La Republica

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

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Goethe estaba irreconocible: agarraba a patadas al pobre viejo malagradecido y, pese a que el anciano ya había mordido el polvo, Goethe se ensañaba con sus pellejos y su lamentable esqueleto, cuyas máximas tanto citan los «abogangsters» y otros individuos —incluso clérigos— poco o nada recomendables.

Khayamm traía en el bolsillo interior de sus ropajes una anforita de barro llena de un vino exquisito, así que bebimos.

Lope se fue de putas y no pudimos recabar su opinión; por su parte Quevedo tenía un duelo, de esos de capa y espada, y nos ignoró, olímpicamente.

—Bueno —les dije—, tampoco es para tanto: ¿a poco querían ser bien recibidos en su mugrosa República?

«Déjalos que hagan sus mapas mentales: nosotros nos embriagaremos para divertirnos, como hacen los demonios, y luego les enseñaremos».

 

 

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