Océanos de tiempo

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Flor, no te marchites, un cementerio duele sin ti, y entre estos muros de piedra, lejos de todo lazo exterior, nos tiñe un silencio de muerte que irrita el alma de los vivos y, ¿quién sabe?, quizá también a los que no se fueron.

El zumbido de los moscos, pequeños alaridos infernales; las espinas de un rosal, para hacerme una corona. Y me pregunto si soy el señor de este paraje, o simplemente un prisionero.

Los espíritus callaron y legiones de insectos bailaban a mi alrededor, y el humo del incienso me hizo llegar miles de experiencias; y a través de la distancia, a través de este mar de suaves ondulaciones, tu rostro presente en los médanos del tiempo. ¡Frío y cruel es tu recuerdo!, si tan sólo, nunca te hubiera conocido.

Detrás de los golfos de la fiebre, el estigma del sepulcro cuya tierra es suave y floja. Tras la cómoda pérdida de la razón no hay futuro y, después de todo, nada que perder. ¿Para qué preocuparse? Cúbrame el velo de la muerte con sus fríos dedos…

 

Una mirada a las montañas fue suficiente y caminé entre la bruma, al borde de la noche y del absurdo. Te vi sentada en un sillón, en medio de un paraje desolado. Los árboles secos extendieron sus ramas hacia nosotros, como garras nacidas en la mente de un maniático.

—No te sientes ahí —dijiste, y no escuché. Mi cerebro tarda en carburar.

—¡No! Ahí está sentado un amigo.

La silla mecedora, vacía, solamente ocupada por un fantasma, pero me acomodo en el piso y comienzo a mirar las formas volubles de los árboles, que provocan sonidos espectrales cuando pasa el viento a través.

—Mira…

No es a mí a quien le hablas, pues cuando lo haces, te diriges al vacío lugar; y en tu mano, una pantalla de vidrio que es parte de tu cuerpo, como si algún loco te la hubiera incrustado. En la superficie, figuras grises y cambiantes; luego aparece una vieja desnuda, bailando un rock duro, y sus esqueléticos miembros se agitan convulsivamente —y tu carcajada me estremece— tu lengua en pinceladas sobre esos delgados y rojizos labios, invitando a soñar. Abajo, una carretera se extiende interminable, pero es una carretera vacía. Nadie pasa por ella.

—Te equivocas —me dices, con una voz desconocida, rasgas la tela de mi disfraz, te abres paso por mi mente y me arrancas el pensamiento:

—Por ahí desfilan los fantasmas.

Un hombrecillo enjuto asciende la escarpada colina y, algunas veces, apenas se sostiene con las uñas, hasta que la sangre resbala por sus manos. Una vez junto a nosotros muestra un maletín abierto que no sé de dónde sacó. Ensaya una especie de sonrisa —falsa— como la ilusión de la ciudad.

—¿Compra cepillos? —pregunta.

En los alrededores, algunas ruinas de adobe que se desmoronan poco a poco, ante el paso del tiempo, del viento y de la lluvia.

 

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