Exacta relación de los hechos maravillosos acaecidos cuando mi primo Elco debutó en el oficio de sacamuelas

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Mi primo Elco, “Tito” de cariño, se encontraba en el solar de la casa del pueblo en compañía de varios de sus compinches reparando, por centésima ocasión, a “La Chola”, una vieja camioneta pick up o “troka”, como les dicen en Chihuahua; muy a pesar suyo a ese trasto antediluviano le era diferida, una y otra vez, una merecida jubilación y gimoteante y todo aún era capaz de trasladar enormes haces de leña, pacas de alfalfa, chanchos y hasta piedras, ello a pesar de los bárbaros tratos que recibía por parte de mi primo, como en aquella ocasion cuando se quedó sin gasolina y Tito la obligó a continuar su camino hasta el rancho a punta de diáfano, en medio de un concierto de tosidos, emitiendo humaredas y sacudiéndose como una revolvedora de cemento.

Pero volviendo al solar de la casa del pueblo, donde estaban reparando la camioneta, de pronto apareció la triste figura de don Laurito, viejo amigo de la familia quien frisaba los noventa años.

—¡Buenas tardes, don Laurito! —lo saludó mi primo, muy efusivo.

—¡Mjh! -contestó don Laurito con un gruñido, contradiciendo su natural afable.

—¡Po’s qué malas caras ha recibido, don Laurito! —continuó Tito.

—Es que traigo una muela que me está matando y no tenemos dentista en el pueblo desde hace cuatro meses; voy a tener que ir a Ciudad Guerrero y no tengo dinero.

Entonces Tito notó la hinchazón en la mejilla izquierda del patriarca: parecía como si se hubiera metido un durazno, a falta de bolsillos, para comérselo más tarde.

—¿Y por eso anda enojado? ¡Uta! “Orita” lo arreglamos -dijo mi primo, muy acomedido, y al pobre Matusalén se le humedecieron los ojos, de puro agradecimiento.

Tito agarró unas pinzas perras llenas de aceite: hasta eso que las sacudió un poco y les pasó una estopa, y con una entereza admirable procedió a la operación:

—¡Abra bien la boca!

—¡Ay ay ay ay ay!

Era cosa rara y maravillosa verlo en tales menesteres: la muela mala de don Laurito no se dejaba atrapar, hasta que ocurrió lo inevitable…

Las malas lenguas refieren, y de esas hay muchas, que mi primo trazaba zarcillos celtas y fantásticos arabescos en el polvo del solar sirviéndose, como si de un arado se tratase, de esa antigua osamenta; agrega Chendo, pelando los ojos, muy abiertos:

—¡Eran unas “arrastraderos”, oiga, como surcos largos y profundos que hubiera dibujado un borracho en un tractor enloquecido.

Por su parte Eleuterio refiere que se escuchaban unos gritos atroces, que hacían pensar en una película de Hellraiser, misma que vio en una copia pirata y que lo dejó muy impresionado.

A su vez Mundo, para echarle más olotes al fuego y dar tema a las chismosas del pueblo, afirma que la muela no salía, y que la momia se agarraba con ambas manos del hercúleo brazo de mi primo quien, inmisericorde, continuaba arrastrándolo, como si quisiera llevárselo a las mismísimas profundidades del Erebo.

Los relatos de Remigio son los más aterradores: dizque elevaba, suspendido de la pieza dental, al pobre viejo por los aires, como un cometa deslucido y tras derribarlo al suelo, se apalancaba estampando un pie calzado con bota texana, del 11, en el flaco pecho, para luego tirar de la muela con las pinzas perras.

Nicéforo es más moderado en la reconstrucción de los hechos y comenta que son puras exageraciones: que Tito nada más estuvo a punto de arrancarle la cabeza, con todo y muela, a don Laurito, y que tiró de la misma como tres veces (cuando está borracho el número de jalones sube a siete y, si continúa bebiendo, a nueve).

Mi primo niega todo lo anterior y dice que de un solo tirón con las pinzas perras sacó de entre las fauces de don Laurito una muela prehistórica, que todavía anda en un frasco entre los cachivaches de la galera; pero que no se ha dado a la tarea de buscar.

Hasta se vio tentado, señala, a imitar a mi hermana Alicia y estudiar odontología; pero muchas son las labores del campo, amable lector, por lo que la ciencia ha de privarse de tamaño talento.

—Además, primo —abunda mientras parte un trozo de requesón con un afilado cuchillo y yo lo escucho atentamente mientras fumo un cigarrillo y me tomo una medida de whisky en una taza de peltre, desconchada— a mí nunca se me ha muerto ni un marrano después de castrarlos y tampoco es que se me fuera a morir don Laurito, ni Dios lo mande, como dicen esas comadronas; tras la operación le di anestesia y desinfectante y a los tres días el viejo ya no traía la hinchazón en el cachete y andaba bien contento, como una castañuela.

—¿Y qué le diste, primo?

Dice que tiene, junto a las jaulas de los gallos de pelea, una garrafa de alcohol de caña, de 60 grados, que utiliza para curar a las aves tras las peleas, y que Laurito le dio un trago largo, largo, largo, y que entonces sí que se fue trazando los tan mentados zarcillos celtas y los fantásticos arabescos por todo el camino hacia su casa.

Ya decía yo que esos chismosos exageraban la barbarie de mi primo, y es que siempre han envidiado a nuestra familia.

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