Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Cuando contemplo las fotografías de sir Winston Churchill siempre me digo que un día de estos debería lucir así de satisfecho y orondo, todo un bon vivant, y no es que me falte mucho. Lo cierto es que resulta inspirador saber que el tío consumía alrededor de nueve puros diarios y una botella de whisky diariamente, se servía una cena pantagruélica y todavía se dio tiempo para escribir deliciosas páginas históricas, pintar algunos cuadros y de paso salvar lo que quedaba del Imperio Británico.
Thor, uno de los dioses más simpáticos, no desdeñaba competir con sus enemigos, los gigantes, a quienes muchas veces derrotó alzando el cuerno de hidromiel y devorando reses. Incluso se dice que los machos cabríos que jalaban su carruaje eran sacrificados para hacer las delicias del dios toda vez que tenían la mágica virtud de regenerar su carne, siempre y cuando los huesos estuvieran completos; bueno, nada es perfecto y Thor tenía que privarse de degustar el delicioso tuétano.
Famosas son las cenas de Óscar Wilde, llenas de manjares delicados, de unos pájaros llamados hortelanos que Óscar regaba generosamente con vino y licores exquisitos mientras hipnotizaba a su audiencia con su lengua de plata.
Reza el dicho que “de buenas cenas están las tumbas llenas”; ¿pero qué ha de saber el populacho en estos menesteres si incluso un malestar provocado por unos mariscos descompuestos puede inspirar obras inmortales como “Drácula”?, y es que también eran famosas las cenas de Bram Stoker en compañía de Henry Irving.
Ilustrado por tan elevados ejemplos desde muy joven probé suerte en reñidísimas justas gastronómicas. Nadie más rápido que yo para engullir hamburguesas, como pudo comprobar el gordo de Granjeros Burger en un legendario enfrentamiento que debería escribirse con letras de oro en las páginas de la historia.
Las bananas desaparecían como por arte de magia y las ostras, ¡Dios mío!, ¡las ostras! Diríase que contaba yo con un secreto mecanismo cuántico para abrir dimensiones desconocidas a las que iban a parar tan deliciosos bivalvos.
Y llegó a suceder, mientras estudiaba en el Colegio de Bachilleres, plantel número cuatro, que mi amigo, Juan Realyvázquez, y yo, fuimos retados para comernos una pizza.
Las masas gritaban enloquecidas, Juan y yo despachamos nuestra pizza en un abrir y cerrar de ojos, arrebatamos algunas rebanadas a nuestros contrincantes y todavía nos dimos el lujo de quitarles un refresco, agitarlo y echarles el líquido encima.
Fue una victoria delirante que tuvo como premio otra pizza, misma que compartimos con mis padres.
—¿Y esta pizza? —preguntó mi madre.
—La ganamos en un concurso gastronómico.
—¡Pero hijo! ¿Cuándo vas a ganar un concurso de matemáticas?
—¿Para que me regalen un libro de aritmética? No, gracias.
Las cosas hubieran continuado así pero los dioses, celosos de mis triunfos, vaciaron sobre mi persona el cáliz de la amargura a través de una serie de hechos por demás aterradores que referimos a continuación:
Fue en el Colegio, en la fiesta del Día del estudiante: todos nos encontrábamos en la explanada escuchando música, mirando números de danza moderna y otras actividades; de pronto el maestro de ceremonias pidió voluntarios para un concurso gastronómico.
Había una especie de tendedero del que colgaban donas de chocolate: la idea era comerlas en pareja, sin usar las manos, labio y labio, enfrentados.
Una muchacha preciosa, una morenita que parecía flotar en el aire como un hada, me tomó de la mano. Al ver tamaña beldad me felicité por esos besos llenos de chocolate que me aguardaban.
El horror se hizo presente cuando Ruth, que así se llamaba, jaló de entre el público a “La Chata”, una chica años luz menos agraciada; el maestro de ceremonias dio la señal y todo ocurrió tan rápido: yo sentía que un escualo prehistórico me atacaba, inmisericorde.
—¡Dios mío! —pensé—. ¡Esta tía me va a arrancar la cara a dentelladas! Y la dona no se está quieta.
Como un guerrero que de pronto se viera atacado por un acceso de pánico procedí a desertar: fue como si arrojara la espada y el escudo y, mientras corría, me fuera arrancando el yelmo y la coraza, sin ningún sonrojo.
Nunca más he vuelto a participar en una justa gastronómica.

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