Herencia maldita

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

herencia maldita

Mi tío, el vizconde de M[1]., luego de llevar una vida de calavera, como correspondía a uno de los descendientes de los grandes señores del Ancien régime, decidió heredarme toda su fortuna bajo la única condición de que la malgastara: caso contrario el Ratón Malvado recibiría todas las maldiciones de su estirpe, además de morir en la guillotina.

Después de hacer un tour por las propiedades que conformaban mi legado (y de disfrutarlas unos meses, lo que explica mis frecuentes ausencias en el blog) llegué a la conclusión de que hay modos más interesantes de morir (si bien menos nobles) que la guillotina: por ejemplo beberse un Richebourg Grand Cru, cosecha 1985, acompañado de un purito Montecristo en lo alto de un edificio moderno, mientras se contempla el entrañable espectáculo de luz y sonido que en breve nos ofrecerán los ataques nucleares.

Debido a lo anterior me vi obligado a subastar tres castillos (uno medieval, otro del Renacimiento y el tercero un chateau dieciochesco), ocho viñedos y una mina de carbón.

Disculparéis a mi tío por esta última parte de su legado; pero como decía lord Fermor, el tío de lord Henry Wotton (El retrato de Dorian Gray, de Óscar Wilde), esos tintes industriales y burgueses deben perdonarse a la nobleza toda vez que un caballero necesita procurarse algo de combustible para la chimenea, durante el invierno.

Con la calderilla que me dejó mi tío me fui a echar vacilón a Niza y me compré un sombrero y una gabardina igualitos a los de Humphrey Bogart.

El Ratón Malvado era —como siempre— el alma de la fiesta: nadaba en un océano de champagne, de mujeres que bailaban el can-can, de risas luminosas y de frases revestidas con ingenio.

—¡Ratón! —me dijo el espíritu sombrío de uno de mis ancestros árabes—: ¡Eso es pecado!

No le hice caso a ese aguafiestas; pero Torquemada, ese fraile vanidoso quien me lee atentamente y quiere hacerse pasar por uno de mis antepasados, señaló:

—¡Ratón! ¡Aléjate de los vicios! ¡Piensa en tu alma inmortal!

Y comenzó una pesada disertación que cualquiera que tenga la mala costumbre de procurar la Biblia y los periódicos conoce.

Ratón Malo tomó la navajita del cortaúñas y corrió al espectro (ya se sabe que los espíritus necesitan, para manifestarse en este plano, apoderarse de un cuerpo sutil que se corta fácilmente con un cuchillo afilado).

Rodeado de mujeres galas pedí que llenaran la mesa de foie gras, setas y otras delicias; pero un espectro prehispánico (que también se decía uno de mis antepasados) depositó sobre las viandas a una víctima atada de pies y manos, cuyos labios habían sido cosidos con un finísimo hilo de penca de maguey, como aún se hace, hoy en día, con las iguanas, en los mercados populares.

El espíritu del sacerdote se lo estaba pasando bomba y empuñando un cuchillo de obsidiana (esos cachos de vidrio volcánico de color negro o verde) le levantó el brazo izquierdo y era una maravilla contemplar sus afanes para arrancarle el corazón a su víctima, que chillaba, el muy exagerado.

Fue simpatiquísimo cuando el sacerdote comenzó a separar las costillas; en seguida extrajo el corazón, todavía palpitante y tras ofrendarlo a los dioses, se me quedó mirando:

Era demasiado; si bien se trata de asuntos divertidos no son cosas que deban realizarse en la mesa, y me fui molesto.

En mi huida me encontré con David Icke quien, luego de bajarme unos cigarrillos y pedirme que le invitara un vermouth, comentó:

—Ratón, ya se viene la Tercera Guerra Mundial: el plato está servido. ¿Ya te hiciste un búnker?

—¡Demonios! ¡No! Todo me lo gasté en la parranda.

Lo único que queda es el de Bugs Bunny: si quieres te lo tramito, aunque ya me lo pidió Pablo Iglesias.

—No te preocupes —le contesté— se me hace que me voy al elevador.

—Uf —dijo David Icke mientras se hurgaba la fosa izquierda de la nariz en busca de una piedra que se le había formado por consumir tanta cocaína barata—, yo pensé lo mismo; pero al parecer ya cerraron los destinos más apacibles: sólo veo pasillos infinitos, hoteles en ruinas y otros escenarios apocalípticos.

—Si te interesa, y después de varios intentos, todavía se abre una puerta a una portada de Watchtower; ya sabes; leones remolones y gente de todas las razas acariciando bestias salvajes, mientras te matan de fastidio.

—¡Por Zeus!

—También queda el mundo de los Ositos Cariñositos; pero corres el peligro de pescar una diabetes ante tanta dulzura.

—Probaré suerte —le dije al buen David y luego de pedir una botella de Pomerol, que me fui bebiendo a morro, paré un taxi.

¡Diablos! Eran los Pet Shop Boys! Todo el camino se fueron cantando la de Elvis, esa que dice: you where always in my mind.

Poco después pedí amablemente que detuvieran el automóvil y me dirigí a un edificio de diez pisos, lo malo que Dross iba saliendo, en completo estado de ebriedad, y casi me tiró la botellita del infame licor inglés que les había robado a los Pet Shop Boys, cuando chocó su hombro con el mío, y además ni me saludó de lo borracho que iba: ¿quién sabe en qué dimensiones alternativas andaba y qué se había metido?

Desde el piso uno pulsé el cuarto, luego el segundo, en seguida el sexto, de regreso al segundo, posteriormente al décimo y de ahí al quinto. En dicho nivel se subió una muchachona espectacular; pero ya se sabe que en realidad es un ser de otra dimensión y es preciso no hablarle porque podría transformarse repentinamente en Elba Esther Gordillo, la Merkel, Michelle Obama, en una criatura del Planeta de los Simios o incluso en algo peor, así que presioné el botón uno; pero el elevador me llevó al décimo (había tenido éxito).

Las puertas se abrieron y me encontré en un hotel adornado con detalles psicodélicos: unas bocinas anticuadas derramaban “Everyday chemistry”, de los Beatles (grabado en otra dimensión, que no en ésta).

—¡Por Crom! —exclamé—. ¿Qué no podría llegar a un mundo donde los Rolling Stones sacaran muchos más discos? ¡Imagínate estar escuchando a los Beatles durante el tiempo que me queda por vivir! ¡Por Dios, que no!

Metí la secuencia para regresar a esta dimensión, luego volví a pulsarla y me encontré en una tierra donde existía un triunvirato conformado por Mario Benedetti, Stephen Covey y el doctor W. Dyer, así que escapé horrorizado.

Una vez más repetí el proceso y las puertas mostraban un vórtice multicolor: me arriesgué y al instante quedé atrapado en un espacio acolchonado que olía a perfumes finos.

Escuché que se abría un zipper y me vi en Francia, otra vez; pero en el cuarto de hotel de mi queridísima amiga, Evelyn Wickham.

herencia maldita 2

—¡Ratón! ¡Yo penjaba que andaba exagerando con ejo de que te venía en la maleta pa’ acompañarme a laj europaj!

Evelyn, que se veía guapísima, como siempre, de volada me sirvió una bebida exótica: yo estaba encantado escuchando su castellano con tintes tropicales, y todas las anécdotas de sus viajes.

Lo malo es que Evelyn hizo una fiestecilla, a la que se presentó Alain Delon, y ese bato nomás me ve y me lleva de pachanga.

—Ta bueno, rey janto, vete con Alain; pero el avión parte a la jinco de la maniana y te ejpero aquí —me dijo Evelyn.

Las horas se fueron y me desperté a las 11:50: Evelyn había partido.

Aunque me la paso en los aeropuertos pidiendo “ride” los malditos pilotos no me hacen caso: es horripilante.

Ratón Malo aceptará que le manden dinero para el boleto.

 

[1] Omitimos el nombre de mi tío, el vizconde, a fin de que las generaciones venideras no lo asocien con el escándalo, si bien cualquier persona versada en heráldica podría develar su identidad; dejamos, pues, esa tarea alas personas duchas en la mencionada arte.

2 respuestas a “Herencia maldita

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