Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Raúl Almanza, alías el Chumba; César Alonso González Caballero, mi compa de la infancia (quien ha crecido demasiado y ya se vuelve muy problemático hacérsela de pedo) y Ratón Malo nos encontrábamos bebiendo cerveza en mi casa (aprovechando que mamá andaba de vacaciones y que había mandado a Alfred, mi mayordomo, a un encargo en una dimensión alternativa) mientras mirábamos videos musicales en You Tube.
No nos poníamos de acuerdo; al común de la gente le gustan puras mamadas y no aprecian mis gustos musicales; el caso es que de pronto se abrió la puerta y entró Mario Flores:
—¡Muchachos! —dijo Mario Flores (que en realidad es El Principito; pero no ha podido volver a su planeta por cuestiones políticas intergalácticas, así que mandó traer su rosa y encargó los volcanes) — quería ver lo que había debajo de la superficie de esa muchacha y los vecinos se molestaron, así que voy a tener que cambiar de departamento.
—¿La violaste? —preguntó Chumba.
—No mames, ¿por quién me tomas? Sólo quería ver lo que tenía adentro y los vecinos exageraron.
—Esas cosas no se hacen; pero no será tan grave y como quiera, si promete comportarse en el futuro, ahorita le buscamos un buen abogado para tranquilizar las cosas.
—Eso, eso, eso…
—Oiga —le dije al Cesáreo—, se están terminando las cervezas: deberíamos ir a por algunas.
—Yo voy —intervino Mario.
—¡Señor! Usted anda todo agitado, deje que vayan Elko y el Cesáreo.
—No güey, deja que vaya yo: sirve que me tranquilizo y ahorita echamos la platicada.
Hicimos la coperacha y Mario partió por las cervezas, un té de limón para el Chumba, unas papas y unos cigarrillos.
Seguimos bebiendo; Chumba ponía puras estupideces “tecno” en la computadora, de esos “punchis-punchis” que le encantan a los discotequeros; de pronto me entró un mensaje y cambié de ventana para mirar el Facebook: era Lalo Arredondo:
—¿Supiste que andan buscando a Mario porque desolló a una vecina? La raza lo quería linchar; pero Mario se abrió paso a hachazos y consiguió escapar.
—¿Neta?
—Neta.
—Oye.
—Dime.
—¿Todavía tienes los LP de heavy metal clásicos que me mostraste la otra vez? Sabes que ando montando una exposición de esa época musical y me gustaría que me los prestaras.
—Sí, sí, claro, puedes pasar por ellos cuando quieras. Oye, respecto a Mario no te creo nada.
—Tengo programa de radio, luego te platico.
Y Lalo se desconectó, así nomás, como acostumbra hacerlo.
Le platiqué a los muchachos y ellos se quedaron pensando. Me decidí a ir a buscarlo al Oxxo para aclarar esa locura.
—Voy por Mario —les dije.
De pronto César me sujetó con sus brazos.
—Espérate, pinche Elko, “pérate”, “güey”.
—¡Suéltame!
Proyecté mi codo hacia atrás, pero éste se hundió en la panza cervecera de César, así que opté por otra técnica y proyecté mi nuca hacia atrás, pero fue como golpear cemento.
—¡Chumba! ¡Ayúdame, cabrón!
—Claro que no, ya sabe que a mí no me gusta la violencia y usted siempre se está metiendo con los grandullones. Además el Cesáreo tiene razón: tenemos qué pensar al respecto.
Pegué un brinco para zafarme del abrazo de oso del Cesáreo y quedar detrás de él; pero sólo conseguí elevar las piernas un poco: maldita sea, ¿por qué las cosas no ocurren nunca como en las películas de acción?
—¡”Pérate”, “pérate”, “güey”! —continuaba César, así que proyecté el talón hacia atrás y algo crujió: pensé que se me había roto el pie; pero de pronto, ¡oh, Milagro! César me soltó.
Salí corriendo; pero César me atrapó por la capucha de mi sudadera; reaccioné rápidamente y me libré de la sudadera: ya estaba por alcanzar la puerta cuando el picaporte comenzó a girar y todos nos quedamos helados.
Se trataba de Mario, quien sostenía entre los dientes una bolsa llena de latas de cerveza y en la mano izquierda la cabeza de Jhonny (alias Juan Manuel Campos Ornelas), que arrojó sobre el piso, y la cabeza rodó, grotescamente.
Mario abrió las mandíbulas y la bolsa llena de cervezas reventó: las latas rodaron y una de ellas encontró su camino hasta la boca de Jhonny quien, después de muerto, mantenía su sed.
—¡Clap, clap! —dijo Mario—. Me encontré al mister Pills y lo invité a echar la platicada; pero me dijo que iba a la “cochanga”, y como no se necesita cerebro para esas cosas de la entrepierna, decidí traerlo.
Chumba se desmayó como una señorita del siglo XVIII y, como señoritas del siglo XVIII, César y yo nos abrazamos, gritando de puro terror.