Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Entre las peores estupideces que un enamorado en etapa de cortejo puede realizar se encuentra la de mandar flores. Si al ingenuo lector le ha pasado por la cabeza cometer tamaña barbaridad originaria de la Edad Media, cuando los cruzados trajeron las rosas del Medio Oriente y muy probablemente fueron recibidos con un: “¡Estúpido! ¿Ése es todo el botín que le arrancaste a los paganos? Bien le decía mi madre a mi padre: ¡no cases a tu hija con uno de los condes de la Cerda, que son todos unos imbéciles!”, sería mejor que se pusiera a leer El ruiseñor y la rosa, de Óscar Wilde.
Florería Lucy
Aunque enviar flores únicamente me sirvió con una novia que tuve en la Universidad ya que todas las demás me dieron calabazas, y a la larga hasta mi novia universitaria, durante muchos años fui asiduo cliente de la Florería Lucy, ubicada en la ciudad de Chihuahua entre las avenidas José María Iglesias y Río de Janeiro.
Por aquellos días —no sé ahora— atendía una familia conformada por duendes o enanos ya que todos eran pequeños, blanquísimos, industriosos y algo gruñones, como personajes arrancados de una leyenda irlandesa.
La matrona de ese reino colorido en el que abundaban los monos de peluche, tarjetas con frases empalagosas, figurillas de porcelana y un largo etcétera, utilizaba unos enormes sombreros de paja que adornaba con frutas y lazos, mientras que los enanos a su cargo utilizaban chalecos rojos o verdes con botones dorados y en breve, merced a sus artes mágicas, preparaban desde una flor hasta un ramo con 24 rosas acompañadas por ramitas de pino y unas florecitas blancas y minúsculas que nunca supe cómo se llamaban.
Eran tan encantadores tales arreglos que ya ni ganas te daban de regalarlos y hubieras preferido quedarte con ellos, sobre todo cuando te mostraban la factura.
En alguno de tantos lances inútiles iba saliendo con mi ramo cuando un niño horrible se le soltó a su mamá (no le había puesto correa) y al tratar de evitarlo derribé una figurita de porcelana, que los duendes se apresuraron a cobrarme.
Como no traía dinero les di mi dirección y, todavía no acababa de dejar el ramo en la mesa, cuando uno de los enanos, que por lo visto me había seguido en una enorme motocicleta que yo no sé cómo se las arreglaba para conducir, me presentó la factura.
Cartas a Gabriela
Los negocios de mis padres habían quebrado, el Volkswagen estaba descompuesto y el poco dinero que conseguía haciendo la tarea a los estudiantes del Tec de Monterrey (mientras yo reprobaba alegremente) lo gastaba en vino y en libros
Fue cuando la vi: era una sílfide de piel dorada que apenas tocaba el suelo mientras caminaba con gracia. Investigando por ahí averigüé que se llamaba Gabriela.
¡Qué magia tienen los nombres! Gabriela se me antojaba como una canción dulce, apagada a lo lejos, en la madrugada.
A la una de la mañana, acompañado de una botella de vino, un cigarrillo y una rosa le escribía:
A veces me imagino
que caminas por el aire,
que te vuelves una con el aire,
¿será por eso que cuando sonríes
pones a temblar todas las cosas?
Transformas los rincones en poesía,
te pierdes entre resonancias
que sugieren un misterio,
un océano de velos y fulgores
—es que estás hecha de luna
y cuando duermes
extravío el pensamiento—.
Acaricias con los ojos los segundos,
todo lo que te rodea deja de existir
por un momento, bailarina de los sueños,
del humo y de las hojas.
Pasan las horas encantadas
—los instantes congelados que te miran—
que te añoran, que te inventan una y otra vez.
Te sumerges en un cúmulo de voces,
te fundes en los cristales y en las luces fugitivas.
Vas y vienes
con la cadencia misteriosa de los vientos
y eres parte de una melodía incierta
cuyas notas parecen dibujarte,
a lo lejos. [1]
Luego lo pasaba en limpio en una hoja que doblaba para que ella misma sirviera de sobre y la sellaba con cera imprimiendo el rostro de algún camafeo. Dejaba la carta y la rosa en la puerta de su casa.
Pero diría Wilde en su cuento El modelo millonario, cuyas primeras líneas cito de memoria: “De nada sirve ser un hombre encantador si se carece de fortuna. Los pobres deberían ser prácticos y prosaicos”, así que y en vista de que no tenía dinero para invitarla a ningún sitio jamás me presenté con ella.
Adriana
A Gabriela no le di tiempo de que me diera de calabazas, pero Adriana sí que me las dio. [2]
Cuando estaba en Televisa me gustó Adriana, quien trabajaba en el Municipio de Chihuahua y tenía su oficina en un descansillo ubicado entre la planta baja y el primer piso del Palacio Municipal, en el ala donde se encuentra el salón de Cabildo. Era una mujer blanca, elegante, de porte altivo, cabellos negros y un toque de crueldad en su mirada. Acaso era la reencarnación de Erzsébet Báthory.
Así que compré un enorme ramo de flores y fui a llevárselas a Adriana, a quien no me habían presentado, en un horario en el que pensé que nadie andaría por ahí.
Me asomé y vi que Adriana estaba ocupada con una persona por lo que subí las escaleras hasta la vacía antesala de Cabildo y aguardé. De pronto, ¡horror de los horrores!, el alcalde Alejandro Cano Ricaud bajó con toda su comitiva y un montón de reporteros, y yo con un enorme ramo de flores.
—¡Vaya, vaya! ¿Para quién son esas flores, Elko?
—¿Cuáles flores?
—Ésas.
—¡Ah!, éstas. No tengo ni idea.
—¿Cómo que no sabe para quién son las flores?
—Luego le platico.
Y los reporteros comenzaron a gritar:
—¡Huuuy!
—No se sonroje que ya nos vamos —dijo el alcalde y bajó las escaleras.
Una vez que todo quedó en calma entré a la oficina de Adriana, quien interrumpió mi romántico discurso un par de veces, restándole toda su intensidad, para contestar largas llamadas telefónicas mientras yo hacía como que estaba muy interesado en los habituales adornitos de oficina.
Quedé de invitarla a salir, pero como jamás la encontraba en su oficina me las ingenié para conseguir su número de celular, cosa que le molestó mucho.
La güerita cola de caballo
Cuando trabajé en el Municipio de Chihuahua, durante la administración de Juan Blanco, le eché el ojo a una güerita que recogía sus largos cabellos en una cola de caballo y cuyo nombre, lamentablemente, no recuerdo.
Esa vez sí que me lucí: le mandé un ramo con 48 rosas artísticamente realizado en una florería de “catego”, y es que para entonces ya no era yo un habitual de la Florería Lucy, que me había quedado corta pues mi adicción a las flores y los fracasos me habían orillado a incrementar la dosis y la calidad.
Comencé a mandarle mensajes a su móvil, que mañosamente había conseguido, como buen reportero:
—Kn eres? Kmo te llmas???? —preguntaba ella, en ese horrible dialecto tecnológico.
Supongo que escribí alguna respuesta poética porque ella contestó:
—No m gustn los hmbrs q s sconden en el anominato ps pq sn unos covardes.
Así que destruyó de un plumazo toda mi estrategia romántica que hubiera ido de grado en grado, con agradables y sofisticadas sorpresas para ella: le dije quién era.
En los eventos nos mirábamos. Ya sólo era cuestión de decirle que si quería salir a cenar, pero mi genio malo se me apareció en la noche con una copa de merlot en la mano izquierda y fumando un cigarrillo (soltaba el humo por su trompa de marrano):
—Elko —dijo el despreciable diablillo mientras me mostraba un ramo de flores, que sostenía con su cola—, tú eres un romántico, ¿qué digo? ¡Un hiperromántico! No eres como esos gringos que se rascan el trasero y dicen: “Hey, baby. I wanna “noche de tacos” and cold beer. Are you in, lady?”
—Bueno, tienes razón, tampoco es como para caer en la vulgaridad.
—Yo sé lo que te digo: háblale. ¿Ya te asomaste por la ventana? Hace una luna preciosa.
Eran apenas las once de la noche y le marqué. No recuerdo que dije, pero seguro comencé con algún requiebro castizo.
—¿Qué horas son estas de llamar? —dijo ella, furiosa.
—Perdón, no vuelvo a cometer el mismo error. Buenas noches.
El maldito demonio se había ido.
Posteriormente ella trató de congraciarse conmigo, pero había matado mi amor junto a mi gusto por enviar flores.
[1] Vázquez Erosa, Elko Omar. Jardín de luna. Colección Solar. Instituto Chihuahuense de la Cultura. 2002. Chihuahua, México.
[2] Las calabazas, mal pensados.