El viejo y su perro

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

El viento frío de octubre juega con las hojas y con el polvo, y luego aúlla al pasar entre los árboles. A lo lejos se escucha el ladrido de los perros y el camino empedrado de la hacienda se cubre de hojas.

El anciano me mira burlón mientras fuma su pipa: sus ojos parecen dos astros opacos, indiferentes, con una esencia vegetal.

—Toma las llaves, muchacho —dice, al tiempo que las extiende con manos arrugadas que lucen uñas mestizas de tierra. Su barba no alcanza a esconder la pena —le duele desprenderse de la casa—. Después llama a su perro y los dos se van, se pierden en la distancia como dos fantasmas condenados a la ignominia. Nadie los volverá a ver, se han ido buscando un sueño, ¿el sueño de la muerte?

La puerta se abre sin emitir ningún chirrido. Es extraño, por un momento me pareció que entraba a una mansión de espectros —y no me equivoco— la presencia de alguien llena la casa y se torna tangible, para luego diluirse de nuevo, en el silencio.

El humo del tabaco se adueña de la sala: quizá pretendo llenar este vacío, quizá tan sólo quiero matar el tiempo que se desliza hacia mí, suavemente, hasta que un día me vaya como el viejo a buscar mi sepulcro…

No había notado en la duela del piso una puerta disimulada —el viejo no me la mostró la primera vez que vine—. Por la escalinata subterránea, alaridos ancestrales llaman para apresarme en un mar de locura y alucinación; luego, mis pasos resuenan en las bóvedas y el olor de la humedad se me pega en el rostro. Una lámpara de aceite forma sombras tenebrosas que me recuerdan a mí mismo, de niño, llorando en la oscuridad.

Ella sonríe, la quiero tocar, pero es como el humo. A través de su etéreo cuerpo, el cráneo descarnado de un cordero; entonces, ella se va, como un sueño…

¿Cuánto tiempo pasó? Nadie me responde. Mi reloj está hecho pedazos y mis ropas se volvieron blancas —como estas paredes— como la figura de esa perturbada mental que me observa fijamente. ¡Es ella! ¡Es ella!..

De pronto, un individuo corpulento y de bata me ordena que lo siga, y andamos por pasillos de llanto entre carcajadas de autoconmiseración. Al final del pasillo, en un despacho brumoso, un tipo de gafas y con cierto aire maniático nos aguarda. Me hace unas preguntas que no entiendo, pues son tan lejanas y me cuesta trabajo poner atención, así que divago en los detalles del cuarto: en un cuadro, la pintura de un perro y de su dueño. ¡Es el maldito viejo que me vendió esta casa! ¡Él fue quien la pintó de blanco!

Comienzo a sollozar ahogadamente. El hombre situado detrás del escritorio intercambia unas palabras con el fortachón de bata. Con una mirada severa este último me toma del brazo y yo me dejo conducir.

Bajamos las escaleras hasta llegar al sótano, donde sigue el cráneo, sonriente, burlándose de mí. Afuera, el tiempo sigue cortejando a los gemidos de mil ayeres.

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