Por: Maribel R. y Elko Omar Vázquez Erosa
¡Mi tío abuelo mata por sus fincas! Tanto… que ni duerme; mientras cierra un ojo el otro vigila y al mínimo ruido se levanta rifle en mano, y no es que se asome a la ventana, no: sale a pecho descubierto y con calzones cortos, así sea pleno invierno, y mientras va mascando los restos del tabaco pegados a sus muelas del día anterior se adentra en la finca con ojos de diablo, solamente fijándose por si a algún puñetero vecino malicioso (como dice él) le diese por mover el poste delimitador. ¡Y pobre de aquél que se apropie de un solo centímetro!
Si cree ver entre las sombras a algún intruso mi tío abuelo grita con su voz atronadora:
—Me cago na cona que te pariu! Mal raio che parta! Galopin! Arredemo! Lampaptin! Tuzaro! Mala chispa te leve!
Se puede quedar vigilando toda la noche, no sin antes mover el poste y apropiarse medio metro de la finca colindante, o termina por irse al zaguán y sigue vigilando como un lince al tiempo que unos tragos de aguardiente lo hacen entrar en calor.
Su vecino, no menos malvado y envidioso si de tierras se trata vigila con su equipamiento completo entre las ramas de un árbol, a pocos metros de él: unos buenos prismáticos y una buena azada serán suficientes en caso de una batalla.
Lo más asombroso es ver lo bien que se lo montan a la jornada siguiente, tomando cerveza y jugando a las cartas en el bareto del pueblo, simulando ser buenos rancheros.