Por: Elko Omar Vázquez Erosa
I
La habitación desordenada, las navajas de afeitar —llenas de sangre— sobre la mesita de noche; escucho mi respiración mientras mi cuerpo yace en el agua de la bañera.
El maullar de los gatos cuando se aman como demonios… en la noche.
Naturaleza humana: el motivo de un asesino de masas, el lujurioso escarlata de los campos de batalla.
¡Señor! ¿Acaso nunca va a terminar? Quizá preparaste tormentos más atroces en los insondables abismos del infierno donde se pudren las almas de los condenados, las harapientas almas de los condenados.
II
El tren se detuvo en una estación destartalada y bajé con mi tubo porta lienzos y una pequeña maleta. Entré a la estación para ver si conseguía un medio de transporte al cercano monasterio de Santa Elena; pero todo era abandono: entre las vigas del vetusto edificio, que en algunos puntos permitían la entrada del sol, anidaban las golondrinas.
Una vez que se hubo alejado el tren sólo se escuchaba el sonido del viento, que arrastraba los secos y espinosos rodamundos; de haber sabido me hubiera puesto ropa más apropiada, y no un traje de calle: mis zapatos terminarían llenos de polvo.
Comencé a andar por un camino de terracería cercado por postes torcidos y alambre de púas.
Mi nombre es Pedro Marconi, y la riqueza que me dejaron mis padres fue suficiente para evitarme el doloroso sopor de una vida laboriosa, mutilada en la medida exacta del reloj.
Nací, ¿cómo diría?.. nací entre sábanas de seda y, pese a que nunca desarrollé un talento definido, desde niño tuve el amor por las artes.
Toda mi pasión era rodearme de manuscritos y libros incunables, de estatuas, joyas, cristalería, vinos finos y mujeres cuya hermosura competía con las notas de un violín.
Soy un griego expulsado de su tiempo, un ávido contemplador de la belleza: viajero incansable por las rutas más inaccesibles, siempre en busca del placer… y la belleza.
Mientras me encontraba sentado en mi escritorio con una copa de merlot, revisando unos antiguos camafeos, me llegó una carta de José Hernández, el anticuario, en la que me decía que la legendaria Virgen de Scarlatti había aparecido en el Monasterio de Santa Elena y que los frailes estaban dispuestos a desprenderse de la obra por una suma elevada que destinarían a obras piadosas; en el acto decidí comprar el cuadro maldito.
III
Llamé a la pesada aldaba del Monasterio de Santa Elena, ubicado en medio de la nada, y poco después me abrió un fraile.
—¿Diga?
—Mi nombre es Pedro Marconi: busco al abad.
—Pase, el padre Domínguez lo recibirá en un momento.
Lo seguí por los antiguos y silenciosos pasillos, de factura española, hasta llegar a un despacho donde nos esperaba el padre Domínguez; el fraile se retiró mientras el padre Domínguez se levantaba para recibirme con un abrazo.
—¡Señor Marconi! ¡Hasta que lo conozco en persona! Lo esperaba; ¡pero tome asiento! ¿Necesita algo para refrescarse del largo camino?
—No se moleste, padre. El señor Hernández le envía saludos.
—¡Ah! El buen viejo, un excelente anticuario: fuimos juntos al seminario…
—Padre, el señor Hernández me dijo que está dispuesto a vender La Virgen de Scarlatti.
—En efecto —dijo con una sonrisa—. Comprendo que usted ama las bellas artes y este cuadro, estoy seguro que no le defraudará. Incluso hay quienes lo han comparado a La Giocconda por su exquisito trazo y expresión; sin embargo es mi deber informarle que en torno a la obra y a su autor circulan ciertas leyendas…
—Ridículas para un creyente y un hombre de cultura —contesté.
—Me alegra escucharlo —afirmó el padre Domínguez—; pero la suma es algo elevada.
—El señor Hernández me dio a conocer la cantidad, a la que anexo un donativo para que continúen con la santa labor que realizan entre los pueblos indígenas.
—¡Bendito Dios! —exclamó el padre Domínguez mientras sonreía y juntaba las manos—. Me imagino que querrá ver el cuadro.
—No quisiera parecer ansioso; pero se trata de La Virgen de Scarlatti, la única obra que queda del maestro Giovanni Scarlatti.
—Entiendo —asintió comprensivo el padre Domínguez—. Si es tan amable de acompañarme.
Lo seguí por un antiguo pasillo mientras él portaba una lámpara de aceite ya que el monasterio carecía de energía eléctrica; poco después el padre abrió la puerta de una habitación que semejaba un calabozo y de cuyas paredes de piedra colgaba un cuadro cubierto por un trapo lleno de polvo.
—Aquí lo tiene —señaló el padre Domínguez mientras retiraba el manto: tal como me había dicho José Hernández el marco no valía nada; pero la mujer retratada era de una belleza terrible que me trajo a la imaginación una tristeza infinita, una silueta recortada a contraluz en un túnel, imágenes demenciales… desesperanza.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó el padre Domínguez ya que al parecer yo había sufrido un mareo.
—Sí… perdone —contesté—; es que esta pintura es tan sugestiva.
—Tal vez a ello se deben las leyendas; pero se le ve cansado: le indicaré su celda y haré que le lleven algo de comer.
IV
Me encontraba en mi celda de monje, amueblada únicamente con un crucifijo, un camastro, una silla y una mesita de noche, cuando la puerta se abrió y un monje gordo, de aspecto sucio y borracho entró con una bandeja en la que había un plato de comida, una jarra de agua y dos botellas.
—Buenas noches, señor Marconi: soy el padre López y le traigo la cena.
—Buenas noches, tome asiento por favor.
El padre López puso la bandeja en la mesita y se acomodó en la silla pues yo estaba sentado en la cama:
—Le traje una botella de vino y una de aguardiente: un licor fuerte que hacen los indios.
—Gracias, pero no tomo bebidas fuertes, con un vaso de vino…
El padre López tomó la botella y me preguntó:
—¿Le molesta?
—Sírvase, por favor.
El sacerdote bebió a morro mientras le escurrían hilillos de licor por las comisuras de los labios y, poco después, exhaló un gemido de gozo mientras se limpiaba los restos del líquido con la manga de su hábito.
—¿Así que usted es la persona que adquirió el cuadro? —volvió a la carga el religioso.
—En efecto, La Virgen de Scarlatti es una obra…
—¡Virgen! ¡Ja! ¡Ese súcubo una virgen! ¡Voto a Satán! Si está hablando nada menos que de la imagen de Lilith, la primera mujer de Adán —afirmó.
—No creo en esas supersticiones ni doy crédito a los Evangelios Apócrifos —contesté.
—La desgracia del hombre moderno es su incredulidad aunque, por fortuna, la misma grosería de nuestros tiempos le ha cerrado el camino a muchos artistas.
—Pero…
—Lamento escandalizar a un esteta refinado como usted —me interrumpió el sacerdote—; pero es cierto. Las obras de arte son peligrosas porque de ellas nacen fantasmas… formas de pensamiento, les dicen los hechiceros. Todos los poetas (por lo menos los verdaderos poetas) son hechiceros, ignorantes de su poder maldito. Lo mismo se puede decir de los grandes pintores, músicos y demás caterva de locos.
—No estoy de acuerdo con esa opinión…
—¿Por qué cree que los artistas se dejan morir de hambre en lugar de convertirse en miembros productivos de la sociedad? ¡Porque viven en la plenitud lasciva de Satanás! ¡Ja! —el padre López bajó el tono de su voz hasta que se volvió un susurro y se me acercó de forma intempestiva y molesta—. Pero hay veces en que los creadores (famélicos demiurgos) liberan fuerzas que ya no pueden controlar. Los ejemplos son muchos: Sheridan Le Fanu, ese escritor irlandés de historias de fantasmas que terminó aterrorizado por ellos; Maupassant, que se volvió loco, perseguido por demonios invisibles; Miguel de Santiago, artista de Quito, quien luego de crucificar a su modelo pintó en un paroxismo el Cristo de la agonía; pero ese cuadro que usted compró es la esencia demoniaca del arte.
“Cuando el padre Savonarola se rebeló ante la sensualidad de los Médicis e inició la quema de las pinturas, las estatuas y los libros, estaba buscando la producción de Scarlatti y de sus imitadores, e irónicamente sólo escapó de la destrucción la peor de ellas. La Virgen. ¡Ja!”
El padre López volvió a servirse de la botella y comenzó a relatarme una historia demencial.
V
“Fue en el Renacimiento: Scarlatti abandonó Italia para procurarse sensaciones en el Medio Oriente, y en esas tierras olvidadas por Dios se entregó al desenfreno de impías ceremonias paganas.”
“Se dice que bailaba desnudo, bajo las estrellas, en compañía de salvajes que adoraban a los antiguos demonios de Sumeria al ritmo frenético de los tambores, y en esas tierras lejanas encontró a una mujer que trajo consigo.”
“Al regresar a su patria se encerró en su estudio, donde pasaba días y días pintando cuadros de esa mujer, además de intoxicarse con vino y excesos sensuales.”
“Muchos cuadros pintó Scarlatti: cuadros de ciudades infernales, de demonios que causaban espanto, y en todos ellos aparecía Lilith.”
“Finalmente abandonó el trato de sus semejantes y se dio a la tarea de pintar su obra maestra: el cuadro que usted posee.”
“Y en una de sus sesiones infernales de arte, sexo y jugo de adormidera, Scarlatti captó la maldad infinita de Lilith y comprendió la magnitud del pecado que representaba su amor por lo inexistente; cuando le dio los últimos toques a su pintura acaso su rostro se descompuso, dejó caer su pincel y huyó aterrado para perderse entre las calles.”
“Pasó el resto de la noche relatando su historia en las tabernas, donde se cortó el cuello enfrente de sus amigos: Lilith, el súcubo que sedujo a Adán antes de que Dios creara a la primera mujer, había agotado los éxtasis del genio, y éste decidió tomar un atajo al infierno.”
“Nunca volvió a saberse de la diablesa”.
“La historia se refiere en el capítulo prohibido, al que muy pocos han tenido acceso, de la Vite de’ più eccellenti architetti, pittori, et scultori italiani, da Cimabue insino a’ tempi nostri,[1] de Giorgio Vasari.”
El padre López terminó su relato, le dio un enorme trago a la botella de aguardiente y me dijo, mientras sonreía de manera untuosa:
—Tenga cuidado con sus juegos, amigo, ¡buenas noches!
VI
Soñé que atravesaba la puerta de salida de mi celda para recorrer el largo pasillo del convento hasta llegar a unas escaleras envueltas en penumbra; al bajar me encontré en un túnel oscuro de cuyas paredes pendían dos antorchas: tomé una tea y continué adentrándome en la penumbra.
Se escuchaban los murmullos de unos rezos, y gemidos, y una voz femenina dijo, claramente:
—Lasciate ogne speranza voi ch´entrate[2].
Entonces vi la silueta de una mujer a contraluz en el interior del túnel. Solté la antorcha, caí de rodillas y me llevé las manos a la cabeza al tiempo que emitía un alarido; un caleidoscopio de imágenes infernales me asaltó: contemplé interminables campos de batalla con ángeles empalados antes de que el tiempo asomara, y los presagios del horror de una ciudad sitiada.
Vi a las víctimas del escafismo, método persa de tortura consistente en un bote cubierto de tablones del que sobresalían las manos, los pies y la cabeza de las víctimas, que eran obligadas a tragar miel y leche, que se les derramaba por todo el rostro, hasta que los desgraciados defecaban en ese espacio tan reducido.
Sentí los tormentos de Mitrídates, a quien Artajerjes II condenó a tal suplicio y durante 17 días los insectos se abrieron paso a sus entrañas por el ano, formando colmenas en el interior de su cuerpo.
Fui testigo de las hogueras en las que ardían incontables víctimas en el nombre de los santos y los profetas y, por encima de los gritos de desesperación resonaban unas carcajadas femeninas que se me antojaban de metal.
Entonces comprendí que el Universo estaba formado por mares y mares de angustia, de innombrable desesperación; por lancetas de agonía que se abrían paso en la carne y en el alma: desperté gritando, cubierto de sudor.
VII
—Lamento que sus negocios le impidan quedarse unos días más con nosotros, señor Marconi —dijo el padre Domínguez—. Me hubiera gustado mostrarle algunos sitios de interés en la zona.
—Le agradezco su hospitalidad, padre, y espero venir a visitarlo en otra ocasión —mentí. El padre Domínguez me extendió la mano—: será bienvenido. Por favor envíe mis bendiciones al señor Hernández.
Y mientras abandonaba el monasterio para tomar el camino de terracería que me llevaría a la estación destartalada vi que por uno de los amplios ventanales enrejados asomaba el rostro del padre López, quien me miraba furioso mientras apuraba una botella de aguardiente.
El cielo se nubló repentinamente, amenazando lluvia, y cada uno de los postes torcidos del alambrado de púas que flanqueaba el camino se me figuraba la imagen de una mujer vestida de luto, con la cabeza cubierta por una negra capucha.
Y desde entonces no me abandonó: la veía en cada esquina de mi casa: me imponía su silencio constante y su mirada, esa mirada llena de belleza y, al mismo tiempo, del dolor infinito de los condenados.
—¡Lárgate! ¡Estoy harto de ti! —le gritaba mientras le arrojaba objetos que no la tocaban; luego me arrancaba los cabellos y lloraba como nunca antes había hecho.
Ni siquiera las drogas pudieron liberarme de su presencia, otorgarme un instante de olvido.
VIII
El maullar de los gatos cuando se aman como demonios… en la noche.
Naturaleza humana: el motivo de un asesino de masas, el lujurioso escarlata de los campos de batalla.
¡Señor! ¿Acaso nunca va a terminar?.. quizá preparaste tormentos más atroces en los insondables abismos del infierno, donde se pudren las almas de los condenados… las harapientas almas de los condenados.
[1] Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos.
[2] Perded toda esperanza vosotros que entréis.