Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Esta mañana me mandaron por leña: me daba flojera levantarme, pero al fin tomé el hacha y al llegar a los árboles, el sol fue calentando. Terminé, me disponía a regresar, cuando vi una silueta que se acercaba, y el viento me sugirió que era El Diablo; es más, desde que lo vi estuve positivamente seguro de que era El Diablo. Avanzaba con ese paso lento y marcial, con ese porte de aristócrata arruinado. A punto de correr sentí que me miraban y por vergüenza, esperé un poco.
Y El Diablo me alcanzó y me llamó por mi nombre.
Corrí sin detenerme hasta llegar al rancho. Mi madre hablaba con doña Refugio, la vecina medio sorda: que si Lupe; que si Octavio, el hijo de don Ameche.
Pasaron unos minutos y el susto comenzó a disiparse, pero El Diablo llamó a la puerta, y yo me fui a la alacena a fumar un cigarrillo y a quemar los nervios, pasando de un lado a otro la mirada, del azúcar a los granos, del agua al vino.
Doña Refugio me pidió que le encendiera la chimenea y, al mirar por la puerta, vi que El Diablo sostenía un plato y devoraba con avidez los tacos que le llevó mi madre. El Diablo me miraba y sonreía, con los frijoles derramándose en el plato. Mamá y doña Refugio quieren que salga a llevarle a ese señor un tarro de leche, y mis excusas no sirven de nada. El Diablo vuelve a sonreír, y yo temo el momento en que me acerque, y lo que pueda decirme El Diablo.
