El bisabuelo, unleashed

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

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Mi bisabuelo por parte de padre, don Carlos Vázquez Torres, era un viejo de los de antes, de esos que ya no hay: un patriarca seco, enjuto, de cabellos y bigotes rubios, con un rostro perenemente adusto.

Descendiente de don Francisco Terrazas, amo y señor de vidas y haciendas que se habría casado con la india Maravilla, mi bisabuelo era hermano de doña Amadita Vázquez Terrazas, madre de Pascual Orozco (a quien mi bisabuelo nunca quiso por considerarlo un pelagatos) se aparece en el recuerdo, en las memorias familiares, como un porfirista impenitente que siempre leía su periódico de derecha mientras fumaba, murmurando un mantra:

—¡Qué tiempos aquellos en los que don Porfirio gobernaba y la gente era decente!

De acuerdo con la leyenda en sus mocedades se dedicó activamente a la carpintería y al comercio y, mientras se encontraba en el actual municipio de Temósachi adquirió —a cambio de una botella de whisky— el corazón del rancho “Las Palomas”, rebautizado por él mismo como “El Refugio”.

Harto de su padre, don Francisco, de quien dicen cosía las tehuas de sus hijos con el pie adentro (y pobres de ellos si lloraban si la aguja alcanzaba a pellizcarles algo de piel) despidió al viejo y se dedicó a construir su pequeño feudo, que a la fecha subsiste, si bien algo disminuido en extensión.

Don Carlos estaba casado con Betsabé Vega Bonilla, mi bisabuela, quien habría perdido a su hermana en la niñez durante un asalto por parte de los apaches a la carreta en la que viajaban.

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Rudos como el paisaje bárbaro que les rodeaba los viejos aparecen al frente de su numerosa descendencia en la vieja fotografía que encabeza esta entrada. De don Carlos se cuentan varias historias:

La vaca

Pobres de los peones si se les ocurría pedir permiso para ir al baño a media labor pues, como diría mi bisabuelo, al trabajo se viene “cagao y miao”.

Celoso de sus maizales durante las noches oscuras recorría los campos para sorprender a los ladrones de mazorcas, por lo que en cierta ocasión escuchó un ruido escandaloso entre las altas matas del maíz criollo que se sembraba en aquel entonces (y que todavía aparece en las películas de Stephen King).

Hombre de fuerte carácter mi bisabuelo saltó de entre las matas y le propinó tremenda patada al intruso que para su mala suerte resultó ser un burro que de una coz lo despidió por los aires.

La taza de peltre

Por aquellos días los ancianos eran venerables. Mi padre contaba historias de terror en las que, visitando el rancho durante las vacaciones (ya que estudiaba en los Estados Unidos) escuchaba a las cinco de la mañana cómo el viejo rompía el hielo de una palangana para asearse e irse a trabajar.

Más tarde, cuando volvía de las tierras pedía una taza de peltre llena de agua, que mi padre, o cualquiera de los nietos que estuviera al alcance, debía servirle para luego mantener la cabeza baja y los brazos cruzados.

—Y el viejo se tomaba su tiempo —aseguraba mi padre.

Cómo sacar un hoyo del rancho

Escandalizado por los usos blandos de la juventud mi bisabuelo acechaba a los jóvenes para interrumpir sus juegos y ponerlos a trabajar. En cierta ocasión le dijo a mi papá:

—¡Karlus! ¡Karlus! ¡Sácame ese hoyo del rancho!

—¿Y cómo lo hago?

—Muy fácil, muchacho: haces un hoyo a veinte o cuarenta pasos y con la tierra que extraigas de él rellenas el primero, y así hasta que saques el hoyo de la propiedad.

El látigo

Mi bisabuelo era hombre de pocas palabras. Se dice, no sé si es cierto, que incluso consiguió que el general Francisco Villa le devolviera unas cabezas de ganado que se le habían pegado cuando pasó por el rancho El Refugio; lo cierto es que sus vecinos los Márquez eran famosos por su fortaleza física y en cierta ocasión ambos patriarcas se vieron enfrentados por unos cercos o alguna otra cuestión de los hombres de campo.

El viejo Márquez, un tipo gigantesco que levantaba un burro sirviéndose únicamente de las manos, citó a mi bisabuelo a singular combate y éste acudió empuñando un látigo con el que consiguió mantenerlo a raya.

Esas historias se contaban de los viejos, historias de días desvanecidos que sólo sobreviven en fotografías requemadas.

 

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