
En tanto que al autor, a quien le trae regalos Santa y no los putos reyes magos, no tuvo una muestra de ese pan reseco ni del monito horroroso de plástico que obliga a comprar tamales, pues pone, para puro efecto de ilustración, esta imagen.
(Especial de Día de Reyes)
Nos encontrábamos en la oficina un 6 de enero: el licenciado se lució con dos roscas de Reyes y varias botellas de refresco, pero anunció:
—Muchachos, cada rosca contiene tres monitos de plástico: las personas que resulten agraciadas deberán cumplir con la tradición y traer, cada uno, 24 tamales el próximo 2 de enero, día de la Candelaria, ¡sin pretexto! ¿Estamos de acuerdo?
Todos asentimos con excepción de Chuy, quien se removió nervioso, se aflojó la corbata y miró alrededor, como buscando una salida, pero se encontraba lejos de la puerta.
Y es que Chuy siempre había sido de lo más miserable, al grado de que le hablaba La Virgen cuando organizábamos alguna fiestecilla y estábamos a punto de pagar la cerveza y las viandas en el supermercado, y se distraía leyendo una revista o fingiendo una llamada entrante a su teléfono celular.
Las muchachas repartieron generosas porciones de rosca de Reyes y los vasos de refresco: pronto comenzaron a aparecer los nombres de los agraciados, quienes se comprometieron a llevar los tamales y los refrescos; pero el sexto monito no aparecía: nos miramos unos a otros.
Chuy, quien lucía una palidez cadavérica, se acercó a la mesa donde se encontraban la rosca y los refrescos, llenó su vaso de gaseosa y apuró el contenido: el monito se dibujó por un instante en la garganta de Chuy para luego desaparecer, como por arte de magia. Chuy respiró, aliviado.
—¡Ah, que caray! —dijo el licenciado, fingiendo no haber visto nada—. Algún “macana” desapareció el sexto monito; ni modo, yo pongo las dos docenas de tamales que faltan.
Chuy no se dio por aludido.

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Y quizás Chuy ganaba mejor sueldo que todos… El diablo son las cosas.
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