Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Papá era casi tan guapo como yo: diríase una versión morena clara de este Apolo redivivo.
Cuando papá llegaba, imponía su presencia: no había quien le sostuviera la mirada.
Le hubiera gustado irse a la guerra de Vietnam y cosechar más glorias para nuestra raza de locos, guerreros y poetas. Incluso (ya que era casi tan listo, y guapo, como yo) le habían dado la Flor de California por ser el estudiante más brillante de su generación en un colegio gringo, donde lo amaban.
Una vez salieron de excursión a unos balnearios donde papá se encontró con un letrero, que decía:
“No se admiten perros, ni mexicanos”
Y es que los gringos no sabían apreciar a un criollo, esos mestizos de USA.
—No te preocupes, Charlie, ahorita lo arreglamos —dijo la teacher; pero papá respondió que de mejores lugares lo habían corrido, por ejemplo de la tienda de don Chuy, el de la esquina, y los mandó a Chihuahua a un baile —tres veces, si fueran necesarias—.
Al concluir sus estudios recibió una beca para la Universidad de Stanford y otra de Inglaterra para ser aviador de guerra y combatir en tierras extrañas; pero la abuela Blanca, desde el rancho, le dijo que no:
—Si te vas, Carlos, ya estás muerto para mí.
Y cuando la mamá de un mexicano dice que no, es que no. Que “nanay”, que “nel pastel”.
El Ejército mexicano no pintaba para nada —poca gloria había en realizar acciones policíacas— así que papá hubo de conformarse con ser ingeniero agrónomo y obtener premios de consolación como la llave de la ciudad de Chiapas, por ser ciudadano distinguido: adiós, adiós sueños de conquista.
Hoy por hoy los ingenieros me parecen, en términos generales, unos obreros especializados que se ofenden si se les confunde con un licenciado.
—¿Licenciado? ¿Yo? ¡Pero si yo sí estudié!
Y yo sí aprendí a leer, y leo.
Esa regla no aplicaba a papá: recuerdo las tardes con mi padre charlando de historia, de filosofía, de literatura.
A papá le gustaban los escritores rusos, las películas de la Segunda Guerra Mundial y, excepto Drácula, nada sobrenatural: y es que era un ateo confeso si bien, más tarde, cuando yo andaba en borracheras, se le daba el misticismo y le enseñé a rezar.
Papá tenía una mirada que nadie, ni siquiera un tipo de dos metros de estatura, enfrentaba, y si lo hacía se atenía a las consecuencias: una vez lo vi abatir a un ruso enorme de un puñetazo; pero esa es otra historia.
Por otro lado alguien me regaló un hermoso conejo blanco y, al llegar las vacaciones, papá me llevó al rancho “El Refugio”, en Temósachi.
Admiraba yo sus botas cowboy, la navaja al cinto, con funda de cuero hecha por los indios; pero preguntón como era y soy, lo interpelaba:
—“Apá”, ¿por qué usas botas cowboy y texana (sombrero norteamericano)? ¿No dices que esas son cosas de gringos?
Yo se lo preguntaba mientras mi conejo blanco comía pasto, a medio camino, en el rancho de un amigo.
—“M’ijo” (y por cierto mucho le debe el rancho “El Refugio” a los brazos de los gringos, a quienes tu bisabuelo puso a trabajar), las botas y el sombrero vienen del siglo de oro de la España: los gringos las copiaron; además nosotros hacemos mejores botas.
Ese día papá me regaló una navaja suiza que aún conservo, una de esas curiosidades que traía cuchillo, tenedor, cuchara y otras vaciladas: la funda india, lamentablemente, ya no existe.
Papá tuvo muchos errores —casi tantos como yo— pero, como diría Ortega y Gasett: el hombre es él y sus circunstancias; así que lo perdono y espero, donde quiera que esté, que él perdone mis yerros.
Debo decir que nunca, nunca me pegó mi padre (para corregirme le bastaba la mirada) porque, según decía, no se le pega a los niños, ni a las mujeres, ni se les revisa el bolso, que es sagrado.
Acerca de la supervivencia del alma papá decía que “muerto el perro se acabó la rabia”. Quizá su esencia sobreviva en algún lugar, acaso tan sólo en mis recuerdos y en mi imaginación.
Llegamos a Temósachi y papá, embustero como todos los árabes, dejó a mi conejo blanco en el rancho, y dijo que estaría bien; pero ahora sé que mi tío Elco —otro pistolero— se lo comió con cebolla, tomate y chile.
Y así se acabó la historia…
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