Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Derrotado por la vida camino por las calles de la ciudad horrorosa, bajo soles inmisericordes, africanos, inapropiados para mi pálido pellejo, y al embate del ruido que provoca el constante transitar de vehículos y personas.
Finalmente en casa: me arranco la camisa ardiente y arrojo mis bártulos en cualquier rincón; luego sustituyo los zapatos por la frescura suave de mis sandalias para prepararme, en seguida, un coctel.
Vida, vuelve mañana o, de ser posible, no regreses al día siguiente: por mí puedes quedarte tus enredos espantosos, tu política (y tus políticos de tercera); mira que ya he pagado todas las cuentas: déjame en paz.
En el silencio de la biblioteca mis viejos amigos murmuran entre sí: todos ellos son muy guapos y despiden fragancias como a grano almacenado, a heno, a sueños apacibles.
Me meto a la regadera antes de que me gane la pereza y el aroma del shampoo y del jabón, mientras el agua fría recorre mi piel atormentada, me devuelven la sonrisa.
El aire fresco de la biblioteca me acaricia mientras bebo un vaso de agua helada con el jugo de tres limones y una pizca de bicarbonato.
Me falta un cigarrillo, así que bajo a por él: mis bártulos me miran con reproche.
—¡Que os den! —atino a exclamar. Si no me robara estos momentos estaría irremediablemente perdido en los planes que el mundo ha desarrollado para mí.
Me hubiera gustado ser un emperador intergaláctico, un tirano pavoroso rodeado de mujeres y esplendores, de licores exquisitos, de mesas caprichosas cubiertas de manjares; pero, como al parecer los dioses habían pensado otra cosa —por lo menos en esta dimensión— soy el feliz propietario de una nutrida, fragante, hermosa biblioteca.