Por: Elko Omar Vázquez Erosa
I
El gobernador constitucional de Rancholandia, don Epifanio Alatorre, se llevó a la boca un taco de barbacoa, que despachó de dos mordidas mientras hojeaba el resumen de prensa que le había preparado el director de Comunicación Social, Víctor Gómez. Sus ojillos porcinos se fijaron en uno de los encabezados, así con tantas mayúsculas: “Molestia entre Usuarios de Transporte Público”.
—¡Que se jodan! —pensó el tirano mientras rebañaba un pan, untado con frijoles refritos, en un charco de salsa picante. Don Epifanio ayudó a bajar el bocadillo con un trago de café mientras leía otro titular: “Causa Furor el Parque Temático de las “Estuatas” Lacustres”.
—¡Vaya! —pensó el sátrapa al tiempo que mojaba con crema sus chilaquiles—, hasta que reconocen mi genio político esos mugrosos chupatintas.
Don Epifanio pasó al siguiente título: “Aprueba el H. Congreso del Estado Nuevas Placas Vehiculares”.
—¡Demonios! —exclamó el parásito—, tengo que mandarle un regalito a los muchachos —decidió, magnánimo, ya que los diputados se habían portado como buenos lacayos y aprovechando su mayoría terminaron imponiéndose a la fastidiosa oposición.
El señor gobernador se apoderó de una rosquilla cubierta de chocolate y miró el apartado de medios electrónicos. Lo primero que saltó a su vista fue un horrible titular que decía: “Epifanio Alatorre es un Pendejo”.
Se trataba de un artículo de fondo del director del periodicucho, un tal Cristóbal Méndez, donde enumeraba una serie de pecadillos políticos y omisiones en los servicios públicos.
—¡Por Talleyrand! —juró indignado y roció con migajas húmedas el resumen del día.
Don Epifanio cortó una buena rebanada de un apetecible dulce de membrillo y tomó las carpetas de los días anteriores, que mostraban el resumen del periódico que tanto lo incordiaba:
Jueves: “Epifanio Alatorre es un Pendejo” (por esto, por l’otro, por aquello); miércoles: mismo titular; martes: igual; lunes: ídem, y así sucesivamente.
Don Epifanio pulsó uno de los botones del interfono y su secretaria apareció de inmediato.
—Lupita —dijo el gobernador hundiendo un trozo de queso en una salsa de durazno y picante— ¿leyó los titulares de Cristóbal Méndez?
—Sí, señor gobernador, por eso se los resalté con marca textos color amarillo fluorescente.
—Destinó el director de Comunicación Social dinero para publicidad en ese periódico? ¿Le han mandado regalos y su chayote[1] a Méndez? —preguntó el estadista antes de darle un sorbo a su Coca-Cola —light— por supuesto.
—Ya hablé con el licenciado César Quintana, director de Comunicación Social, y él me asegura que ambas cosas se hicieron. Al parecer ese pelagatos de Méndez quiere más dinero aunque ya le dijeron que eso no ocurrirá hasta que aumente el número de visitas en su medio digital.
—¿Pero cómo se atreve? —rugió el prócer y tomó de una fuente de cristal cortado un racimo de uvas, fruta que jamás faltaba en su oficina desde que viera una película en la que un emperador romano devoraba racimos enteros—. Todo el día me quiebro la cabeza para conducir los altos destinos del estado y esos malagradecidos no hacen otra cosa más que abrir el hocico para ladrar sus indoctas majaderías.
—Concuerdo con usted, licenciado.
—¿Qué es lo que hubiera hecho el conde de Venecia, Lorenzo I’ll Magnífico, para manejar a un súbdito levantisco?
—Supongo que tomaría medidas persuasivas un poco más… drásticas.
Don Epifanio se quedó pensativo unos segundos, mientras untaba una generosa porción de jamón endiablado en una tostadita. Finalmente suspiró y dijo:
—Tiene razón, Lupita: soy como un padre demasiado permisivo. Me duele mucho, pero tengo que ser más severo, por el propio bien de ese muchacho. Comuníqueme con el comandante Quiroz.
—En seguida le paso la llamada, señor gobernador —respondió Lupita y corrió a cumplir la orden de don Epifanio, con singular alegría.
Una vez que se retiró Lupita don Epifanio se levantó para estirarse, se jaló el fondillo de los pantalones, se llevó los dedos a la nariz e hizo una ligera mueca de disgusto. El insigne político procedió a tomar unas papas fritas, que empapó en un charquito de salsa cátsup.
II
Cristóbal Méndez estaba con su compadre Remigio bebiendo cerveza y comiendo chicharrones con salsa Tabasco en su cantina favorita, “El Sarape”. En ese ambiente enrarecido por el olor a orines, cerveza y humo rancio de cigarrillo el periodista se encontraba a sus anchas.
—Compadre, ¡ya ni “shinga”! Se va a meter en problemas tirándole tanto al gobernador. Dicen que don Epifanio es muy vengativo.
—Ya estuvo bueno, compadre. Es hora de que esos malditos parásitos reciban una cátedra de periodismo y sufran en el lomo, como los perros que son, unos buenos periodicazos —afirmó Cristóbal.
—Yo sé lo que le digo, compadre, le puede ir “gasho” con el gober.
—Pobre de él si se quiere pasar de lanza. Me parece asqueroso que vivan del presupuesto.
—Pero usted también vive del presupuesto con lo que recibe en concepto de publicidad gubernamental.
—Es diferente.
—Bueno compadre, allá uste’. Me tengo que retirar porque tengo “musho” trabajo en el taller. Salúdeme a mi comadre y a Cristobalito.
Remigio se retiró y Cristóbal tronó los dedos tres veces para que le sirvieran otra cerveza, que bebió con deleite, acompañándola con un cigarrillo.
Se felicitó a sí mismo por la peregrina idea que le había inspirado su musa Cloacina: finalmente era dueño de su propio medio de comunicación, que había nombrado “La voz del pueblo”, luego de quebrarse la cabeza entre “El heraldo del pueblo” y “El pueblo despierta”.
Poco después pagó la cuenta, dejó tres miserables pesos como propina y ufano salió del tugurio para encontrarse con una limousine negra, con los vidrios polarizados. Cuatro tipos vestidos con traje negro y con los ojos cubiertos por lentes oscuros, todos ellos igualitos como clones a Arnold Schwarzenegger en sus mejores tiempos, lo esperaban: uno de ellos estaba sentado al volante, otro en el asiente del copiloto; el tercero mantenía abierta una de las puertas traseras mientras que el cuarto, muy amable (eso sí) le dijo, al tiempo que señalaba con la mano izquierda el vehículo:
—Pásele.
—No, gracias, voy a tomar un taxi —respondió Cristóbal.
—Pásele —repitió el coloso.
Y como así por las buenas ni quien diga nada Cristóbal abordó el lujoso automóvil y quedó aprisionado entre dos hieráticos sujetos en cuyos lentes oscuros corría el reflejo deformado de los edificios que flanqueaban las calles.
—¿Me llevan a una rueda de prensa? —preguntó Cristóbal, quien recibió por toda respuesta un silencio glacial que lo puso malo y sintió que se le mojaban los calzones. Un olorcillo desagradable invadió el interior de la limousine y el pómulo derecho de uno de sus secuestradores comenzó a palpitar.
Sin previo aviso el vehículo se detuvo con suavidad en un callejón de mala muerte. Uno de los pétreos sujetos le preguntó:
—¿Qué “trais”?
—No, lo que pasa es que…
Al parecer la respuesta era incorrecta ya que Cristóbal recibió una bofetada entre la quijada y el cuello que casi le arrancó la cabeza. El coloso volvió a preguntar:
—¿Qué “trais”?
—Lo que quise decir es…
Cristóbal recibió otro manotazo que le aflojó un diente y destrozó sus gafas, que tan hábilmente había reparado con un alambrito y cinta negra de aislar. El terrible sujeto repitió su pregunta:
—¿Qué “trais”?
—Perdón, me equivoqué: no vuelve a ocurrir.
La limousine arrancó y luego de quince angustiosos minutos Cristóbal se vio frente a su casa. Uno de los agentes descendió del automóvil y le abrió la puerta.
Cristóbal salió del vehículo, aliviado. Apenas había dado tres pasos cuando recibió una patada en el “nies[2]”, que también le alcanzó los huevos, por lo que durante unos segundos levitó, para luego caer de rodillas en la banqueta. El vehículo se alejó.
—¡Papá, papá, papá! —gritó Cristobalito— ¿Dejaste que te pegara ese tipo?
—No, hijo, así nos llevamos. Un viejo amigo del colegio.
—¿Te duele mucho?
—No, que va, lo que pasa es que se me acaba de ocurrir una idea y no quiero que se me vaya. Hazme un favor, chaval, y acércame un poco de hielo.
Cristobalito se limpió los mocos con el antebrazo, dibujando unas líneas color esmeralda en las mangas de su camisa, y procedió a cumplir las órdenes de su padre.
III
Cristóbal Méndez, ducho periodista y gloria del oficio cambió su línea editorial, consiguiendo con ello que el número de sus lectores aumentara vertiginosamente, así como sus ingresos. Hoy en día se le puede ver en todas las fiestas del gobernador, quien le da palmaditas en la cabeza y a Cristóbal se le humedecen los ojos, de puro agradecimiento.
Y es que nuestro gobernador es un hombre ilustrado y magnánimo como pocos, y que Dios lo guarde muchos años, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
[1] El “chayote” es un soborno para los periodistas. Supuestamente se le llama así porque un empleado de cierto presidente de México entregaba a los reporteros sobres con dinero bajo un árbol de chayote.
[2] Ni es el culo, ni es el…