Por: Elko Omar Vázquez Erosa
“Crónica de un país bárbaro”, por más que se ignore, es a los chihuahuenses lo que la Iliada a los griegos, ya que si bien no se trata de un poema épico en el estricto sentido de la palabra, este texto busca reflejar las pasiones de un pueblo que se ha vuelto heroico a fuerza de luchar contra la adversidad.
Lo irónico del caso es que el poeta de la “chihuahuaneidad”, horrible término acuñado (o por lo menos popularizado) por el controvertido gobernador de Chihuahua, Patricio Martínez García, es de origen “chilango”, personaje colectivo al que odian los “chihuahuenses” (en realidad era de La Paz, Baja California, pero radicó muchos años en México).
Y es que tal vez lo que más critica el chihuahuense en el chilango es de lo que más adolece: me explico:
El chihuahuense se ve a sí mismo como un retrato del lema que aparece en su escudo: “Valentía, Lealtad y Hospitalidad”, algo así como el noble salvaje, no obstante que el término se aplica mejor a la gente del bosque, mientras que el chihuahuense es más parecido al árabe del desierto, al cartaginés (de cuya raza es gloriosa excepción Aníbal Barca), a un hombre obligado a convertirse en un comerciante y en un cruel simulador, y es que el árido entorno no deja muchas opciones.
Haciendo a un lado el fallido intento que Fernando Jordán hace del innoble, perdón, “noble salvaje”, podemos decir que este libro, que se lee como una novela, constituye una mezcla de sentimientos e hitos históricos (muchos de ellos expoliados, con mucha fortuna, de las acartonadas crónicas de Panchito Almada).
De esta forma Fernando Jordán, el “chihuahuense-chilango”, cartaginés que busca reflejarse, aunque sea de pasadita, en un noble reflejo, construye su “Crónica de un país bárbaro”.
Fernando Jordán es un poeta que trasciende su condición de periodista y jornalero de la pluma y, antes de despedirse en el máximo de los desdenes que un hombre puede mostrar al mundo (el suicidio), emprende un viaje a un universo que admiraba profundamente.
Así nos hace saber que Cabeza de Baca fue el primer blanco en pisar estas bravías tierras, no obstante que “Estebanico el negro”, hombre del desierto, terminaría por quedar atrapado en este mundo de espejismos, convirtiéndose así en el primer colonizador.
Y es que Chihuahua formaba parte de un mundo fantástico que, bajo el nombre de Cíbola, la ciudad de oro, la de las siete puertas, había de desvelar a Coronado y a más de un aventurero alucinado.
El amplio paisaje chihuahuense, alguna vez el “Mar de Tetis”, muestra los mudos despojos de una civilización olvidada: Paquimé, huella indeleble en el alma del aventurero español don Francisco de Ibarra, como el hierro en la carne del esclavo, preludio de la bonanza minera con sitios como Chínipas Guazapares, Santa Bárbara y Parral, preludio de rebeliones de razas esclavizadas cuyo exponente más paradigmático es Teporaca, “El Hachero”, quien según Fernando Jordán habría escupido al suelo poco antes de ser ejecutado por la traición de los suyos, esto es, de los tarahumaras.
Fernando Jordán nos pinta el esplendor de la ganadería y las invasiones de los bárbaros (entiéndase los indios, especialmente los apaches).
De acuerdo con el autor ni siquiera los apaches pueden presumir de la invención de prácticas bárbaras como arrancar cabelleras toda vez que resultaba un sistema hispano para cobrar las recompensas por exterminarlos, método que terminarían por adoptar.
Chihuahua, tierra de arena y de sangre, de monedas de plata y enormes hatos de ganado. Ardiente sepulcro de don Miguel Hidalgo y Costilla, geografía de grandes señores feudales como don Luis Terrazas, quien llegó a humillar a los antiguos terratenientes de Europa con sus grandes extensiones de tierra, si bien se trataba de enormes páramos, en su mayoría.
No obstante su aridez la altiva vocación de Chihuahua la llevaría incluso a convertirse, aunque fuera temporalmente, en la capital de la República con la llegada del presidente Benito Juárez.
Fernando Jordán nos describe el paso del gran hombre y pasa, casi apresuradamente, a retratarnos a don Joaquín Terrazas, azote de la apachería que continuaba cebándose en Chihuahua, y a cuyo lado el mismísimo Billy the kid no era más que un lamentable aprendiz.
Los dioses de la guerra, siempre presentes en Chihuahua, resurgen en un valle de águilas rodeado de cumbres boscosas llamado Tomochi, para muchos cuna de la Revolución Mexicana.
Una vez concluidos los tiempos heroicos asistimos al Chihuahua de 1955, dominado por “cartaginesas” figuras como don Eloy Vallina, que vienen a dar un nuevo empuje a esta tierra “generosa y hospitalaria”.
Fernando Jordán nos muestra un mundo de contrastes: el desierto y la llanura, los sombríos bosques de la sierra tarahumara, la magnífica cicatriz que sobre la tierra constituye la línea del ferrocarril, los emporios madereros, las melancólicas torres de cantera de Catedral y el terroso silencio del indio tarahumara que, según leemos en las reflexiones del autor, se convierte en una mitad del símbolo que hoy llamamos “chihuahuaneidad”:
“El aún triste y oscuro destino de esta raza chihuahuense lo simboliza bien ese vagabundo que en ocasiones se mira marchar a un lado de las modernas carreteras. Lleva a la espalda un atado en el que irá seguramente el pinole, el cantarito para el agua y el sarape de sobrios colores para cubrirse del frío. Parece ir hacia una meta que le espera en el infinito, pero se ignora si ella se encuentra en el futuro o en la muerte. Es el símbolo de una fuerza que ha roto la civilización; supervivencia de una cultura antaño adaptada a las condiciones geográficas, y que hoy se ha constituido en su propio e inexorable verdugo.”
La otra mitad de este símbolo que, como ya hemos dicho, se nos antoja cartaginés, nos la presenta el autor en las últimas líneas de este libro:
“La vida social marca un índice de desarrollo. La calle, el café, el club, son todos centros de contacto e intercambio. Las diferencias de categoría entre unos y otros están limitadas a las particulares situaciones económicas de sus miembros y no a una estratificación por clases. Ha sido abolida y olvidada la pretensión peculiar que caracterizara al Chihuahua de fines de siglo, cuando existía una “élite” de latifundistas y grandes empresarios. Es cierto que hoy también se advierte la presencia de una “aristocracia” y un proletariado, pero la primera no tiene limitaciones de sangre y abolengo. Está abierta a todos los que se elevan por su propio esfuerzo. En cierto modo, podría afirmarse que es una clase selecta de trabajadores, una élite de hombres de empresa, cuyo origen ha sido humilde en la mayor parte de los casos.”