El asilo

Por: Daniel Terrones

El asilo

No sé porque duré tanto tiempo en ese trabajo, platicaba una vez con unos amigos en mi departamento, mientras bebíamos cervezas. Lo que más recuerdo son los escalofríos que me producía, sobre todo en invierno. Ya sé, no tiene nada que ver, no se rían. El caso es que llegaba muy temprano a ver esos cuerpos, sí, porque lo primero que teníamos que hacer, otros trabajadores y yo, era bañarlos. Y no era esa extraña tranquilidad de la morgue, donde los cuerpos están sin vida. No, aquí alzaban las manos, te miraban resentidos cuando les quitabas la bata y hacías a un lado su ropa apolillada. Endurecían la espalda y sus caderas pequeñas se tensaban resistiéndose a entrar al agua  cuando los metías a la tina, y sus ojos parecían resquebrajarse más cuando les pasabas la esponja de jabón por las piernas fofas. Todo esto a ventanas abiertas, imagínense. El asilo de ancianos estaba por Cote-Des-Neiges, junto al Parque de Mont–Royal, que por esos días estaba nevado. Pero al jefe de baños así le gustaba porque decía que era más sano.¡Tabarnak¡ Todas las mañanas lo mismo. Llegaba a cambiarme de ropa en mi casillero, dejaba mis libros de la universidad y oía sonar el timbre para despertar a los viejos. Antes de atenderlos teníamos una pequeña junta todos los empleados, el jefe ahí nos daba las indicaciones de rutina y a bañar a los despojos. A mí me tocaban tres. Uno de ellos, Le Blanc, apenas podía caminar. Tenía que ponerle las pantuflas viendo como la uña del dedo gordo que le había cortado el día anterior estaba ahí otra ves, desgarrando su calcetín. Lo tomaba de los brazos. Unos brazos duros de los que colgaba el pellejo como gelatina. Y luego el olor de las axilas bajo la ropa interior, manchada de café o babas. Después, caminar despacio hasta el cuarto de baño, sentir el peso de unas manos temblorosas apretándome desesperadas. El calzón manchado de mierda se lo quitaba junto a la tina. Eso no era lo peor. Ya estando dentro del agua, ese viejo me miraba de una manera tan intensa que yo sólo podía tallarle minuciosamente dedo por dedo. Entre sus ojos amarillentos resaltaba una pupila gris que se fijaba en cada uno de mis pasos. No sabía cómo reaccionar. Su mirada, a veces cansada y triste, otras resentida y temblorosa, me perseguía incluso al llevar a otro de mis ancianos al baño o cuando ponía a los tres en fila a la hora del desayuno. Qué equipo el mío. Estaban además Marks, un anglo chocho sin dientes y sin habla, por fortuna. Y don Camilo, un italiano pesadísimo que era todo lo contrario. Como gritaba a la hora de la comida. Y claro, la alimentación no era buena, pero aventar el puré de papas al piso nada más para que fuera a  levantarlo, llenarle de ensalada la cabeza a Le Blanc y orinar sus sábanas cada tercer día, sólo para ordenar  su cambio al instante y luego sonreír, era demasiado. Yo era su esclavo, punto. “Sólo es un viejo gruñón, más paciencia”, me dijo con sorna Maurice, uno de mis compañeros de trabajo, en la cafetería del asilo. Un día Maurice me contó lo que se decía del señor entre los empleados: era un antiguo inmigrante llegado muy joven al Québec en la década de los 40s,  abrió un taller mecánico donde se juntaba con otros italianos, admiradores de Mussolini y durante la guerra fundó un grupo fascista. ¡Tabarnack!  Tenía a cuidado a un miembro de las juventudes faccias envejecido y decadente. El asunto me causaba bastante gracia al principio. Al día siguiente, cuando fui a despertarlo, busqué con disimulo alguna camisa negra raída a manera de reliquia, o quizás alguna foto amarillenta del Duce. Ya no era lo mismo verle abrir lentamente sus grandes ojos aceitunados, subir alguno de sus brazos gruesos y colorados, y mover la boca crispadamente a Don Camilo, que a un hijo espiritual de la extrema derecha. Lo que debe de haber gozado este cabrón en tiempos de Duplesis. Con todo, la curiosidad se esfumó al par de horas. Al final eran los mismos gritos de siempre, ahora dirigidos contra el pobre de Marks que ni siquiera podía defenderse, después contra Le Blanc a la hora de la comida. Sus enemigos naturales, pensé divertido. Poco después le pregunte a Maurice si el viejo tenía familia y me habló de un sobrino, el cual venia a visitarlo los domingos. En fin, no volví a pensar en el asunto hasta conocer al compañero que me relevaba los fines de semana. Un sábado muy temprano fui a recoger un cuaderno a mi casillero y ahí estaba, un joven negro de Senegal. Ya se imaginarán lo que pensé con malicia. Al instante me dirigí al joven y lo invité un café a la hora de su comida. Me miró con curiosidad cuando le pregunté por el viejo Camilo y sus bravatas. No había tales me dijo, el viejo sólo era una inmensa mole de carne rosada con ojos verdes que se dejaba llevar, eso sí con ayuda de varios compañeros, hasta el cuarto de baño. No le creí. Le pregunté por algo más, algún berrinche a la hora de la comida, un grito, algún movimiento extraño, etc. Lo pensó un poco y me dijo que cuando lo dejaban sólo con el viejo y empezaba a bañarlo, sentía como el pulso de este se aceleraba un poco, aunque sin sobresaltos, luego se quedaba inmóvil y de pronto, con voz muy baja se refería a la ventana abierta del baño o a alguna otra cosa pero siempre como hipnotizado, sin atreverse a mirarlo. Yo imaginaba extasiado el tenso movimiento de ojos de Don Camilo, las manos negras del joven senegalés sobre su carne rosada y luego el pulso, aumentando el torrente sanguíneo de esa vena del cuello que siempre parece que va a reventar. Y luego, continuó el joven senegalés, volvía a llamar a los compañeros y entre todos llevaban al tipo hasta el comedor. Pinche viejo, pensé sorprendido, pero si aún camina. La hora de comer había terminado y ya no seguimos platicando. Cuando nos despedimos le comenté rápidamente la anécdota sobre el pasado Fascio de don Camilo y el supuesto sobrino que lo visita. Se rió con ganas, pero no pudo confirmar nada de este último. Ni llegaría a hacerlo. La semana siguiente Maurice fue el primero en decirme que habían encontrado al joven senegalés ahogado en la tina del baño. Me puse pálido y pregunte, casi sin pensar, si se habían llevado al viejo. Maurice me miro extrañado y dijo que por supuesto Don Camilo a su edad, no habría podido asesinarlo, además cuando el incidente ocurrió, éste se encontraba desayunando. Sentí miedo, pensé en Le Blanc y Marks. Más bien, continuó Maurice, la policía sospecha de un saigonés, trabajador de cocina, que había peleado con él a causa de… No supe cómo comenzar ese día, el caso es que fue casi normal, sobre todo porque don Camilo ya no refunfuñaba, estaba tan inmóvil en la cama que llamé a Maurice para poder llevarlo al baño. Ahí no vi precisamente una sonrisa, pero si una voz, casi un susurro,  que se quejaba de la ventana abierta. Me horroricé. Al salir de turno me dirigí al director de la institución para solicitarle el traslado de don Camilo a una habitación aparte, lejos de los otros dos ancianos, ya que estaba muy impresionado por el asesinato, le dije, y necesitaba descansar. Yo por supuesto renuncié al jodido asilo, deseando que fuera barrido por alguna avalancha. ¿No quieren ir por otras cervezas? O un vino tinto, les dije a mis amigos, ya hace más frío.

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