Por: Maribel R. y Elko Omar Vázquez Erosa
I
El director de la escuela primaria de Mazaricos, don Emilio, se encontraba malo de la garganta y había comprado un remedio para hacer gárgaras, por lo que se quitó su dentadura postiza y la dejó en un vaso de agua, sobre su escritorio, se metió al baño, cerró la puerta y procedió a aplicarse su medicina.
Para su mala fortuna Isabel y Pedro iban saliendo de la oficina de la orientadora, quien los había reñido por una de tantas fechorías, y ambos vieron la dentadura a través de la oficina del director.
—¡Jo! —rió Isabel— Mira, don Emilio usa una dentadura postiza.
—¡Shh! —le susurró Pedro y ambos entraron de puntillas, tomaron la dentadura y salieron de la oficina.
Isabel y Pedro corrieron a sus lockers, tomaron una calceta de su uniforme deportivo y sirviéndose de los útiles de la clase de costura de Isabel se fabricaron una marioneta que tenía dos botones por ojos, la borlita de una boina como nariz y la flamante dentadura del director como boca.
Apenas habían terminado su monigote cuando sonó el timbre que anunciaba el recreo, por lo que ambos corrieron con sus amigos para mostrarles la marioneta y hacer una obra de teatro guiñol.
—¡Niños! —decía Isabel con voz grave que intentaba imitar la del director— ¡Pórtense bien! ¡No toleraré faltas de respeto a sus maestros! —decía Isabel mientras giraba la marioneta y abría y cerraba la dentadura al tiempo que desarrollaba su monólogo.
Los compañeros de Isabel y Pedro estaban asombradísimos.
—¿Y dices que es la dentadura del director? —preguntó Fósforo, un muchachito que recibía tal apodo porque no tenía la costumbre de lavarse las orejas.
—¡Sí! —afirmó orgulloso Pedro.
—¡Wow! —gritaron admirados sus compañeros.
II
Don Emilio salió muy aliviado del baño de su oficina. Sí, el medicamento que le habían recomendado era excelente; de pronto sus ojos se fijaron en el vaso que se encontraba sobre su escritorio.
¡Demonios! ¿Dónde estaba su dentadura? Don Emilio salió furioso de su oficina con la cara colorada y los labios arrugados por la falta de dientes, lo que le daba un aspecto de tener más edad.
—¡Vedóniga! —exclamó lleno de ira— ¡Adguien de ha abodedado de mi dendaduda! ¿Guién de abdá adevido a shemegande deshbobóshido.
Verónica, la secretaria, se encontraba aterrorizada y le pidió al director que se tranquilizara y hablara más despacio. Finalmente consiguió entender al director, quien le reclamaba:
—¿Dónde she engondaba ushded guando dedabadeshió mi dendaduda?
—Don Emilio, usted me mandó a recoger la correspondencia a la oficina de correos, ¿no recuerda?
—Ed vedad. ¿Guién edaba aguí miendash domaba mi medishina?
—Hasta donde sé la orientadora se encontraba con Isabel y ese niño mexicano, Pedro, creo que se llama.
—¡Demodiosh! ¡Guiero gue los draigan a mi obidina, inmediadamende!
Una vena palpitaba peligrosamente en la sien izquierda de don Emilio, por lo que Verónica corrió a buscar a la señorita Julia, la orientadora, quien exclamó, una vez enterada del asunto:
—¡Gitanos do carallo! ¡Ese par habrá de escucharme!
La señorita Julia salió hecha una furia y buscó por todo el patio a Isabel y a Pedro, a quienes no tardó en localizar ya que se encontraban rodeados de un público muy atento. Isabel manipulaba la marioneta abriendo y cerrando la dentadura de don Emilio, mientras decía:
—¡Niños! ¡Es muy importante que hagan sus deberes!
—¡Isabel! ¡Pedro! —gritó la señorita Julia y los aludidos se quedaron helados.
La marioneta cayó al suelo y la señorita Julia cogió por sendas orejas a los rapaces, casi levantándolos en el aire, y se dirigió con ellos a la oficina.
Don Emilio, que los estaba esperando inquieto, se levantó, pidió su dentadura (que sujetaba Julia con cara de asquillo), se la puso y sonrió: daba más miedo verlo sonreír que enojado.
—¡Bien! —dijo satisfecho—. Quedareis todos los recreos que restan del curso haciendo trabajos extra en el colegio, y limpiareis los cristales de mi oficina diariamente: hoy toca huerto.
—Pedro, la hemos cagado —dijo Isabel en voz muy bajita.
Pero Pedro ya estaba en otra cosa: su cabeza no paraba.
Más tarde fueron al huerto; Isabel no comprendía la alegría de Pedro, hasta que vio cómo recolectaba algo.
—¡Pedro! ¿Estás haciendo lo que pienso?
—¡Claro! ¿Qué creías? Y si encuentras un sapo lo pones en el cubo: conseguiré robarle un cigarro al director mientras limpio los vidrios de su oficina y tú preparas el material del laboratorio.
—Ja, ja, ja, ya sé lo que piensas.
Se pasaron una hora buscando todo tipo de bichitos y los guardaron en un cubo.
Comenzaban a disfrutar de su castigo: pronto llegaría la hora de la clase de biología.
III
Para celebrar el hecho de haber recuperado su flamante dentadura don Emilio se había ausentado un par de horas del colegio con el propósito de dar cuenta de un buen corte de carne, que le había caído de perlas.
El ilustre académico se felicitaba a sí mismo porque no le temblaba la mano a la hora de establecer medidas disciplinarias.
Con una expresión de enorme placer el director entró a su oficina y abrió el cajón de su escritorio para degustar uno de sus caros cigarrillos Montecristo, pero su alegría se desvaneció al ver que el paquete estaba abierto y faltaba más de la mitad.
—¡Demonios! —exclamó y levantó la vista para notar, por primera vez, que la luz de su oficina estaba algo, ¿opaca? Sus ojos se pasearon por los cristales. ¿Los había dejado así de rallados?
Entonces descubrió en el suelo una cubeta llena de agua y a un lado una fibra metálica para tallar ollas y una piedra pómez.
—¡Dios! ¿Cómo se me ocurre pedirle a ese par que limpien los vidrios?
De pronto escuchó un griterío proveniente del laboratorio. Don Emilio se asomó justo a tiempo para ver que una silla rompía los ventanales del laboratorio y daba paso, inmediatamente, a un tropel de alumnos que escapaban, aterrorizados.
—¡Santa María! —se encomendó el director mientras se sostenía la cabeza.
IV
El doctor Ernesto Pedroza, profe de biología y de “químicas” (en plural, porque era bien sabido que le gustaba empinar el codo) estuvo encantado al enterarse de que Pedro e Isabel habían sido designados como sus ayudantes, así que les mostró un diagrama para diseccionar una rana y desapareció tras la puerta del pequeño almacén adjunto, donde tenía un tocadiscos con música de la época del general Franco y algunos licorcillos que él mismo destilaba.
—Hoy os enseñaremos los terribles daños que puede provocar a la salud el hábito de fumar —dijo Isabel con tono doctoral mientras sacaba un sapo de un frasco.
Los rubios y aristocráticos gemelos, Gregorio Alejandro y Mariela Fernanda de Sampedro miraban con desdén a Isabel.
—A ver con qué sale esta guarra —dijo Mariela Fernanda y cambió una sonrisilla con su gemelo.
—¡Pedro! ¡El cigarro!
Con una habilidad inesperada Pedro encendió un cigarrillo, marca Montecristo, y se lo pasó a Isabel, quien se lo puso en el hocico al sapo, y el pobre bicho comenzó a jalar humo.
Repentinamente interesados los gemelos se acercaron al batracio y fueron rodeados por sus compañeros, cosa que aprovecharon Pedro e Isabel para salirse del círculo y apoderarse de dos enormes jarrones.
Sin previo aviso el sapo explotó llenando de vísceras los rubios cabellos de los hermanos Sampedro. Inmediatamente Isabel y Pedro voltearon los jarrones y un ejército de insectos se desperdigaron por el salón.
Ante el griterío el profe de “químicas”, doctor Ernesto Pedroza, abrió la puerta del almacén, tambaleándose, pero consiguió sostenerse con el brazo izquierdo del dintel de la puerta.
El profe de “químicas” inclinó la cabeza y su peluquín quedó apenas suspendido de las cintas adhesivas cercanas a su frente, no así de las del cráneo, que quedó al descubierto, mientras resoplaba:
—¡Bbbrrrfff!
Los niños estaban aterrorizados por lo que uno de ellos lanzó una silla contra uno de los ventanales —ya que Pedro había cerrado la puerta con llave— y todos se dieron a la fuga por el hueco que habían dejado los cristales.
Don Emilio tuvo que ser internado debido a un ataque de nervios.