Por: Maribel R. y Elko Omar Vázquez Erosa
I
—Espero que así aprendan a respetar a sus mayores.
—¡Sí, señorita Julia! —respondieron Isabel y Pedro al mismo tiempo.
Julia tomó el aviso de expulsión y estampó el sello del colegio a un lado de la firma de los padres de familia.
—Bueno, chicos, vuelvan a sus casas: no tienen derecho a estar en la escuela durante tres días.
Isabel y Pedro salieron con expresión compungida, misma que se transformó en una sonrisa radiante una vez fuera de la escuela.
—¡Qué bárbara, Isabel! ¡Las firmas te quedaron igualitas!
—Te dije.
—¿Y ahora qué hacemos? No podemos volver a casa porque se supone que estamos en la escuela.
—Algo se nos ocurrirá —contestó Isabel mientras ambos paseaban por la aldea. De pronto escucharon unos chillidos estridentes y desafinados que provenían de la casa de doña Antonia, la coqueta del pueblo quien, a pesar de que estaba algo entrada en carnes —o quizá por lo mismo— traía locos a todos los camioneros y estibadores del pueblo:
“Tiene la arrogancia del sol,
mirada cándida,
su piel de nieve se hace fuego
cerca de mí”.
Isabel y Pedro arrastraron un viejo cajón para alcanzar la ventana y se asomaron hacia el interior de la casa: se trataba de doña Antonia quien tenía la cabeza llena de tubos de plástico, una mascarilla color verde en el rostro, una bata rosa con tonos metálicos y unas sandalias de plástico a juego con la bata. La mujer se deslizaba de un lado a otro de la habitación mientras sostenía un desodorante, que usaba a modo de micrófono, mientras cantaba con los ojos cerrados y a todo pulmón:
“Y tiene el corazón de poeta
de niño grande y de hombre niño,
capaz de amar con delirio,
capaz de hundirse en la tristeza,
él tiene, el corazón de poeta”.
Mientras doña Antonia atacaba con ferocidad la canción de Jeanette, haciendo carantoñas y extraños pases de baile, Isabel y Pedro, una vez repuestos de tan terrible impresión, jalaron una caja de cosméticos que se encontraba en el alféizar de la ventana.
—Sostén esto —le dijo Isabel a Pedro, le dejó la caja de cosméticos, tomó dos enormes fundas de almohada y comenzó a llenarlas con la ropa que se encontraba en el tendedero, que en un santiamén quedó prácticamente vacío.
El par de traviesos salió corriendo con su botín a cuestas en dirección a las ruinas de un viejo molino, donde se dieron a la tarea de atar un haz de palos largos y delgados que cubrieron con una de las sábanas de doña Antonia a modo de un “tepee” o tienda apache.
—¡Wow, Isabel! ¡Nos ha quedado de lujo nuestra casita apache! —exclamó Pedro mientras hacía ademán de sentarse en el suelo.
—¡Espera, Pedro, que aún no terminamos! —dijo Isabel y sacó varios vestidos de las fundas de almohada, que esparció por el suelo para que ambos pudieran sentarse con toda comodidad.
Isabel revolvió en su mochila y extrajo un viejo radio de pilas, pero al encenderlo vio que la señal llegaba con mucho ruido.
—Lo que necesitamos es una antena —dijo Pedro y rebuscó en una de las fundas hasta encontrar un enorme sostén de doña Antonia que colgó en lo alto de la tienda. La varilla del sostén funcionó a la perfección y en un momento pudieron escuchar música.
—No te muevas, Coyote Flaco —le dijo Isabel muy seria a Pedro y comenzó a pintarrajearlo con el estuche de doña Antonia.
—De acuerdo, Gacela Brinca Charcos —contestó Pedro y se dejó hacer.
II
Javiercito el camionero, a quien todo mundo llamaba con diminutivo a pesar de sus más de dos metros de estatura, escuchaba verdaderamente alarmado a doña Antonia, quien seguía sollozando:
—Y no contentos con llevarse mi ropa blanca y mis mejores vestidos se apoderaron de un estuche de pinturas francesas carísimas, Javiercito. ¡Estoy segura de que fue ese par de niños endemoniados, Isabel y Pedro!
—¿Estás segura de que fueron Isabel y Pedro? Pues estás de suerte, Toña, los acabo de ver cargando dos grandes sacos, supongo que llenos con tu ropa, en dirección al viejo molino.
—¡Desgraciados! ¡Y queda lejísimos! —se lamentó Antonia.
—Me queda de camino para repartir un pedido así que puedo dejarte en el viejo molino —ofreció Javiercito, quien fue recompensado con un beso que lo puso a ver estrellitas.
Poco después Antonia descendió del camión a un lado del viejo molino mientras Pedro e Isabel seguían con sus pinturas y gesticulaban igual que los indios. Sorpresivamente una mano se apoderó de la trenza de Isabel y le tiró al tiempo que decía:
—Fila dun demo negro! ¿Qué habéis hecho con mis ropas?
Pedro se levantó asombrado y se puso a correr nada más ver que Antonia llevaba una gran escoba en la otra mano, pues ya se imaginaba para qué era; Isabel consiguió librarse de la Toña, quien la soltó al recibir un salvaje pisotón en el pie.
Los dos rapaces se escaparon corriendo y se escondieron tras una caseta vieja para no ser vistos.
—Mira, Pedro, es un bote de pintura.
—Sí, pero parece que está vacío —dijo Pedro tras moverlo con sus pies. Isabel lo cogió, lo abrió y comprobó que aún quedaba pintura, color rosa. Las ideas saltaron a su mente en nada.
—¿Qué te parece, Pedro, si le pintamos un buen mural a esa vieja presumida?
—¿Cómo qué? —preguntó el chico.
—Vamos a hacer que su casa sea la más bonita del pueblo —dijo Isabel con pillería.
—¡Vale! ¡Aquí hay una brocha! —Pedro no estaba menos contento.
Ambos se fueron bien aprisa para llegar antes que Antonia y supieron decorarle el cristal de la ventana de su habitación como ninguno.
—¡Mira, Pedro!, vamos a gastar toda la pintura, no dejes ni un hueco sin pintar. ¡Se ve hermoso! ¡A la Antonia le va a encantar!
—Uf —dijo Pedro con cara de miedo—, creo que nos hemos pasado, Isabel.
—¡Qué va! Te digo yo que le va a gustar; además no hemos sido nosotros, ¿verdad?
Mientras tanto la cabaña apache quedó totalmente desmantelada y Antonia ya venía con sus sacos llenos de ropa, pero tan distraída que no se percató de la ventana. Hizo la colada y se acostó, agotada, pues necesitaba dormir.
—Uf, vaya día de descanso, y mañana a trabajar —se dijo Antonia y poco después se quedó dormida.
Antonia soñó que Javiercito iba por ella a bordo de su camión, que estaba pintado de rosa para hacer juego con la tapicería del vehículo, los dados de peluche que colgaban del retrovisor, el vestido de ella y el frac de él.
Javiercito sonrió con su enorme cara de bebé feliz y sacó dos copas que llenó con una botella que contenía un líquido color rosa.
—¡Unas medias de seda! ¡Mi bebida favorita! —exclamó Antonia y luego de brindar bebió de su copa. En eso Javiercito sacó de su bolsillo una cajita lacada color rosa, con cojines del mismo tono, que contenía un hermoso anillo de brillantes.
—Toña, ¿quieres casarte conmigo?
Los sueños son caprichosos: Antonia se vio transportada a una gigantesca tienda departamental donde ella y Javiercito compraban un montón de cosas lujosas ante los sonrientes rostros de los empleados, quienes vestían todos de rosa para hacer juego con la decoración de las palaciegas instalaciones de la tienda.
Antonia despertó abruptamente al escuchar el estridente timbre de su celular, cuya luz parpadeante localizó en la suave penumbra de su cuarto.
—¿Diga?
—¡Qué bárbara, Antonia! ¡No te presentaste y hoy es la venta monstruo de aniversario!
—¡Pero si todavía es de noche!
—¡Uf! Esa parranda debió ser feroz. Estás en buen tiempo para llegar al segundo turno: tienes suerte ya que la nueva faltó y para calmar al jefe le dije que estabas dispuesta a compensar tu falta.
Antonia percibió la mortecina luz rosa que se filtraba por su ventana y atinó a decir.
—Gracias, voy para allá: te debo una.
Se puso su bata rosa de tonos metálicos y salió al jardín: un enorme sol rosado cuyo centro cubría por completo su ventana extendía sus rayos por la pared de su habitación.

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