Los rascacielos infinitos
Por: Maribel R. y Elko Omar Vázquez Erosa
Mientras vago por las escaleras de este edificio ruinoso, escaleras en espiral que a veces terminan abruptamente en una pared, por lo que es preciso saltar el pasamanos y entrar a otra espiral que suele conducir a habitaciones enormes y decrépitas, plenas de libreros polvorientos, de cajas con cosas antiguas, de ventanales clausurados con ladrillos y cemento, me pregunto por esta soledad desapacible.
Ocasionalmente me encuentro con sótanos que tienen un pozo de aguas negras, quizá sin fondo, o con otras personas que vagan, desorientadas, por ese rascacielos terrible; otras veces salgo a callejuelas que parecen encontrarse al aire libre, callejuelas flanqueadas por locales comerciales y restaurantes vacíos donde suelen abordarme personas vestidas con máscaras de animales.
Yo busco llegar a ti, pero las personas enmascaradas tienen malas intenciones y ríen, y me atrapan en sus danzas estúpidas, y me confunden.
Las callejas tienen desniveles, zonas cubiertas por tablones, cuevas artificiales excavadas en la roca.
Continúo buscando hasta lo que semeja la salida de ese edificio atroz sólo para encontrarme que dicho rascacielos se encuentra dentro de otro, como las matrioskas, esas muñecas rusas que se contienen las unas a las otras; se trata de una construcción enorme, una especie de “mall” con escaleras eléctricas apagadas, con tiendas polvorientas, desoladas, porque extraña y aterradora es la materia con la que se entretejen algunos sueños.

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