Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Durante su visita al rancho «El Refugio» Miguel Ramírez se fijó en las calabacillas silvestres que crecían por doquier, del tamaño de una bola de billar, y me preguntó:
—¿Se comen?
—No, son muy amargas, pero pueden utilizarse para una buena batalla como las que desarrollábamos, en los buenos tiempos, mis primos Laura y Tito y mi hermano Ricardo y yo.
Claro que no le dije que la victoria siempre estaba de parte de Laura y del que se aliara con ella, que generalmente resultaba ser Ricardo.
—Pero duelen bien feo —dijo mi sobrino y ahijado, Carlitos.
—Claro, ustedes los niños de ahora son unas nenazas criadas entre algodones.
—¡Usté! —dijo mi sobrina Yariana, que desde chiquita fue muy contestona.
—¡Tío! Vamos a hacerles la guerra usted y yo a todos los demás –propuso Carlitos.
—¿Te animas, Miguel?
Miguel sabía lo que le convenía y prefirió no participar en la batalla. Al final los únicos entusiastas de Marte éramos Tito hijo, Carlitos y yo.
—No sería justo que un veterano como yo, que ha acompañado a Conan el bárbaro en miles de batallas, además de participar en el sitio de Troya y estudiar con detenimiento, cientos de veces, la película de Braveheart, con el maestro Mel Gibson, luche al lado de Carlitos. Yo diría que se defiendan de mi furia berzerk como puedan.
Tomé unas cuantas calabacillas y aprovechando el factor sorpresa, siguiendo los preceptos de El arte de la guerra, de Sun Tzu, que a la letra dice: “Sé rápido como el trueno que retumba antes de que hayas podido taparte los oídos, veloz como el relámpago que relumbra antes de haber podido pestañear”, lancé una calabacilla contra Tito, que lo alcanzó en un muslo.
Yariana se escurrió como una lagartija, esquivando los proyectiles, pero Carlitos no fue tan rápido y una calabacilla lo alcanzó de lleno en la espalda, sofocándolo, con un delicioso y marcial sonido de tambor; por su parte Miguel se escondió detrás de un poste, donde las calabacillas reventaron en medio de una sinfonía de fibras, semillas y trozos de cáscara.
El viento acarició mi barbado rostro y me sentí como Erick Hacha Sangrienta, contemplando el campo de batalla sembrado de lanzas rotas desde lo alto de una pila de cadáveres (aquí sería conveniente escuchar como música de fondo “Siegfried funeral march”, de Wagner, para hacer un poco de justicia a mi heroísmo, mínimo: http://www.youtube.com/watch?v=L8wHteSOwW4).
—¡Ah, tío! Así no se vale —dijo Carlitos con expresión traicionada y con los ojos acuosos.
—No sea señorita.
—Vente, Carlitos, vamos a juntar calabacillas.
Rápidamente localicé varios puntos estratégicos en los que crecían los zarcillos de la calabacilla silvestre, regalo de los dioses de la guerra, y aguardé el ataque de mis sobrinos, que no se hizo esperar; entonces comprendí por qué en los países de África utilizan niños como soldados.
Una calabacilla reventó en mi quijada, otra en mi pecho, una más en mi hombro y las demás en mi espalda cuando decidí emprender la fuga —mera táctica militar— para guarecerme en la galera del rancho.
—¿Pero qué rajado, tío! —gritó Yariana, burlándose de mí.
Mis sobrinos habían corrido a mi alrededor, acosándome como lobos, mientras mis disparos se perdían en la nada. ¿Qué hubiera hecho Julio César bajo un ataque con piedras y flechas por parte de un grupo de galos aulladores? Recurriría, sin duda, a la formación testudo.
En breve me fabriqué un escudo con la tapa de lámina de un tambo de doscientos litros y un poco de alambre a modo de abrazadera mientras lanzaba el grito de guerra celta y recogía calabacillas para arrojar a mis sobrinos durante mi carga triunfal.
—¡Manannán mc Lir!
Repuestos de la sorpresa y de los golpes los muy ladinos se reagruparon. Una lluvia de proyectiles golpeaba mi escudo, que lucía algunas calabacillas incrustadas en el borde afilado. Tito subió al techo del rancho para agredirme desde las alturas; Carlitos corría como un apache o como un turco alrededor mío, tupiéndome lindo y bonito. ¡Cruel día! ¡Burlaban del héroe los dioses la esperanza!
Con todo y escudo algunas calabacillas conseguían golpearme en la espalda, en el rostro, en fin.
—¡Alto! —rugí y mis sobrinos, muy obedientes, cesaron de acosarme. Me limpié el sudor y luego de recuperar el aliento dije:
—Bueno, muchachos, creo que Miguel comprende, a grandes rasgos, el concepto de una guerra de calabacillas.
Y es que siempre he sido partidario de ilustrar a mis amigos.