Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Mi mamá siempre nos empujó a que hiciéramos cosas útiles pese a nuestra tierna edad, así que nos procuraba cómics y libros para que adquiriéramos el hábito de la lectura, nos encargaba sencillas tareas en el hogar y nos animaba a que emprendiéramos algún pequeño negocio.
Cierta vez mi mamá nos trajo a Ricardo y a mí varias bolsas de bolis y una cesta de plástico para transportarlos y venderlos en el cercano Colegio de Bachilleres Cuatro, donde estudiaba mi hermano Carlos.
Cuando salíamos de la escuela primaria Ricardo y yo comíamos lo que nos había preparado mamá (quien llegaba más tarde junto a mi padre, por motivos de trabajo) y nos dirigíamos al Bachilleres.
Yo poseía un casco de fútbol americano para adulto, con una sección fracturada que se sostenía gracias al relleno acolchado, lo que me daba un aspecto similar al de la Hormiga Atómica; por su parte Ricardo cargaba una metralleta de plástico que hacía “¡ra-ta-ta-ta-tá!”, réplica de una Thompson de las que usaban los gangsters, en Chicago.
De esa forma partíamos al Colegio de Bachilleres para ofrecer los bolis en los recesos a través de la malla que cercaba el solar del edificio, donde ocasionalmente nos encontrábamos a Carlos, quien andaba haciéndole al galán con las muchachas.
—¡Carlos! ¡Carlos! —gritábamos Ricardo y yo, orgullosísimos de nuestro hermano mayor.
—No nos escucha, Rich, tenemos que gritar más fuerte:
—¡Carlos! ¡Carlos! —gritábamos, y Ricardo accionaba la Thompson, que hacía: “¡ra-ta-ta-ta-tá!”
Al parecer Carlos nunca nos escuchaba y terminaba desvaneciéndose entre la multitud; pero Ricardo y yo éramos persistentes, conocíamos los horarios del Bachilleres y algunas veces conseguíamos sorprenderlo durante la hora de salida —acompañado de sus amigos— apareciendo de improviso de entre la espesura que flanqueaba el sendero de los terrenos circundantes, yo con mi casco de la suerte y Ricardo disparando la Thompson: las ventas de los bolis se disparaban inmediatamente. No faltaba una muchacha que le preguntara a Carlos:
—¿Son tus hermanitos?
—Sí, je, je, je —contestaba Carlos, rojo como un tomate: probablemente se había asoleado demasiado.
—¡Pero qué lindos! A ver, dame un boli.
—¡Yo quiero otro!
Los bolis se agotaban en un santiamén y Ricardo y yo regresábamos a casa, con los bolsillos llenos de monedas.

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