Operacion Marrufo

A la izquierda Víctor Marrufo, en medio Pamela de Anda y a la derecha alguien que parece ser Paul McCartney o Engelbert Grijalva. La foto ha sido tomada sin permiso (¡demándame, Víctor, demándame!).

A la izquierda Víctor Marrufo, en medio Pamela de Anda y a la derecha alguien que parece ser Paul McCartney o Engelbert Grijalva. La foto ha sido tomada sin permiso (¡demándame, Víctor, demándame!).

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Luego de la quiebra de los negocios familiares gracias a las políticas de uno de tantos de entre la interminable fila de payasos que se han sentado en la silla presidencial de México —en este caso Carlos Salinas de Gortari— mi papá tuvo que arreglar unas pensiones para que viviéramos de ellas en lo que pensábamos qué hacer.

Si mi papá quería aumentar el monto a percibir tenía que demostrar que sus hijos seguían estudiando y me pidió la boleta de mis calificaciones, ¡y en la Universidad! ¡Dios, en la Universidad! Justo cuando creía que se habían acabado para siempre los prefectos, las maestras orientadoras, las juntas de padres y demás incordios, y es que ignoraba los horrores que todavía me aguardaban en el mundo laboral del que creía, con una ingenuidad enternecedora, que podría salvarme gracias a las ganancias que me reportarían mis libros de poesía.

Para mí serían las tardes apacibles en alguna buhardilla, con deliciosos recorridos por los bares y cafés que sirven de escenario a la bohemia, con algunas escapadas a pueblos melancólicos y ciudades lejanas.

Víctor Marrufo y yo nos encontrábamos en la cafetería de la Facultad de Filosofía y Letras bebiendo café pues ya se sabe que los jardines y las cafeterías son sitios incomparablemente mejores para filosofar que las aulas, con la ventaja de que en dichos lugares no tiene uno por qué escuchar las insufribles necedades de los catedráticos, raza que con justa razón despreciaban los romanos.

—¡Torvic! ¡Mi papá me va a matar! Por alguna desconocida razón mis calificaciones no son tan buenas como yo quisiera y hasta tengo cuatro materias reprobadas. ¡Dios mío! ¿Y ahora qué demonios voy a hacer?

—¿Y para cuándo tiene que entregarle la boleta a su papá?

—Hoy mismo, y los dioses me han abandonado. Pregúntele a la divina Saraswati, o ya de jodido a Buda si existe alguna solución.

—Calma —dijo Víctor, imperturbable—. Tómese su café, ya se nos ocurrirá algo. No se esfuerce: deje que la fruta del pensamiento madure, que caiga por su propio peso.

Víctor siguió tomándose su café mientras yo fumaba furiosamente y me veía tentado a rasgarme las vestiduras y a vaciarme el contenido del cenicero en la cabeza.

—Me parece que ocurre lo mismo que con la edad de las mujeres, por otro lado siempre adorables —soltó Víctor, finalmente, en su sabiduría—: su boleta sólo necesita unas leves correcciones.

Terminamos el café, subimos las escaleras, recorrimos el pasillo hasta llegar al desierto salón de clases donde saqué de mi maletín el horroroso carnet.

—Si modificamos con pluma las calificaciones se va a notar —comenté.

—O podríamos hacer otra —sugirió Víctor—. ¿Cuánto falta para la clase de Informática?

—Media hora.

—Debemos darnos prisa.

En este momento conviene como música de fondo el tema de Misión Imposible, a saber: http://www.youtube.com/watch?v=XAYhNHhxN0A

¿Ya lo pusieron? Bien. Imaginen la escena: Víctor recorre a grandes zancadas el pasillo con su metro noventa y tantos de estatura, agitando sus largos rizos de cuchillero gitano y con la negra gabardina flotando tras de sí mientras yo lo sigo, casi corriendo y dando brinquitos, sin aliento, para mantenerme a su paso, con mi metro 68 de estatura.

Bajamos como una exhalación las escaleras, dejamos atrás la cafetería, atravesamos el Jardín de Epicuro y al abrir la puerta del Centro de Cómputo nos encontramos con sus permanentes inquilinas a quienes llamaremos Gloria y Lola, para evitarme demandas en el futuro.

Víctor se agachó para decirme al oído:

—Esas dos están hipnotizadas con el chat. No haga ruido, pero en caso de que lleguen a tomar consciencia de nosotros distráigalas con cualquier pregunta necia y ellas estarán encantadas de ilustrarlo.

Era aterradora la manera en que Gloria y Lola sonreían mientras chateaban con algún incauto en ese tatarabuelo del Facebook que no admitía fotografías.

De Gloria se decía, en susurros, que había cometido innombrables crímenes cibernéticos entre los que destacaba la seducción de un chilango, alto ejecutivo de no sé qué empresa. Las cosas habían ocurrido más o menos así:

Gloria: i en q trrábajas¿¿¿

Froylán: Soy ejecutivo senior en la empresa…

Gloria: Ahhhhhhhhhh¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

Froylán: ¿Cómo eres? Descríbete.

Gloria: jiiiiijijiiiijiji. Para q kierez saver¿¿¿¿¿¿¿¿

Froylán: Para conocerte, misteriosa mujer del norte.

Gloria: Mira, pss soi werita, alta, con ojos kolor myel,

Lo que no le dijo es que pesaba alrededor de 180 kilos. La fama de bellas que tienen las mujeres de Chihuahua jugó a favor de Gloria y el chilango la invitó a cenar al restaurante más lujoso de Chihuahua, se vino en avión, rentó el mejor auto disponible y fue a por ella. Sobra decir que, luego de cumplir con el compromiso huyó como alma perseguida por el mismísimo Satanás para no volver a estas tierras, que seguramente maldice hasta la fecha.

Cerca de Gloria su amiga Lola tecleaba ferozmente: a uno se le encogía el corazón viendo las mandíbulas de Bulldog de Lola y un ojo más chico que el otro de sólo imaginar la cara de ilusión del pobre inocente al otro lado de la línea.

Tres minutos antes del timbre Víctor imprimió la boleta y salimos corriendo sin que las guardianas del Centro de Cómputo notaran nuestra presencia.

En la Dirección Académica nos prestaron una pesada máquina de escribir marca Remington, que ocupaba casi todo el escritorio y que hubiera sido el orgullo de la secretaria de Franklin Delano Roosevelt.

Y hablando de secretarias yo distraía a las dos de la Dirección Académica molestándolas con preguntas acerca de los horarios de las materias optativas y fingiendo un cretinismo atroz para que ellas se vieran obligadas a explicarme —como diría Marrufo— con pelotas y con dinosaurios.

Se aproximaba el cambio de turno: la boleta lucía calificaciones apropiadas, con logotipos bellamente impresos en el Centro de Cómputo; pero faltaban los sellos y las firmas.

Víctor se acercó a la secretaria en jefe y fingió tener dudas sobre los horarios de un programa de radio en el que participaba.

—No estoy seguro si esta programación es para el miércoles o jueves —dijo Víctor y puso unas hojas, que había arrancado de un pizarrón de corcho, frente a la cara de la secre mientras que debajo de los documentos se apoderaba del sello.

—No sé, Víctor, tendrías que verlo con el licenciado.

—¿Ustedes no tienen copia?

—Déjame veo.

La secretaria se volteó y Víctor estampó los sellos en la boleta, que sacó de su gabardina, con una celeridad pasmosa: yo me encontraba al borde de un infarto.

Faltaban las firmas y cinco minutos para el cambio de turno:

—¡Ah! Lo olvidaba. Tengo que dejarle una copia del programa del viernes al licenciado Gason. Se la voy a poner en el escritorio.

—¡Está bien, Víctor! —contestó la secretaria, evidentemente harta de nosotros.

Víctor entró a la oficina y con una habilidad digna de Han van Meegeren copió las firmas de las vacas sagradas de la Facultad de Filosofía y Letras, que se encontraban garabateadas en unas cartas que reposaban sobre el escritorio de Gason, si bien no era necesario ya que podríamos haberlas tomado de mi boleta, pero la adrenalina mueve a esas jugadas.

Una vez en la cafetería las muchachas alabaron a Víctor por su hazaña:

—¡Qué bárbaro, Víctor! Hasta te quedó mejor que la boleta oficial.

Y era absolutamente cierto ya que la boleta original estaba impresa en un papel bond delgadito, de ínfima calidad, mientras que la de Víctor relucía sobre un hermoso cartoncillo y con calificaciones mucho más bonitas.

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