Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Los días de lluvia son soñadores: entretejidos de nostalgia y pincelados con desdibujados fantasmas que acechan en la bruma nos invitan al recogimiento, a hablar en susurros o a buscar un rincón melancólico en el que no falte un cedro libanés, un cuervo y una banca de bronce llena de verdín.
En estas brumas germánicas y en contra de todas las advertencias de mi psiquiatra se vuelve irresistible acudir a las páginas de las Rimas, o Libro de los gorriones, del inmortal Gustavo Adolfo Bécquer. Comenzamos a calentar motores con la Rima XV:
¡Yo, que a tus ojos en mi agonía
los ojos vuelvo de noche y día;
yo, que, incansable como demente
tras una sombra, tras la hija ardiente
de una visión!
Una vez establecida la atmósfera insana del romanticismo más trasnochado posamos nuestros ojos lánguidos en los pocos transeúntes que descubrimos, a lontananza. Por supuesto que no habremos olvidado una gabardina oscura, un bonete y una bufanda roja para embozarnos mientras caminamos, con las manos en los bolsillos y la cabeza baja, como atormentados por una pasión desesperada. En este punto acudimos a la Rima XIX, que dice:
Cuando sobre el pecho inclinas
la melancólica frente,
una azucena tronchada
me pareces.
Porque al darle la pureza
de que es símbolo celeste,
como a ella te hizo Dios
de oro y nieve.
Abrumados por una desgracia decimonónica continuamos con nuestro paseo por las sombrías calles y el asfalto transformado en charol merced al hechizo de las hadas de la lluvia. Conviene pues recitar la Rima XXXVII mientras contemplamos, a través de un velo de lágrimas, los cielos cenicientos que lloran (nos guardaremos mucho de que nos vea la policía):
Antes que tú me moriré: escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal.
Después de tanto exceso emocional se recomienda detenerse un momento para fumar un cigarrillo: sirve que, si no estamos resfriados, aún podemos fingir una romántica tuberculosis.
Si se tercia entraremos a un bar y buscaremos a un parroquiano que se encuentre en la misma disposición que nosotros, con el naufragio cincelado en el rostro y, luego de invitarle una copa, le haremos nuestras confidencias empleando para ello la Rima XLII:
Cuando me lo contaron sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas,
me apoyé contra el muro, y un instante
la conciencia perdí de donde estaba.
Cayó sobre mi espíritu la noche,
en ira y en piedad se anegó el alma,
¡y entonces comprendí por qué se llora!,
¡y entonces comprendí por qué se mata!
Pasó la nube de dolor… con pena
logré balbucear breves palabras…
¿quién me dio la noticia?.. Un fiel amigo…
Me hacía un gran favor… Le di las gracias.
Salimos del bar y nos dirigimos a la playa, a la presa o, en su defecto, buscamos en nuestra tablet o teléfono celular la pintura El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friederich, para mantener la atmósfera, y salmodiamos la Rima LII con una voce calda, aguardentosa, destrozada por los espectros:
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
Si acaso la indiscreta mirada de los escasos peatones se fija en nuestra figura murmuraremos entre dientes la Rima LXX:
En las noches de invierno, si un medroso
por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme,
el paso aceleraba.
Y no faltó una vieja que en el torno
dijese a la mañana
que de algún sacristán muerto en pecado
era yo el alma.
Si todavía no nos hemos arrojado de un puente visitaremos un cementerio o bien, aguardaremos a que pase un vehículo negro, con los vidrios ahumados, que recuerde vagamente una carroza fúnebre, para recitar la Rima LXXIII:
La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Volvemos sobre nuestros pasos para llegar a casa y miramos las luces encendidas para cerrar con broche de oro, murmurando la Rima LXXXIV:
Lejos y entre los árboles
de la intrincada selva
¿no ves algo que brilla
y llora? Es una estrella.
Ya se la ve más próxima,
como a través de un tul,
de una ermita en el pórtico
brillar. Es una luz.
De la carrera rápida
el término está aquí.
Desilusión. No es lámpara ni estrella
la luz que hemos seguido: es un candil.
Preparamos un chocolate caliente, además de servirnos unos panecillos fragantes y luego de tomar una ducha nos disponemos, por salud mental, a ver una película cómica para mantener a raya los espíritus sombríos que gimen en el viento y en las sombras.
Bello. Divertente….. Bravo.
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Gracias por tus comentarios, me alegra que te haya gustado. Un abrazo.
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Gracias: abrazo.
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