Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Los fines de semana mi amigo Césareo y yo nos dirigíamos a “El Pasito”, un mercadillo en el que se podían adquirir productos de contrabando como aparatos electrónicos, lentes oscuros y casetes.
Recuerdo que vendían los casetes marca Sony, algunos de ellos de colores chillones y translúcidos, como correspondía a la moda de los ochenta; si el presupuesto no alcanzaba comprábamos un paquetito de casetes de una marca china, Memex, que venían de a cinco en una bolsita y que sólo se escuchaban bien las primeras dos veces que los corrías en el reproductor.
Todos los adolescentes competíamos por tener una amplia colección de música y nos reuníamos a hacer grabaciones pirata de música rock: era la moda.
Cierta vez de regreso del mercadillo César y yo abordamos un autobús y pasamos por la colonia Granjas de la ciudad de Chihuahua. Una señora viajaba en compañía de su hijo, un niño rubio con cara de pocos amigos que estaba haciendo un berrinche:
—Hijo, siéntate bien aquí— dijo la señora, con voz apagada.
—¡Nooo! —gritó el mentecato agitando los brazos con desdén.
Poco después pasamos por una iglesia y la señora, buena católica, se persignó y le pidió a su hijo que hiciera lo mismo. El mocoso comenzó a hacer aspavientos y a rechazar la sugerencia de su madre: quizá era un temprano lector de Voltaire.
En el colmo de la desesperación la mujer se levantó de su asiento, sostuvo al niño con su mano izquierda por el hombro y lo persignó.
—¡Ah! —gritó furioso y comenzó a tallarse la cara y el pecho como si intentara liberarse de una enorme suciedad.
El espectáculo era radiante y total: el niño chillaba de rabia, la señora le suplicaba con una voz desmayada que se comportara cuando de pronto una anciana vestida de negro, de esas que se mantienen en la Iglesia y que llevan un perfume que ya usaba la reina María Antonieta antes de la Revolución Francesa sacó un frasquito de su bolso y roció al niño con agua bendita.
—¡En el nombre de Cristo! —salmodió la buena señora y el niño aumentó la intensidad de sus chillidos: todos reíamos a carcajadas.
—¡Miguel! ¡Aquí nos bajamos! —ordenó la mamá del niño, muy apenada; como su hijo no quería obedecer y a ella finalmente se le había agotado la paciencia lo tomó por una oreja y se lo llevó a rastras, entre las risas de los pasajeros.