanecer sobrio durante cerca de tres días y en plenas vacaciones ya que todo se gastó en la comida chatarra a la que nunca pudieron renunciar.
Del Datsun no volví a saber: creo que se lo llevó el camión de la basura.
Yea ja
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