La Ciudad Infantil

elko niño

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Como todos los domingos mamá nos llevó a Ricardo y a mí a la Ciudad Infantil, equipados con una enorme bolsa llena de sándwiches y de una jarra de limonada.

Mi hermano Carlos trabajaba recogiendo los boletos en alguno de los juegos mecánicos, por lo que le permitían reciclar los boletos, así que podíamos entrar gratis a todos los juegos con la única excepción del cohete, un artefacto maravilloso que se agitaba mientras veíamos una película, con aire acondicionado y toda la cosa.

—¿A cuál se quieren subir, niños?

—¡Al cohete! —contestábamos Ricardo y yo para desesperación de mamá.

Y es que era una aventura delirante que incluía un viaje por el espacio, el descenso a un mundo lleno de dinosaurios, así como el apresurado regreso al planeta tierra donde descubríamos, horrorizados, que una tarántula gigante nos había acompañado durante el trayecto.

Las patas velludas del monstruoso bicho aparecían en la pantalla, amenazando a unos niños en un parque de diversiones y la voz histérica del capitán era interrumpida por la estática, todo ello en menos de cinco minutos.

Otro juego que nos encantaba era el de los carros chocones, donde golpeábamos con fiereza a los otros vehículos con el resultado invariable de que alguien terminaba llorando a moco tendido.

No podía faltar el tobogán, una rampa sinuosa y enorme por la que nos deslizábamos a bordo de unos costales de fibra natural mientras sentíamos que el estómago se nos convertía en una bola pequeña que amenazaba con salirse por la boca.

A media mañana mi mamá nos localizaba para que comiéramos unos sándwiches de pimentón o jamón, con mucha mayonesa, que devorábamos apresuradamente para continuar disfrutando de los juegos mecánicos.

Recuerdo que encontré en unas bodegas abandonadas unos foquitos con forma de disco del que salían dos lengüetas metálicas, semejando unos ojos robóticos.

Ricardo y yo los envolvimos en una bolsa, los guardamos en la maleta de los sándwiches y corrimos a los platillos voladores, que se elevaban en espiral y tenían el atractivo extra de estar bajo la supervisión de Carlos.

—¡Niños! ¡Niños! ¡Compórtense! —decía mi mamá.

Carlos tomó los boletos y Ricardo y yo nos subimos a un platillo volador.

—¡Carlos! ¡Carlos! —gritábamos a cada vuelta disfrutando la experiencia de volar.

De pronto el rostro de mi hermano Rich se puso verde, como en las caricaturas.

—¿Te sientes mal?

Ricardo, hasta eso que se esforzaba por no incomodarme, asomó la cabeza por el borde de nuestro platillo volador y comenzó a vomitar.

El espectáculo era radiante y total: los tripulantes de las naves enemigas intentaban cubrirse la cabeza con la camisa, pero el artillero Rich, con una puntería endemoniada los rociaba de plasma.

Carlos andaba de galán con una muchachita y no escuchaba los gritos de terror de la gente que volaba debajo de nuestro platillo mientras Rich, en franca competencia con la niña de “El Exorcista”, les daba una cátedra de combate aéreo que hubiera sido la envidia de Manfred Von Richthofen, “El Barón Rojo”.

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