Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Mi abuelo materno, Papá Rubén, era un hombre romántico, de esos que ya no hay, y su musa era Mamá Carmita.
En cierta ocasión Mamá Carmita, quien descendía de la aristocracia española y fue desheredada por haberse casado con mi abuelo, comenzó a recordar:
—Mi abuela, Rubén, tenía una cama con dosel de madera fina, labrada por el mismísimo Benvenuto Cellini y unas cortinas etéreas talladas por las hadas.
No le hubiera dicho tal cosa porque Papá Rubén, más rápido que las tenues alas de un colibrí destripó un mueble antiguo —que hoy valdría la mitad de una casa— para apoderarse de un óvalo de cedro que pintó de dorado y lo fijó a la pared, encima de la cama matrimonial.
Papá Rubén, hombre ingenioso como pocos, aderezó el artefacto con unas cortinas traslúcidas, de ese extraño color rosa que llaman fucsa.
Durante la primera noche bajo tamaña obra de arte Mamá Carmita preguntó, aterrorizada:
—Rubén, ¿no se nos caerá encima ese trasto?
—No te preocupes, Carmita: aguantará —contestó Papá Rubén.