Soy la ciudad del llanto

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

soy la ciudad del llanto

Bela Lugosi, Vincent Price y Ratón Malo nos encontrábamos en una zona pantanosa, a orillas de la carretera, contando historias de fantasmas cuando Bela, quien se acababa de administrar una dosis de heroína con la hipodérmica, comentó:

Entre las figuras demoníacas más interesantes de la historia merece un lugar especial Bertran de Borne quien, según Dante, fue castigado debido a su orgullo desmedido de guerrero y poeta con la condena de vagar toda la eternidad sosteniendo su propia testa de los cabellos.

—Ciertamente un tío interesante —afirmó Vincent Price mientras encendía un cigarrillo y se servía una copa de merlot—: Bertrand amaba demasiado la guerra, como se refleja en sus bellos poemas, pero el paisaje me parece más apropiado para recordar a Sheridan Le Fanu, maestro irlandés de la Ghost Story que, hablando demasiado de fantasmas, terminó infestado de presencias invisibles. ¿Qué opinas al respecto, Ratón? ¿Hay algún escritor que te llame especialmente la atención?

Al tiempo que Alfred, mi mayordomo, nos servía unos canapés, señalé:

—Me viene a la memoria Aleister Crowleyy su Liber Al Vel Legis, y cito: «Nosotros no estamos por los pobres y los tristes: los señores de la tierra son nuestros parientes».

—Y agrega:

«¡Escojan una isla! ¡Abónenla con ingenios de guerra! Les daré un ingenio de guerra. Golpearán a la gente y ninguno les hará frente».

—Aleister continúa y me da miedo:

«Estoy en una cuádruple palabra secreta, la blasfemia contra todos los dioses de los hombres. ¡Los maldigo! ¡Los maldigo! ¡Los maldigo!».

«Con mi cabeza de halcón picoteo los ojos de Jesús que cuelga sobre la cruz».

«Bato mis a alas en la faz de Mohammed y la ciego».

«Con mis garras lacero al hindú y vuestros credos crápulas».

«Que María inviolada sea despedazada sobre ruedas, que por amor a ella todas las mujeres castas sean profundamente despreciadas en medio de vosotros».

—Un tío bastante tenebroso —afirmó Lugosi—: es de notar el parecido que sus dioses tienen con los de Lovecraft. Algunos autores afirman que Sonia Greene, la esposa de H.P.L., conoció al mago negro en una conferencia.

Comenzaba a anochecer: de pronto el bosque se iluminó y un espantoso platillo volador se posó sobre nosotros:

—¡Demonios! —exclamó Vincent Price—. Los homo capensis, que nos acompañan y fastidian desde antes de la Edad de Hielo, nos han encontrado.

—¡Alfred! -grité—. ¡Desconecta la batería de la limo!

Era demasiado tarde: los homo capensis lanzaron un rayo y dejaron inutilizado el vehículo para luego desaparecer, vertiginosamente.

—Lo que nos faltaba —dijo Lugosi.

Caminamos hacia la carretera para detener un autobús; pero ya estábamos picados y como no dejaban fumar Alfred esperó a que se apagaran las luces del bus para servirnos unos cigarros electrónicos y algo de merlot.

Los árboles añosos corrían con celeridad a los lados de la carretera; las luces bailaban, filtrándose por las ventanas del cacharro.

—¿Se han fijado? —dijo Vicent.

—¿Qué cosa?

—Todos los pasajeros están momificados.

El chofer, un esqueleto enfundado en unas vestiduras con capucha hacía caso omiso a nuestras sentidas protestas y manipulaba la palanca de velocidades.

El paisaje comenzó a cambiar: la cinta asfáltica se había convertido en una espiral demencial y flotante, con estalacticas y raíces secas bajo ella.

A lo lejos se veían las luces escarlata de la ciudad de Dite: Bela abrió una de las ventanillas y los alaridos de los demonios aéreos inundaron, por un instante, el autobús.

—¡Ciérrele, por Dios! —pidió Alfred—. Todavía no estamos tan desesperados como para arrojarnos al vacío: además aquí tenemos calefacción y bocadillos, y nos queda algo de scargot, y tostadillas para untar sobre ellas.

—Lo malo es que —dijo Vincent Price— si vamos a permanecer en este autobús por toda la eternidad, como me temo, en breve se nos acabarán las provisiones.

Con una mueca de espanto Bela Lugosi sacó el estuchito que cargaba para ver cuántas dosis de heroína le quedaban: se sorprendió al ver que el estuchito estaba lleno.

Miré a Alfred y el comprendió: se apresuró a revisar el equipaje y se encontró con una provisión infinita de delicatessen.

—Al parecer, niño Elko, la eternidad nos ha provisto bien.

—Menos mal, Alfred, menos mal.

Seguimos bebiendo y, como no había quien nos regañara, encendimos unos habanos.

—El señor no se ha tomado su pastilla de zinc para los nervios: ya sabe que su organismo no lo asimila bien y debe cuidarse —comenzó a fastidiar Alfred y como se pone insufrible si no le hago caso acepté la oblea y la botellita de agua purificada que me ofrecía mi mayordomo.

Como duendes bailarines las luces de las distantes ciudades infernales se colaban por las ventanillas del autobús.

 

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