Por: Elko Omar Vázquez Erosa
En vista de los hechos catastróficos que amenazan a la especie humana y en mi calidad de testigo “privilegiado” de los primeros brotes de la epidemia, me he decidido a rendir el informe requerido por las autoridades de este Gobierno Provisional del Refugio Ártico, a pesar de los serios trastornos que esto me ocasiona y con la esperanza de que las siguientes líneas puedan arrojar una luz sobre las causas del fenómeno.
A pesar de mis limitaciones (ya que no soy un periodista y mucho menos, un literato) intentaré referir los pormenores de lo ocurrido, y las teorías que formuló el Comité Interdisciplinario de Especialistas en Montola, S.A., así como mis propias impresiones.
Lo cierto es que nadie sabe cómo empezó todo, simplemente los hombres comenzaron a transformarse en insectos o en algo parecido que la comunidad científica, a falta de mejor nombre, bautizó como androartrópodos.
Aún se discute si los primeros casos se dieron en los Estados Unidos o en China, pues las autoridades de dichos países procedieron con el mayor sigilo, pese a lo cual se filtraron en Internet algunos informes que detectamos muy tarde y que en su momento nadie creyó por razones naturales que hoy han desaparecido a la luz de la monstruosa evidencia.
En lo que a mí concierne, me vi envuelto en los hechos durante la primavera del año pasado cuando los directivos me requirieron para revisar a un obrero que presentaba extraños tumores: de su cabeza y de ambos costados a la altura del vientre asomaban protuberancias, sin que nadie hubiera dictaminado la causa. Asimismo sus globos oculares estaban llenos de burbujas que se presumían una infección de la córnea.
Durante varios días tuvimos al obrero en observación, y las protuberancias de la cabeza se fueron desarrollando hasta formar antenas; en los costados aparecieron sendas patas y sus ojos se volvieron complejos ante nuestro asombro.
Temerosa del escándalo y como en la empresa se manejaban algunos isótopos radioactivos, la dirección no escatimó recursos y formó un grupo de especialistas:
El doctor Celso Manslow, genetista; la doctora Casandra del Fuete, exobióloga y feminista; el profesor Mauricio Macarrones, investigador y, entre muchas otras eminencias, Rosy Hernández, lo cual resultaba un insulto.
Esta mujer, divorciada, cuarentona y seca, uno de los especímenes humanos más hipócritas y mediocres con que nunca antes me haya topado, se había auto nombrado “oreja” de los jefes, por lo que acudía a recibir a los investigadores, les mostraba las instalaciones de la planta, les ofrecía un café, un refresco, algo de comer, les contaba sus penas y alababa a la compañía (esperando que alguien dijese algo en contra) pero el brillo estúpido y culpable de sus ojos la delataba. Era completamente ridícula y, a pesar de su falta de preparación, pretendía juzgar el trabajo de los sabios.
Ahora bien, el Comité siguió creciendo ante la imposibilidad de hallar una solución, así conocimos a Manfredo de la Rosa, filósofo; Volsandokan de Andrómeda, astrólogo; Epifanio Cahuich, shamán; Lindoro Cajiga, profesor de literatura, y demás caterva de locos que barajaban las más extrañas teorías. Finalmente el Comité Interdisciplinario se dividió en tres grupos de opinión que fueron bautizados como: “Los Alienistas”, cuyos principales exponentes eran la doctora Casandra del Fuete, Volsandokan de Andrómeda y Epifanio Cahuich; “Los Mentalistas”, representados por Manfredo de la Rosa y Lindoro Cajiga y; “Los Soda-Pop”, encabezados por el doctor Celso Manslow y el profesor Macarrones.
El día señalado para que el Comité rindiera cuentas se presentaron los altos directivos y (aún no me explico de qué manera o bajo qué credenciales) Rosy Hernández, la operadora metiche.
La primera exposición estuvo a cargo de “Los Alienistas”. La doctora del Fuete comenzó argumentando la imposibilidad matemática de que el nuestro fuese el único planeta del universo con vida, luego nos presentó multitud de casos ovni que se presumían reales, procedió a mostrar gráficos y fotografías de supuestos seres extraterrestres y concluyó diciendo que muchos de ellos presentaban la estructura de un insecto o, con más propiedad (debido a las muchas variantes) de un artrópodo. Propuso el término androartrópodo (que después volverían popular los medios masivos). Aquí entró Volsandokan de Andrómeda diciendo que había evidencias de contactos extraterrestres en la antigüedad. Defendió la consabida teoría vonikeana de que las pirámides de Egipto, la civilización maya, las estatuas de la isla de Pascua y demás, eran obra de los extraterrestres. Asimismo señaló la convergencia de muchas profecías. En este punto el licenciado Antonio Buitrón, presidente de la sucursal de Montola en que laborábamos, se revolvió nervioso en su lugar, temiendo las carcajadas de los directivos extranjeros. Cahuich intervino diciendo que escuchaba voces extraterrestres de unos “seres de luz” que prometían el nacimiento de una nueva especie híbrida.
—No teman, señores. Se avecina una era en que los elegidos accederán al reino del mañana.
Tocó el turno a “Los Mentalistas”. Manfredo de la Rosa explicó que los antiguos creían no en el progreso de la raza, sino en la decadencia de la misma, cosa que se podía ver en los mitos que hablaban de lejanos héroes prodigiosos. Aseveró que somos el producto de nuestros pensamientos. Otorgó la palabra a Cajiga, quien explicó la pertinencia del arte para dar con una solución al problema:
—Señores, el artista es un hombre que habla en lenguas: ni él mismo comprende el mensaje metafísico de lo que llama ficciones.
Así, Edgar Allan Poe habría llegado a predecir un acto de canibalismo en sus “Aventuras de Arthur Gordon Pym”, mismo que después fue corroborado, pues el nombre de la víctima y del barco correspondieron al hecho que se dio luego de escrita la obra.
Llamó profetas a Lovecraft y a Kafka, siguió con una lista que incluía, entre otros, a Jonathan Swift, Borges, Dante, Swedenborg y al cineasta James Woods.
Manfredo de la Rosa agradeció a Lindoro Cajiga su sólida exposición y concluyó:
—Señores, somos el producto de nuestros pensamientos. Basta mirar en esta y otras compañías para advertir la evidente semejanza con una colmena, un panal o un termitero: todos del mismo color —señaló la ilustración de un monigote con la bata azul de Montola— el mismo instinto, la idéntica laboriosidad incesante. El fenómeno se debe a que el modo de vida del hombre ha cambiado su espíritu: no es nada más que una manifestación psicosomática extraordinaria. Kafka ya lo había dicho: el hombre reducido a la condición de un insecto.
Un helado silencio se adueñó de la sala de conferencias. Rosy Hernández permaneció con la boca abierta. Es evidente que no entendió nada de la explicación.
—¡Señores! ¡Por favor! —tronó el doctor Celso Manslow—. No debemos permitir que estos hechos fuera de lo común nos conduzcan a las esferas de lo irracional. Pido la palabra para el profesor Macarrones, portavoz de nuestro equipo de investigación.
Una vez concedida la palabra al eminente investigador, este procedió a explicar que las mutaciones obedecían a múltiples factores. Sugirió que los ataques epilépticos provocados por la televisión e Internet, así como las radiaciones de los teléfonos celulares eran responsables, en parte, de la metamorfosis.
—Asimismo creemos que las gaseosas expendidas por las máquinas de la compañía están contaminadas por agentes radioactivos.
Apenas pronunciadas estas palabras, Rosy Hernández, más montolista que los mismos dueños de Montola, saltó hecha una fiera y se prendió con ambas manos del cuello del profesor Macarrones.
—¡Mentira! ¡Mentira! —gritaba histérica—. Lo que usted pretende es desprestigiar nuestra fuente de trabajo.
Nadie sabía qué hacer. El profesor se retorcía entre las garras de la tipa. Al fin consiguió propinarle una fuerte patada, con lo que la operadora cayó al suelo. Cuál no sería nuestra sorpresa al ver que unas extrañas convulsiones recorrían el cuerpo de Rosy Hernández. Una espantosa y velocísima transformación, más allá de todas las palabras, se verificó ante nosotros, y en medio de ese tornado de locura y horror, me sentí como un náufrago, como un huérfano de la naturaleza y del orden cósmico que habíamos conocido y que ya presentía moribundo.
El engendro agitó las alas y voló hacia el profesor Macarrones, a quien rodeó con sus patas velludas y le hundió la trompa en la garganta, y enseguida tuvo lugar un hecho escatológico que es preferible omitir, ya que está perfectamente documentado. Basta decir que al final del proceso el profesor y Rosy Hernández se habían fusionado en lo que parecía una estructura discordante de cucarachas en el fondo de una masa gelatinosa, pestilente y burbujeante.
Todos huimos del salón, asqueados y confusos. El licenciado Antonio Buitrón daba de gritos, los visitantes extranjeros exclamaban que se sellara el cuarto, orden que se cumplió con la mayor premura posible.
Conforme pasaron los días alguien comentó el hecho a una conocida cadena de televisión, cuyos jefes enviaron a un reportero, Erick Vázquez, quien luego llegaría a ser mi amigo. De él son las notas que anexo y que me dio poco antes de morir. Pueden servir para explicar mejor la situación, a pesar de las divagaciones de que adolece.
Notas de Erick Vázquez
17 de junio de 20…
Siempre he pensado que el periodismo es una basura. Yo, Erick Paradoja, circunstancialmente reportero de esta maldita televisora, poeta de nacimiento y desheredado por el sistema de los imbéciles, pude constatarlo este día apestoso de la manera más grotesca posible.
Recuerdo que solía fastidiar a Armando Aznar diciéndole que el oficio, al cual él parecía tenerle mucho apego, era similar a un hombre que se echara un clavado en un depósito de basura para tomar los pañales sucios que ahí estaban y luego proceder a “catarlos”, analizando el sabor para llegar a alguna conclusión.
En el colmo de la metáfora este día se presentó el idiota de Pablo Torres, un imbécil amigo del gerente de la zona norte, ese palurdo creído del ingeniero Federico Ibarra. Este último nos anunció que Pablo Torres era el nuevo director de noticias regional y para pronto el flamante filisteo trató de justificar su salario echándonos un sermón de calidad periodística y afán de investigación.
Sordo a las protestas por los bajos sueldos y los esclavizantes horarios, Pablo Torres (aquí intervino el ingeniero Ibarra, cerdo capitalista de la peor especie, para aventarnos un “speach” sobre la vocación), el directorcito recién estrenado, entró en una especie de paroxismo, lambiscón hacia arriba y prepotente hacia abajo, para soltarnos una serie de parrafadas que giraban en torno a la inconveniencia de que los “señores periodistas” se limitaran a recabar declaraciones de funcionarios.
—¡Hay que investigar, señores! ¡Es preciso darle a nuestro trabajo un valor humano, que refleje la problemática social! —decía el tipo mientras se agitaba como si fuera víctima de un ataque epiléptico.
Y entonces, ¡lo juro por lo más sagrado!, ese lame culos de mierda tomó el bote de basura que se encontraba en el suelo y vació su contenido en la mesa de redacción, ya de por sí asquerosa debido a los innombrables caldos intelectuales que ahí se cocinaban diariamente en un afán siempre creciente de satisfacer el apetito del vulgo por la supuesta novedad.
—¡La noticia se encuentra en todos lados! —chilló en el colmo del éxtasis—. ¡Incluso en la basura! ¡A ver! —dijo mientras tomaba una lata de refresco vacía—, ¿cuántos obreros trabajan para fabricar este refresco?
Confieso que no me importaba lo más mínimo ni creo que a una persona razonable pudiera quitarle el sueño tan fastidioso tema. Pablo Torres prosiguió:
—¿Cuánto ganan los que producen el líquido? ¿Cuáles son sus problemas, sus sueños, su situación laboral? —comenzó a arrojar espuma por la boca—. ¿Qué cantidad de aluminio de origen nacional se emplea en la fabricación de los envases, o son importados, o qué rayos?
El despreciable sujeto nos “obsequió” una mueca espantosa, que quería significar una sonrisa de inteligencia, de la paternal comprensión que un gran sabio brindaría a un grupo de monos amaestrados y, corriendo de un lado para otro, atacado de convulsiones, agitaba ora un papel higiénico que había tomado de la mesa, ora una colilla de cigarro embarrada de lápiz labial, ora un cotonete lleno de cerilla, o la primera porquería en que fijaba la vista, y continuaba sugiriéndonos historias de “gran interés y contenido humano”. Yo deseaba que apareciera un condón para ver qué cara ponía.
El lamentable discípulo de Cloacina (que sospecho sea la musa del periodista), procedió a entregarnos unas órdenes de información tan difíciles de satisfacer, que tuve la seguridad de que ese día saldría del mugroso agujero que es la televisora hasta la caída de la noche.
El asunto se puso más complicado para mí cuando Carlos Arango, reportero recientemente destituido como jefe local de información, recibió una llamada telefónica. Una vez que colgó el auricular puso al tanto a las “altas personalidades” de la televisora (en un innoble afán de ganarse su buena voluntad, pese a que le habían dado una patada en el culo a favor de Jorge Ramos, un tipo aun más nefasto que él) acerca de un contacto que le hacía saber sobre un problema en la empresa Montola, ese ruin campo de concentración donde, según afirmó el soplón, cientos de obreros eran víctimas de mutaciones debido a agentes radioactivos. Me encargaron investigar el asunto y el cerdo de Ibarra me extendió la mano mientras preguntaba:
—¿Cuento con usted?
Obviamente debía decirle que sí.
Poco más tarde el camarógrafo Javier Campos y yo estuvimos ante las puertas de la planta y, como era de esperarse, los gorilas que las custodiaban nos impidieron el acceso. Decidimos hacer tiempo en un bar cercano y fingir que seguíamos tratando de introducirnos a las instalaciones de Montola. Apenas habíamos pedido un par de cervezas, cuando se nos acercó el profe Cajiga, especie de Don Quijote chaparro mezclado con un sátiro quien, luego de un breve saludo, comenzó a reñirme por perder el tiempo escribiendo para “los cochinos periódicos”.
—Pero ya no estoy en el periódico, profe, sino en la televisión —dije tratando, con una ingenuidad de mala fe, de demostrarle que a pesar de todo había hecho algún progreso.
—¡Tanto peor! Usted tiene talento literario y, si bien no se vive de eso, debería conseguirse un trabajo decente y dejarse de pendejadas que echan a perder su estilo.
¡Como si fuera tan fácil! Total que traté de cambiar de tema y pronto lo conseguí. Al preguntarme qué estaba haciendo en el bar durante horas laborales le platiqué al profe nuestra situación. Una mirada salvaje se dibujó en su rostro de sátiro quijotesco y, con una sonrisa maliciosa, nos comentó que él se encontraba brindando sus servicios a esos filisteos que, aparte de explotadores, eran unos imbéciles por no escuchar la teoría (bastante fantástica) que en conjunto con el profe de la Rosa había desarrollado…
Nota del doctor Carvajal: he suprimido un fragmento del relato donde Erick expone lo que ya se dio a conocer al inicio de este informe: las consabidas teorías del Comité Interdisciplinario y el horrible espectáculo de Rosy Hernández transformándose en un androartrópodo. A continuación exponemos la parte en que nos explica cómo logró introducirse a la planta:
Después de la increíble historia que nos contó el profe Cajiga y luego de dar diversos pretextos a la televisora para llegar tarde, salimos bastante borrachos. Javier Campos, el camarógrafo, se había descarado con el profe y sacó un buen “porro”, cuyos ingredientes activos provocaron la hilaridad del académico ante mi asombro, pues no le conocía tales costumbres.
Como había prometido, el profe nos introdujo a la planta a bordo de su camioneta Van, pues los guardias ni siquiera se tomaron la molestia de revisarla. Atravesamos los vacíos corredores de las asépticas barracas, subimos escaleras hasta llegar a un nivel sin mobiliario, en el que apenas cabíamos gateando, pues su única función era dar cabida a los ductos de aire acondicionado, la calefacción, la fibra óptica y otros sistemas. Una vez ahí el profe nos mostró, a través de unos cristales opacos, el terrible monstruo que confirmaba su relato.
Se trataba de una especie de insecto, pero del tamaño de un humano, el cual casi desaparecía en una masa gelatinosa y palpitante llena de huevecillos. Muertos de la risa Javier Campos y el profe Cajiga se fumaron otro “porro”, mientras apuraban el contenido de la botella de whisky que sacamos de contrabando del bar, previa propina.
Javier estuvo filmando al bicho que, después de todo, no había conseguido arruinarnos el día y, luego de recorrer el mismo camino y de darle las gracias al profe, nos dirigimos a su departamento para cepillarnos la boca, hacer gárgaras con líquidos que nos quitaran el aliento alcohólico, aplicarnos gotas para combatir el enrojecimiento de los ojos y un tanto de perfume.
El ingeniero Ibarra y sus lamentables compinches nos recibieron con una sonrisa de obsequiosidad comercial, nos trataban como a héroes de guerra y hacían como que no se daban cuenta de nuestro escandaloso estado, que pese a todas nuestras precauciones no habíamos podido disimular.
Luego de hacer una serie de llamadas nos dijeron que se trataba de una información muy delicada, que los asesores de Ibarra, con esa cobardía característica que nos hacía sonreír cada vez que solicitaban “periodismo de investigación” para luego asustarse, habían decidido esperar un poco, por lo que nos despidieron felicitándonos no sin antes recomendar mucha discreción. Así fue como nos cargaron de trabajo inútilmente.
La noche me sorprendió en casa con una buena botella de Whisky que me dispongo a sacrificar… salud.
Después de este episodio que nos relata Erick, sacerdote de Dionisos y poeta malogrado (esto último debido al materialismo imperante) se entretiene en brindarnos diversas historias poco edificantes que giran en torno a los bares y a la vida sórdida de la política y los medios de comunicación. A continuación incluyo otra parte de su diario que puede interesarnos:
13 de julio de 20…
Los directivos de la televisora no hallaban como justificar sus exorbitantes sueldos ni acallar su conciencia, por lo que unos días atrás organizaron, como se acostumbra en estos casos, una especie de congreso que nos obligó a trasladarnos a la sede de la zona norte, en la vecina ciudad de Jarros, espantoso campamento industrial capaz de provocar el llanto a los mismos ángeles de la venganza. El ajetreo me impidió seguir llevando estos apuntes, por lo que trataré de ponerme al día.
Arribamos ese enorme ghetto que llaman ciudad y nos aburrimos de lo lindo escuchando las extravagancias de un atajo de imbéciles a cual más pintoresco: definitivamente en los tiempos modernos se premia la mediocridad debido al miedo (muy comprensible por cierto) que los rebaños de hombrecillos grises y “funcionarescos” tienen hacia los hombres, ya no digamos grandes, sino simplemente creativos, críticos y vigorosos.
Durante la conferencia, a cargo del iletrado ingeniero Ibarra, Armando Aznar y yo pasamos momentos difíciles tratando de contener la risa ante las ocurrencias de dicho sujeto, quien a cada frase se volvía un comediante involuntario.
Entonces llegó el turno de nuestro flamante jefe local de información, el licenciado Jorge Ramos, quien comenzó a hacer diagramitas para explicarnos hasta el hartazgo lo que ya había expuesto unas doscientas veces en el transcurso de unas cuantas semanas. Carlos Arango se deshacía en vergonzosas caravanas que nos daban pena ajena y celebraba todos los chistes del licenciado.
—A ver, muchachos —dijo Jorge Ramos con esa voz de marica necio que siempre le ha caracterizado—, el objetivo… oiga, ponga atención —agregó molesto mientras se llevaba los puños a la cintura.
—Pero licenciado —trató de interrumpirlo una reportera.
—Time, time —acotó el tipejo con su habitual muletilla mientras ponía la mano izquierda a la altura del pecho, como si saludara a la bandera, y se daba golpecitos en la palma, de arriba hacia abajo, con la punta de la mano derecha—. Es que ya les he dicho, batillos —sacudió las manos a diestra y siniestra— que necesitamos más contenido humano en las notas, más producción. ¿Sí me entienden?
—Si se explica —murmuró la misma reportera para hacerle ver su mala educación. Jorge Ramos prosiguió como si no la hubiera escuchado:
—Las notas deben llevar una entrada con audio y video seguidas por un insert, de preferencia de alguna persona que viva la problemática, luego audio y video, insert; audio y video, insert, y cerramos nuestro paquete —afirmó Jorge Ramos al tiempo que hacía diagramitas sobre lo que iba refiriendo.
Así transcurrieron algunas horas que se nos hacían eternas y el congreso concluyó con una comida. Ellos se encargaron de hacernos el pan amargo con su amabilidad de gendarme y una retahíla de preguntas sobre los nuevos proyectos, con lo cual nos demandaban una adulación que no siempre conseguían.
Al fin llegó (en caridad de Dios) la hora de volver a casa. Jorge Ramos dispuso que regresáramos en caravana, lo cual se oponía a nuestros planes pues deseábamos emborracharnos. El maldito marica se adelantó y, cada vez que queríamos rebasarlo, sacaba la mano y nos hacía señas para que disminuyéramos la velocidad, hasta que Javier Campos se hartó, metió el pedal a fondo y perdió de vista la bonita fila india en medio de un concierto de pullas y majaderías que todos soltamos.
Arturo Balderrama le quitó el carro a Javier Campos pues deseaba conducir. Armando Aznar y Omartrikis comenzaron a joder con que tenían hambre (pese a que habíamos tragado hasta el hartazgo apenas un par de horas atrás), así que hicimos una parada en una licorería y, luego de proveernos de frituras y de cerveza a lo pendejo, continuamos nuestro camino mientras le hacíamos coro a las canciones que exudaba un discman que uno de los chavos había tenido el cuidado de traer.
Nos emparejamos a una caravana de soldados que nos parecieron fantasmales y que afortunadamente no nos interceptaron, pasamos por un retén de policías federales que buscaban droga y que no nos hicieron alto, nos detuvimos en el desierto para que Arturo Balderrama y Armando Aznar se pusieran a jugar luchitas mientras fumábamos unos cigarrillos, consumíamos un par de cervezas y contemplábamos la arena. Vimos pasar la ridícula caravana de Jorge Ramos y no hicimos el más mínimo esfuerzo por alcanzarla.
Nos emborrachamos escandalosamente y sufrimos el percance de una llanta reventada, pero nos valió madre y gastamos el rin hasta llegar a la televisora. Nadie quería entrar, yo me encontraba demasiado ebrio como para averiguar qué charra le habían contado al guardia o de qué manera lo sobornaron: no sé cómo llegué a casa…
Al día siguiente me levanté con una resaca espantosa, no obstante lo cual conseguí ponerme en pie y me dirigí a la televisora, donde reinaba la más extrema locura. Todos los canales mostraban al presidente de los Estados Unidos de América haciendo oficial que había surgido una nueva especie a cuyos miembros denominaban “androartrópodos”. Por su parte el presidente de nuestra querida república confirmaba lo dicho y pedía que no cundiera el pánico. Incluso entrevistaron a algunos científicos que afirmaban que no se trataba de una nueva especie, sino de un salto evolutivo de la humanidad.
Los teléfonos comenzaron a chillar, el director nacional de la televisora exigía imágenes y casi corrió a los directivos locales por no haber sacado las tomas del “androartrópodo” de Montola. El gerente administrativo local, Mauricio Garza, estaba a punto de cagarse por los nervios pues reconocía que de haber lanzado la nota habría conseguido una primicia a nivel mundial, pero él no era más que un vendedor y no podía saberlo.
Decidieron sacar la nota y establecer una serie de enlaces con diferentes sucursales de la televisora que me dejaron exhausto. El clima que vivíamos era como una espiral de irrealidad, de lenta aceptación hacia el nuevo orden…
*
Aquí concluyen los apuntes del diario de Erick que nos interesan para comprender el fenómeno. Durante los siguientes días el mundo que yo había conocido comenzó a desaparecer. Si bien al principio la gente aborrecía a los engendros y no sentía por ellos más que una mezcla de horror y asco, con el tiempo llegaron a ser tantos, que casi cada familia tenía entre sus miembros a un mutante. Así comenzó a debatirse sobre los derechos de los androartrópodos. La gente se manifestaba en las plazas públicas con pancartas que tenían leyendas como: “¡Los androartrópodos son nuestros hijos!” “¡Alto a la segregación!” “¡Por una convivencia pacífica!”
No se hicieron esperar las películas y los libros lacrimosos que abordaban el problema, y así fue creciendo la cosa hasta el punto de que se llegó a una legislación que prohibía el rechazo en el ámbito laboral contra la nueva especie.
Incluso se habló de que constituían una raza superior, ya que su fuerza física era prodigiosa. Todos querían transformarse en insectos: estaba de moda, y quien no lo aceptara tenía que ir por las calles con el sambenito del retrógrada.
¡Oh Dios! Aunque al principio parecía que sólo se guiaban por sus necesidades fisiológicas, dieron muestras de una inteligencia rudimentaria o degenerada, según se le vea, ya que manipulaban basura, al parecer con fines estéticos. Daré algunos ejemplos de estas demoníacas manifestaciones artísticas:
- Vomitaban sobre cúmulos de desperdicios.
- Perforaban chatarra.
- Colocaban una canica dentro de un salero de vidrio sin tapa.
- Tallaban muescas informes en trozos de concreto.
Posteriormente los “insectos” desarrollaron una especie de biotecnología que a todas luces carecía de sentido, pues según pude ver, entre las funciones de los aparatos se registraban algunas de las siguientes:
- Prendido y apagado de foquitos.
- Cubos que saltaban (hechos de metal y tejidos vivos).
- Prismas que se alimentaban de desperdicios orgánicos y que giraban vertiginosamente.
Pero me estoy extraviando. La cúspide del horror llegó poco después de los hechos consignados por Erick en su diario. Recuerdo que dicho sujeto acudió al departamento del profe Cajiga (con quien yo había cultivado una amistad) cayéndose de borracho y con la camisa llena de sangre: tenía el rostro desencajado.
—¡Es horrible, se están apoderando del mundo! ¡Esos bichos asquerosos!
—Cálmese, Erick, cuéntenos todo desde el principio. ¿Por qué viene en ese estado? —preguntó el profesor Cajiga.
Erick sacó una libreta en la que llevaba su diario y nos la entregó, pues dijo que tal vez podría servir para detectar las causas del surgimiento de los androartrópodos. Agregó que estaba totalmente convencido de que la teoría del profesor Cajiga y su colega era verdadera y, luego de maldecir hasta el cansancio a los seres, comenzó a relatar:
Los directivos de la empresa, a los que todos rechazaban por presentar los primeros síntomas de la mutación, ordenaron a Erick Vázquez y a Javier Campos que investigaran sobre un supuesto culto a los extraterrestres.
—Era una charada y creo que ellos lo sabían —señaló mientras se servía un vaso de whisky y encendía un cigarrillo.
Supuestamente debajo de una glorieta se encontraba un platillo volador donde existía conocimiento para traer una nueva era a la tierra. Erick Vázquez y Javier Campos compraron una botella de tequila para soportar mejor la estúpida jornada de trabajo y se acercaron al monumento. Luego de tomar algunas imágenes procedieron a cumplir con el requisito de recabar entrevistas a los idiotas babeantes que cantaban dando vueltas a la glorieta y aseguraban que a través de una puerta secreta, ubicada en una biblioteca cercana, se podía acceder a unos túneles que conducían a la nave, oculta por el gobierno décadas atrás.
Lo cierto es que los androartrópodos preparaban algo y tomaron como punto de reunión el monumento, pues cuando Erick y Javier se pusieron a hacer preguntas sobre el culto los seres se mostraron francamente hostiles y comenzaron a rodear a los periodistas.
Pocos minutos después arribaron al sitio los miembros de un partido de izquierda, de esos que defienden lo indefendible, y con un altavoz exhortaron a los androartrópodos a atacar a los humanos.
Erick vio cuando la pinza de uno de los androartrópodos atravesó a Javier por la espalda hasta salirle por el pecho: los engendros olfatearon la sangre y se abalanzaron contra el infortunado camarógrafo, quien poco después falleció. En seguida volvieron su atención hacia el reportero, quien consiguió escapar por un hueco que había dejado la deforme muchedumbre y, luego de errar durante horas por las calles de la ciudad, llegó a su departamento para recoger su diario y dirigirse a la casa del profesor Cajiga, con quien yo había estado revisando un material desde la mañana, por lo que no nos habíamos enterado de lo que ocurría afuera.
Al parecer los androartrópodos se congregaron en la glorieta y luego comenzaron a apoderarse de la ciudad, cuyos edificios bañaban con una especie de baba para construir puentes y túneles membranosos y matar a los humanos.
*
Al concluir su relato Erick se sirvió una copa que vació de un trago, encendió un cigarrillo, volvió a llenar su vaso y se recargó cerca de una ventana. Repentinamente, una pinza destrozó el cristal, desgarró las cortinas y decapitó al reportero, cuya cabeza rodó grotescamente a nuestros pies mientras sus labios aún sostenían el cigarrillo.
Yo me quedé paralizado, pero el profesor Cajiga se abalanzó vertiginosamente sobre un mueble secretario para apoderarse de un par de pistolas calibre 45, así como de una pequeña maleta repleta de balas y, luego de entregarme una de las armas y ordenar que me llenara los bolsillos de parque, amartilló la pistola apenas a tiempo para destruir a uno de los monstruos que destrozaba la puerta con la intención de asesinarnos.
El profesor Cajiga se deshizo de los restos de la puerta y se lanzó a las calles de la ciudad disparando a diestra y siniestra. De los cuerpos de los androartrópodos salpicaba escandalosamente una sustancia blanca, similar a la que surge cuando un hombre aplasta a una cucaracha.
Encendimos el radio del automóvil del profesor Cajiga. Así nos enteramos, gracias a la voz histérica del locutor Fernando Arredondo, quien invocaba al doctor Mengele para acabar con la nueva raza, que los humanos se habían escondido en las instalaciones de la policía, en las fortalezas del ejército, en edificios grandes como universidades y ciertos supermercados, por lo que el profesor Cajiga decidió dirigirse a una de las instalaciones de las fuerzas armadas.
Luego de una serie de trámites y revisiones a cuál más fastidiosos los militares nos permitieron entrar a la base. Los soldados se encontraban paranoicos y el único que parecía tener cierto control era un hombre moreno, casi un gigante, que había sido uno de los guardias de seguridad del comandante del cuartel.
El profesor Cajiga se dio a la tarea de organizar la defensa expresándose a través de gritos destemplados que conquistaron el respeto de la soldadesca, excepto el del gigante, quien se burló del profesor. Lindoro Cajiga saltó para alcanzar el rostro del ex guarura mientras profería un grito salvaje. Fue muy extraño ver suspendidos en el aire, por un segundo, los tacones de las botas que calzaba el hombrecillo, saltando para abofetear a un guerrero entre la mejilla izquierda y el cuello.
—¿Te quieres morir, pendejo? —gritaba el profesor Cajiga, mientras el soldado trataba de asimilar esa muestra de furia…
Acaso el hombre que se sirve de la fuerza termina obedeciendo a la inteligencia. No sabría decirlo pues la vida me ha enseñado que la estupidez es premiada por las organizaciones. Lo cierto es que ese gorila se sometió al profesor, quien comenzó a transmitir sus órdenes para defender las murallas de la base militar frente a los repugnantes seres.
Fue un instante de paz, algo como la sensación que se apodera del hombre que se sitúa en el ojo de un huracán. Durante esos instantes nos enteramos a través de Internet de que en algunos países los androartrópodos habían perecido a granel debido al frío, por lo que a principios de verano mucha gente pensó que se habían extinguido, pero los seres ovopositaron y su progenie regresó en meses más cálidos.
Era espantoso, una vez más las superpotencias se nos habían adelantado en la estúpida carrera hacia el suicidio de la especie humana. Mientras tanto se escuchaba la metralla arrancando el asqueroso fluido de los seres que se arrastraban, saltaban y volaban con alas membranosas. El profesor Cajiga dispuso que los humanos ocultos en la base militar se dirigieran al Refugio Ártico establecido por la Organización de las Naciones Unidas, y de cuya existencia nos enteramos gracias a Internet.
El resto constituye una especie de pesadilla en mi memoria, misma que aún ahora se niega a creer aquellas escenas dantescas durante las cuáles vi a un androartrópodo despedazarse, en su insufrible estupidez, contra las hélices del helicóptero en el que volábamos.
Huimos de una ciudad colmena, idéntica a las muchas que encontramos durante el éxodo que habíamos emprendido a bordo de aviones y helicópteros hacia el ártico. El profesor Cajiga murió, de una manera tan horrible que es imposible de relatar, durante una de nuestras incursiones a bases militares y aeropuertos civiles con el fin de apoderarnos de combustible y víveres.
*
No sabría decir cómo empezó el Armagedón… ya nadie quería ser poeta, mago, caballero andante o filósofo —tampoco humano— en cambio se volvieron insectos que hervían incesantemente en complicadas galerías: todos del mismo color, la misma imagen, el mismo instinto. Yo anduve entre ellos, roían los pliegos dorados donde habíamos apuntado nuestros sueños. Vomitaban una especie de cera y con ella construían estructuras interminables que desafiaban toda lógica, y así llenaron de puentes membranosos, de torres gelatinosas y túneles viscosos el cielo y las entrañas de la tierra.
Yo los veía horrorizado diversificarse, reproducirse sin recato en todos los rincones. ¡Qué extrañas quimeras! ¡Qué de caldos primitivos y batir de alas! Finalmente se volvieron una suerte de gusanos ciegos y estúpidos deshaciéndose en gorgoteos, arrastrándose en las calles donde dejaban un trazo de pez negra y maloliente.

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