Por: Elko Omar Vázquez Erosa
I
—Hijo, bájale a las tortillas: te estás poniendo gordo —dijo mi mamá y yo me enojé.
—¿Qué? ¿Gordo yo? ¿Pero qué te pasa, mamá?
—Bueno… llenito.
Eso no se podía quedar así. Ratón Malo echó un tarjetazo y se compró unas pesas enormes, dos equipos para hacer lagartijas, bicicleta y etcétera, artefactos que coincidían con mis libros de Nietzsche, con mis cigarros y demás parafernalia.
También me compré un complemento vitamínico hecho a base de leche y uno de cafeína que me tomaba todas las mañanas y que me tenía más loco que una cabra, tan loco que hasta hacía pesas.
Al mes comencé a ver los resultados: no tenía nada de panza, mis piernas (bueno, siempre he tenido unas piernas envidiables, como Bukowski) eran poderosas; pero los brazos: ¡Dios mío! Los brazos eran como nudos de cuerdas, nada de esas alitas de murciélago: otro rollo.
Cuando íbamos al súper yo tomaba del cuello de la botella dos galones de agua como si nada.
—¡Señor! ¡Cómo está fuerte! —decía Gabo, y eso que el bato está machín— yo me hubiera arrancado el brazo.
Me sentía invencible: levantaba piedras, cachos de fierro, y me lucía agarrando a las muchachas echándomelas al hombro, como si fuera un bandido de las Highlands y estuviera dispuesto a robármelas.
El caso es que se me volvió vicio: dale un poco de poder a un pelado como yo y estás envuelto en problemas.
El caso es que me fui de vacaciones a Temósachi, con los brazos cruzados y de manga corta, of course, luciendo los bíceps; mi primo me recibió en el pueblo y me dio un aventón al rancho El Refugio, nuestro pequeño castillo ancestral, y de tantas porquerías vitamínicas que me había tomado me metí al baño, dejando una estela letal. Al salir me topé a mi primo, quien me dijo:
—¡Cómo te tardaste, primo!
—No entres, primo, porque corres el peligro de convertirte en un zombi, en un musulmán o en una cosa todavía peor, tal es el grado de toxicidad que he dejado.
—¡Adio!
—Pues sí, fíjate.
—Tomaré mis precauciones —dijo Tito, pero un grito desgarrador me hizo saber que no habían sido suficientes.
II
Los siguientes días me dediqué a vagar por las inmediaciones del rancho y como había calor decidí darme un chapuzón en el arroyo, donde contemplaba las nubes y el vuelo de los pájaros; de pronto escuché el zumbido del motor de un tractor: era mi primo, acompañado de sus hijos y de unos peones, quienes se daban a la tarea de recoger pacas de alfalfa, que montaban en una carro jalado por el automotor agrícola.
—¡Primo! —dijo Tito— Nos va a agarrar la lluvia y se me van a echar a perder todas las pacas de alfalfa: échanos una mano.
Salí del agua, metí mi libreta y mi pluma a la cabina del tractor y comencé a lanzar pacas al carro que era tirado por el tractor, donde los peones lo atrapaban y procedían a acomodarlo hasta alturas que me parecían inconcebibles.
Al principio me dije:
—Uf, mira esos flaquitos, con razón mi primo no termina de guardar toda la alfalfa —y en lo que ellos lanzaban una paca yo conseguía arrojar tres.
Los minutos se fueron volviendo pesados y yo no veía la hora en que dijeran que ya habíamos terminado; cuando el carro estuvo lleno conseguí treparme hasta la cima de esa bamboleante montaña de alfalfa, donde los peones bailaban al ritmo de los vaivenes del camino para no caer al suelo, así que hice lo mismo; pero temía caer empalado en los cercos de palos torcidos y alambre de púas.
Llegamos a la bodega del rancho y descargamos la alfalfa: yo estaba agotado; pero no quería reconocerlo, y todavía faltaban como diez viajes.
Resistí otro viaje y al tercero decidí hundirme en el arroyo para que mis músculos doloridos descansaran un poco y para que no me fuera a dar un ataque de fiebre: yo los escuchaba trajinar, como entre sueños.
Lo malo es que comenzó a meterse el sol y todavía no terminaban: el agua se puso helada y salí del arroyo, algo reanimado. El cielo comenzó a lanzar algunas gotitas de agua y mi primo estaba desesperado y los peones ya se habían ido así que, merced a un esfuerzo sobrehumano conseguí echarle una mano para el último viaje, que hicimos en la oscuridad.
No sé cómo logramos resguardar esas pacas de alfalfa; pero decidí que mi breve carrera de fisicoculturista y granjero había terminado: eso es todo.