Por: Elko Omar Vázquez Erosa
(Especial de Noche de brujas)
I
Clásico: llegaron las altas personalidades de la capital a nuestra televisora de provincias y los chilangos venían a descubrir el hilo negro, así que nos dieron una desoladora charla motivacional para que trabajáramos todavía más y por el mismo sueldo:
—Necesitamos hacer más trabajo de calle, menos declaraciones de funcionarios —dijo Juan Carlos Espitia, un tipo muy delgado, casi cadavérico, que siempre vestía de negro y cuya mirada nos dejaba helados.
—Debemos iniciar una serie de reportajes de los barrios bajos —lo secundó Antonio Loera, un enano horrible que traía nuevas ideas para la edición del noticiario nocturno.
Básicamente querían más sangre y lo primero que hicieron fue cancelar mis cápsulas culturales, pues argumentaban:
—Lo siento mucho, pero las cápsulas de Ernesto Fernández y Manuel González son soporíferas. ¿A quién demonios le interesa la pintura, la escultura, los descubrimientos antropológicos? ¡Esto es un noticiario, señores, no una revista cultural para personas de la tercera edad!
Juan Carlos Espitia arrojó teatralmente al bote de basura las cintas que contenían las cápsulas culturales y procedió a dictar las órdenes de información: acompañar a la policía en un operativo por los barrios bajos de la ciudad, así que ahí nos tenían a las dos de la madrugada corriendo detrás de los policías para atrapar borrachos, recorriendo casas en ruinas para detener a los adoradores de la aguja hipodérmica, etc.
Juan Carlos estaba emocionadísimo toda vez que recorríamos las calles de la ciudad a bordo de “La Chola”, una camioneta con los vidrios ahumados en la que una veintena de policías se ocultaba mientras que uno de sus compañeros, disfrazado de yonkee, tocaba a las puertas de los vendedores de drogas, pero como ya todos conocían a “La Chola” nadie les abría.
Para su mala fortuna Enrique Lugo se había ausentado varios años de la ciudad y le vendió una dosis de heroína al policía encubierto.
—¿Lo grabaron? ¿Lo tienen? —preguntó aceleradísimo Juan Carlos Espitia.
—Sí, lo tenemos —contestó Manuel González, harto de que el tipo le estuviera soplando la nuca.
El comandante Quiroz propuso hacer una entrada ilegal al domicilio y Espitia, ansioso por conseguir una nota truculenta, estuvo de acuerdo.
Pasamos por varios edificios en ruinas, saltamos un muro de adobe y alcanzamos el patio trasero del traficante, y luego irrumpimos en la cocina.
Los policías mojaron una toalla y luego de desnudar al vendedor de drogas lo golpearon con ella mientras amenazaban a su esposa con quitarle a su pequeña hija. Finalmente ella no resistió la presión y reveló el escondite: había un montón de porciones de heroína y cocaína, que poco después se volvieron menos, milagrosamente, pero Espitia nos ordenó que lo pasáramos por alto.
—¿Lo grabaste? ¿Viste cómo lo golpeaban con esa toalla? ¡Dios! ¡Qué maravilla! ¡Lástima que no podamos sacarlo al aire! Pero bueno, quiero que me pases una copia para mis archivos personales —le dijo el tipo a Manuel González, con los ojos vidriosos.
Esa fue la primera impresión que tuvimos de ellos, pero las cosas comenzaron a ponerse raras.
En cierta ocasión filmábamos la construcción de un edificio gubernamental y Espitia dijo:
—¡Manuel! ¡Graba al tipo que está sobre el andamio!
—Ya lo tengo —contestó Manuel.
—¡Grábalo ahora mismo!
Manuel obedeció a regañadientes.
—Espera… espera… espera… —le decía Espitia y en eso, ¡Dios mío!, el andamio cedió y el albañil cayó al vacío para golpear con la cabeza el duro suelo de concreto.
—¡Corre! —le dijo Espitia a Manuel—. ¡Necesitamos un primer plano de este accidente!
El tipo sonreía, emocionadísimo: juraría que su alegría fue mayor cuando la esposa del albañil acudió a reconocer el cadáver cuya cabeza estaba parcialmente hendida.
No conforme con las imágenes que había capturado el camarógrafo Espitia sacó su teléfono celular y tomó un montón de fotografías, que estuvo mirando durante todo el camino a la televisora.
—¡Por Dios! ¡Esos malditos morbosos me enferman! —se quejó Manuel una vez que estuvimos en “El Sarape”, bebiendo una cerveza—. Te confieso que me aterrorizan.
—No será para tanto —le dije.
En eso el teléfono de Manuel comenzó a timbrar.
—¿Quién es? —le pregunté.
—Espitia: el traficante Enrique Lugo se ahorcó en su celda y Espitia ha conseguido que le permitan filmarlo para hacer un reportaje con el tema: “el crimen no paga”.
Nos trasladamos a las celdas de la policía municipal, Espitia pidió permiso para sacarle un poco la lengua al cadáver a fin de que resultara más impresionante, luego me arrebató el micrófono y pidió que lo sacaran a cuadro. Comenzó a caminar alrededor del cuerpo mientras decía, dramáticamente:
—¿Hasta dónde conduce el camino de las drogas? Esa y otras preguntas nos hacemos a la luz de una terrible tragedia. Enrique Lugo tomó el camino fácil: le sobreviven su esposa y una hija pequeña…”
Era repugnante.
Más tarde, al concluir la emisión del noticiario, comenzaron a llover felicitaciones a Espitia por el excelente trabajo de denuncia que realizaba.
—Ya no lo soporto —le dije a Manuel—. Voy a presentar mi renuncia.
—Espera…
—Ese maldito me va a escuchar —dije y me dirigí a su oficina.
Espitia se encontraba charlando por teléfono alegremente. Detrás de su escritorio destacaba una fotografía ampliada y enmarcada de Kevin Carter, quien ganara en 1994, antes de suicidarse, el premio Pulitzer por fotografías a un niño sudanés famélico con un buitre acechándolo, en segundo plano.
Espitia colgó y dijo:
—¿Sí?
—Espitia, usted me enferma profundamente, quiero presentarle mi renuncia.
—Está bien –dijo Espitia—, pero tenga cuidado: es mejor estar en el ajo. Alejarse de los medios de comunicación lo puede poner al otro lado de la lente y el micrófono y hacerlo formar parte de la noticia.
—¿Qué quiere decir?
—Ja, ja, ja. Nada, Ernesto, está usted muy estresado: ¿por qué no se toma unos días? —continuó mientras me ponía una mano en el hombro.
—¡No me toque!
—Calma.
—Voy a recoger mis cosas —le contesté y me di media vuelta. Me encaminé hacia la cabina de edición, donde poco antes estuvimos trabajando Manuel y yo.
Entonces lo vi: se trataba del editor Antonio Loera. La luz parpadeante de la televisión iluminaba su rostro. No podría asegurarlo, pero me pareció que se tocaba con lujuria mientras las espantosas imágenes y los gritos inenarrables de una ejecución que había mandado un cártel se sucedían en la pantalla.
—¡Maldito enfermo! ¡Esto lo tiene que saber el público!
Me fui de la cabina y recorrí los pasillos vacíos para ganar la salida, entonces me encontré a Espitia, quien me miraba fijamente: un aire helado se apoderó del edificio.
—Ernesto —dijo Espitia—. No cometa tonterías, usted ha firmado un contrato de confidencialidad.
—¡Déjeme pasar!
—No puedo hacerlo —dijo Espitia y comenzó a acercarse a mí, lenta y amenazadoramente. La puerta de la cabina de edición rechinó y vi que Antonio se acercaba, riendo y babeando. Ambos tenían la cara transfigurada: sus ojos eran como negros vacíos, sus fosas nasales se habían ensanchado y unos dientes puntiagudos y amarillentos asomaban por sus morros: semejaban unos cerdos endemoniados.
Entonces comprendí: eran los vampiros energéticos, las larvas que nos refiere la Biblia, los ráksasa de la religión hindú: seres repugnantes que se alimentan del miedo, de carne humana y comida podrida. Profanadores de tumbas, capaces de adquirir la forma de una persona.
De una patada rompí el vidrio de una caja empotrada en la pared en la que se encontraba un hacha y un extintor. Accioné este último disparando el contenido sobre el rostro de Espitia y corrí en dirección contraria blandiendo el hacha. Antonio trató de esquivarme, pero le partí la cabeza de un solo golpe.
II
El comandante Quiroz pidió que inyectaran a Ernesto Fernández y dejó la celda para entrevistarse con Juan Carlos Espitia, quien lucía preocupado.
—¿Y cómo está? —preguntó Espitia.
—Pobre muchacho, está completamente perdido. El doctor cree que su locura, que le ha llevado hasta el asesinato, fue desencadenada por los celos profesionales que le tenía a usted.
—Lamento no haberme dado cuenta a tiempo de que Ernesto tenía problemas psicológicos.
—Se pone como energúmeno cada vez que ve una cucaracha y, como usted sabe, esta cárcel es muy antigua y por más que fumigamos sigue infestada.
—¿Cucarachas?
—Dice que son demonios, larvas, ráksasa, que lo persiguen.
—Pero qué interesante.
—Sí, y muy triste.
—¿Ya terminó su turno?
—Sí.
—Venga, lo invito a tomar una cerveza. Quería proponerle un reportaje sobre los niños de la calle.
Juan Carlos Espitia le puso una mano sobre el hombro al comandante Quiroz mientras ambos se dirigían a la salida de la prisión. La noche era deliciosa y nada mejor que una buena cerveza al término de una larga y pesada jornada laboral.