Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Político genial estrechamente ligado al ascenso y la caída del mismísimo Napoléon el gran Charles Maurice de Talleyrand (2 de febrero de 1754-17 de mayo de 1838) consideró, en su lecho de muerte, la necesidad de asegurarse una plaza en el cielo y se las apañó para congraciarse con la Iglesia Católica.
Muy confiado expiró y subió las escaleras de cristal que conducen al reino celestial, pero al llegar a las puertas fue recibido por un San Pedro muy enfadado, quien le informó que podía irse al infierno.
Mientras Talleyrand se dirigía a la mansión del dolor Satanás contestó su celular y recibió tan tremenda noticia. Luego de fumarse un cigarrillo y tomarse una pastilla para los nervios ordenó que cerraran las puertas a cal y canto y exclamó:
—¡A ver, cabrones! ¡Que cesen todas las torturas, inmediatamente! ¡Guarden absoluto silencio! ¡No quiero a Talleyrand en mis dominios porque el muy ladino es capaz de dejarme en la calle!
Desde entonces Talleyrand vaga por los despachos gubernamentales donde sufre la completa estupidez y falta de estilo de los políticos modernos, pero aguarda con paciencia la ocasión para reencarnar.
Nacido en el seno de una aristocrática familia el hecho de sufrir el síndrome de Marfam, que le fastidió una pierna y le valió el apodo de “le diable boiteaux” (el diablo cojo), le impidió hacerse cargo de la herencia paterna, que recayó en su hermano menor mientras él fue destinado a la carrera eclesiástica, donde medró con rapidez hasta convertirse en obispo de Autun.
Cuando estalló la Revolución Francesa participó en la confiscación de los bienes de la Iglesia y nombró obispos constitucionales, dándole la espalda al Vaticano. Posteriormente y como ya no convenía a sus intereses colgó los hábitos con alegre despreocupación.
Durante lo más crudo del terror y viendo que peligraba su cabeza decidió tomarse unas lucrativas vacaciones en los Estados Unidos tras arrancarle un pasaporte a Danton y luego de hacerse perdonar algunos pecadillos regresó a Francia, donde contribuyó al ascenso de Napoleón.
Como todo gran señor que se respete e hijo del Ancien Régime Talleyrand vivía a lo grande en una hermosa mansión y mantenía a varias amantes, pero la conocida gazmoñería de Napoleón se interpuso en su camino ya que el entonces cónsul y futuro emperador lo obligó a casarse con una de sus amantes, una mujer desprestigiada, con lo que Bonaparte se echó encima tamaño alacrán que terminaría siendo pieza clave en su caída una vez llegada la ocasión.
Además una vez Napoléon Bonaparte se atrevió a decirle al maestro:
—Usted es un montón de estiércol forrado en una media de seda.
Cuando el emperador salió Talleyrand murmuró, lacónicamente:
—Es una lástima que un hombre tan grande sea tan mal educado.
Una famosa anécdota nos muestra el carácter de este hombre sublime a quien Minerva seguro halagaría, como hizo con Ulises, por sus “palabras de fina burla”.
Durante una de tantas revoluciones uno de sus colaboradores se asomó por la ventana y vio al aterrador populacho peleando en las calles, cosa que le puso malo y temblando, con los calzones húmedos, le dijo al genio:
—¡Señor! ¡Se han desatado de nuevo los disturbios!
Talleyrand, imperturbable, se llevó a los labios una copa de cristal de bacará llena de un vino exquisito y sentenció:
—Ya ganamos.
—¿Y nosotros de qué facción somos?
Talleyrand se secó la boca con una servilleta de seda y contestó:
—Mañana le digo.
Espíritu luminoso y gloria de Francia el gigantesco Talleyrand hace ver al resto de los políticos como unos vulgares saca muelas.