Los cardenales de la muerte

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

los cardenales de la muerte

I

En el amor todas las cumbres son borrascosas.

Donatien Alphonse François, marqués de Sade

Caín: Letras… voces malditas… susurros de la noche. Aquellos días sepultados en el olvido yo te buscaba y al mismo tiempo quería huir de ti. Eras como un hermoso puñal hecho de plata amarga labrado con arabescos, y era tal la fascinación de verlo cortar mi carne…

Lilith: Aquellos días sepultados en el olvido yo te consolaba y te nutría con mi sangre… pobre mendigo… pobre exiliado de la gloria divina.

Caín: Y entonces fuiste mi desolación…

Lilith: Yo llenaba la medida de tu copa amarga y….

Caín: Desolación eran los días, como el estremecimiento atroz entre los cadáveres que pueblan las horribles catacumbas donde el corazón se vuelve jirones de papel, jirones de flores secas… marchitas bugambilias.

Lilith: Y gozan del dolor,/ acechan en las sombras,/ se alimentan de lágrimas y sangre.

Caín: Yo te gozaba en los días anteriores al diluvio, cuando el Altísimo, ignorando mi ofrenda…

Lilith: Con una quijada de burro le restregaste tu rabia…

Caín: Y desde entonces…

Lilith: Desde entonces los días, los días de plata amarga…

II

Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban, insensatos e inútiles.

Ray Bradbury

Envueltos en sus trajes de caminantes de las estrellas flotan los cadáveres, entre los restos metálicos y fríos de un mundo muerto que soñaba cascadas y arcoíris.

Como pompas de jabón…

Durante las horas heladas y sin tregua recuerdo los días luminosos, los días anteriores al día en que estalló la luna, cuando seres insectoides se apoderaron, infestaron, la tierra.

Los eones pasan: ¿cuántos quedan por venir?

¿Cuántos los minutos? ¿Las horas atroces orladas de vacío? Y en el vacío un nombre… tu nombre.

Sólo me quedan los recuerdos.

III

Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles.

Mateo, 25:41

Sodoma: el año… poco importa. Yo era un príncipe lascivo y, en la medida en que pueden serlo las bestias de presa, feliz. Ebrio de vino y jugo de adormidera salí a las calles en compañía de un grupo de amigos y criados a disfrutar el delirio de la ciudad bajo la luz de las antorchas: las bailarinas se retorcían como serpientes en las calles.

Creo que hasta el mal es necesario a fin de que, por contraste, brille la luz de la bondad. Lo cierto es que siempre tuve un hambre que todo lo destruía, una sed que quería apagar con fuego.

Al doblar por una calle, en el sector donde vivían los extranjeros vi a dos criaturas bellísimas. Inmediatamente supe que eran ángeles. Aparentaban ser dos muchachos de hermosura incomparable por lo que, llenos de lujuria, comenzamos a seguirlos pues deseábamos poseerlos y mancillar así la obra del Altísimo. Las turbas furiosas se nos unían y la fiesta prometía imágenes demenciales.

Lot era tan patético, tan cobarde, tan repulsivo. Nos ofrecía a sus hijas a cambio de los ángeles.

IV

Todo es bueno cuando es excesivo.

Donatien Alphonse François, marqués de Sade

Como se acaricia una joya luciferina engarzo las palabras en la tiara de los días desdichados.

Cantaré, entre las cenizas de la vergüenza y del crimen, como diría Poe. Cantaré castillo, puerta cerrada, jardín con desniveles en una roca erosionada por la lluvia, gruta que da al mar bajo una fortaleza, un mechón de cabellos rubios, laberinto, insectos en letargo, ático, cabaña en medio de un bosque de abetos, lápiz labial envenenado, catedral gótica que se alza con rabia y desesperación como los miembros de un ser informe, frasco de pócimas multicolores, esfinge en cuya sonrisa de luna se reflejan todas las sonrisas, vitral, tristeza, retrato oval (otra vez Poe), sombrero adornado con plumas (la gloria postrera de la España), espuelas bajo la lluvia, mascarada, mujer envuelta en un velo que ondea al viento, vara mágica, dolor, farol de gas londinense.

Y diré que eras de espuma: barco antiguo con tallas barrocas, bestiario de animales fantásticos y plantas imposibles, ciudades sumergidas, un palacio con aves multicolores, un violinista endemoniado que irrumpe en un banquete, símbolos heráldicos deslavados por la lluvia, los ojos llenos de sabiduría, momificadas colecciones de mariposas y plantas exóticas, sellos postales de países inexistentes, una vela negra de sebo, collar de perlas, collar de coral.

—Sólo el amor podría redimirnos—.

Y agregaría planos renacentistas de máquinas dementes, cortinajes desgarrados, helados velos de lluvia en la ventana, y no lo habré dicho todo si me faltase vómito, si me faltasen los días transfigurados en angustia.

Basta… basta…

V

Señor, guarda tus ángeles contigo./Son demasiado puros para mí. Me dan miedo.

Ángela Figuera Aymerich

Entonces, con su mirada helada, como los destellos de un número infinito de piedras preciosas, los ángeles me maldijeron: pronto moriría para visitar la Gehena.

Los ángeles bailaban. ¡Qué terrible era la danza de los ángeles!, la destrucción horrenda, los atavíos celestiales —los cielos de púrpura, de sangre—.

Y al salir de entre las cenizas de la ciudad destruida por los ángeles, derramando lágrimas de sangre, contemplé una estatua de sal que representaba, con un realismo sobrecogedor, a una bella mujer de quien el Señor volvía a separarme.

Ni siquiera un instante de paz quería concederme El Altísimo, y cuando lo hacía era para hacer mayores mis futuros sufrimientos.

Y fue lo último que vi y al punto fui a dar a la Gehena, donde fui torturado por demonios cuya crueldad me gusta restregar en las barbas del Altísimo, demonios envidiosos por mi condición divina.

Sería muy largo relataros todo: me volví mineral, vegetal, animal, y tantas cosas llenas de lodo primigenio, pero una fisura, un terremoto, un acontecimiento tremendo. No sé, no recuerdo, sólo sé que pude escapar.

Sólo me queda recordar:

VI

Es medianoche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente.

H. P. Lovecraft

Los hombres de imaginación despierta que viven cerca de un cauce por el que corren aguas negras sueñan desiertos sembrados, hasta donde alcanza la vista, de vacas y perros muertos.

Ocasionalmente, en las visiones de sus noches atormentadas, aparecen campos de batalla e indescriptibles paisajes primigenios, quizá porque la memoria tenebrosa de la materia orgánica en proceso de descomposición y con el germen de una nueva vida lamenta los pasados dolores y teme el sufrimiento futuro dentro de un ciclo interminable de renacimiento y muerte.

Entre los amasijos de vísceras, costillares y carne podrida hirviendo en gusanos, los visitantes de esos páramos de pesadilla son oprimidos por una sensación de tristeza y desamparo que traen consigo al volver al estado de vigilia.

Si a lo anterior sumamos la terrible resaca de un licor barato en medio de la madrugada y un alarido destrozando el silencio de las deprimentes periferias citadinas, podríamos hacernos una vaga idea del estado de ánimo del ex profesor de música Roberto Salgado, reducido a la condición de un paria luego de purgar una larga condena en una cárcel donde le cobraron hasta el cansancio el hecho de haber violado a su propia hija.

La noche se encontraba saturada de un calor húmedo y pegajoso: Roberto apenas se atrevía a respirar, temeroso de los gritos de horror puro que invadían su infame covacha, pero poco después el silencio volvió a adueñarse de la oscuridad, apenas interrumpido por el suave murmullo del río contaminado.

—Aguardaré a que salga el sol —se dijo a sí mismo, pero la quietud de la noche pronto se vio saturada por crujidos en el techo y la maleza, por lejanos aullidos de perros que a Roberto se le antojaban demasiado cercanos.

Hay actos que el común de la gente considera nacidos de la bravura, pero si pudiera leer los motivos ocultos de muchos de esos presuntos valientes sabría que en verdad se trataba de una mezcla de pánico aferrándose a un hilo de razón: algo parecido a asomarse para comprobar, con una sonrisa de imbécil alivio, que no hay monstruos bajo la cama.

Roberto abrió el cajón de un deslucido buró para tomar su linterna y armado únicamente con un atizador salió a explorar los alrededores.

A lo lejos brillaban las luces del corazón de la ciudad, mismas que se iban volviendo escasas conforme se acercaban al punto en el que se encontraba Roberto, quien podía percibir fácilmente la dentada figura de una fábrica abandonada, de mediados del siglo XX.

Roberto traspasó los restos de la valla metálica que delimitaba la olvidada propiedad, en cuyas paredes manchadas de aceite casi podía percibirse la amarga desolación acumulada por los sueños rotos de miles y miles de obreros, engañados por la absurda promesa del progreso industrial.

Roberto dirigió el haz de su linterna al centro del patio para encontrarse, en medio de los vestigios de una maquinaria obsoleta, un cuadro que le pareció bello y terrible al mismo tiempo.

Oculto entre las matas espinosas que deseaban devorar la antigua fábrica, un joven vestido con una bata de seda lucía crucificado, al pie de las negras chimeneas, mientras que una máscara escarlata hacía juego con la lujosa bata, y con los chorros de sangre que manaban de sus muñecas y sus pies.

VII

Una sombra convulsa que se torcía entre manos que no eran manos, y que giraba al azar entre los crepúsculos espantosos de una creación en putrefacción, los cadáveres de mundos muertos cuyas heridas eran ciudades, los vientos pálidos de los osarios, que barrían las estrellas pálidas y ensombrecían su resplandor.

  1. P. Lovecraft

Los días helados, los días que no son días, los instantes en los que el eterno vacío nos hipnotiza para imaginar la muerte de los soles, constelaciones de angustia, constelaciones de nada, de vacío —de nada— de silencio… de desdén.

Desdén eran los dioses, y los días que no eran días sino anuncio de la muerte, anuncio del desdén, de la apuesta de tirarse por un barranco sobre un lecho de paja (¿habrá un lecho de paja?) que era la fe.

La fe de los idiotas, la fe de los seres que, a pesar de su imbecilidad, que no de su probidad, metieron la mano en el agujero agusanado de un árbol y encontraron un puñado de monedas de oro.

Y mientras tanto la estación helada, las sarcásticas calaveras que me miran a través de las pantallas de mica transparente, a través de los siglos, en el helado vacío iluminado por las lejanas estrellas.

VIII

Todo hombre y toda mujer es una estrella.

Aleister Crowley

Agente: Miguel Carpio

Caso: HS4341-237

Fecha: Siete de agosto, 8:45 P.M.

Por órdenes de la superioridad acudí a la antigua Fundidora Lexington al recibir un llamado por parte de la policía preventiva, quienes a su vez se enteraron de un asesinato por medio de una llamada telefónica de un sujeto llamado Roberto Salgado, de cincuenta y cuatro años de edad, quien se había comunicado hablando por teléfono.

El modus operandi del homicida hace pensar, casi sin lugar a dudas, que se trata del asesino denominado “La Rosa de Plata”.

La víctima hoy occisa fue identificada como Víctor Castello, joven de 23 años de edad que pertenece a una de las familias más ricas y pudientes de la ciudad.

La última vez que se le vio con vida (a la víctima hoy occisa) fue saliendo de una fiesta exclusiva en compañía de un hombre alto, blanco y de negro cabello largo, con el que al parecer sostenía una relación amorosa, pero ninguno de los testigos atinó a reconocerlo, pues el sospechoso no se dejó ver por tratarse la reunión de una mascarada.

Familiares y amigos del hoy occiso confirmaron su orientación bisexual, conocida ampliamente en los círculos donde el hoy occiso se movía.

El joven fue clavado (ver fotografía anexa) de las muñecas y los pies a una cruz de madera y tenía el rostro oculto bajo una máscara escarlata. Según el profesor Morales la máscara escarlata es como las que se utilizan en el carnaval de Venecia (no confundir con el de Brasil).

Me percaté de que el difunto sólo llevaba encima una bata de seda del mismo color escarlata que la máscara, prenda que muestra vestigios de sangre y vino tinto. A los pies de la víctima se encontraba la firma del homicida: una rosa de plata.

Por este último elemento, lo bizarro de la escena, así como la condición social y socio económica del hoy occiso, se anexa al caso BZ4

El agente Miguel Carpio se estiró frente a la computadora, repasando el lamentable estilo de su último parte policíaco. En seguida sacó del bolsillo de su camisa una arrugada cajetilla de Marlboro Light y, luego de asegurarse de que nadie se encontraba cerca, puso el seguro de la puerta y extrajo un minúsculo paquetito de uno de los pliegues de su cartera.

Con el broche de la tapa de un bolígrafo barato y de manera casi religiosa, tomó una pequeña porción de cocaína que aspiró con la fosa izquierda de su nariz. Repitió varias veces la operación alternando las fosas de su nariz y guardó el paquetito, para en seguida apagar la computadora.

Mientras los chips de la máquina realizaban los ineludibles trámites “burocráticos”, previos al apagado del sistema se entretuvo, mirando sin ver, las volutas que dejaba escapar el cigarrillo.

Miguel Carpio bajó las escaleras que conducían fuera del precinto, abordó su automóvil y se dirigió a su departamento.

A mitad del camino el teléfono celular comenzó a repiquetear. El identificador de llamadas le hizo saber que se trataba de su novia Isabel.

—¿Bueno? —contestó.

—¿Miguel? ¿Dónde te habías metido?

Miguel forzó la voz para sonar más abatido de lo que realmente se encontraba:

—Otra vez La Rosa de Plata. Llevo cerca de 48 horas metido en el caso —mintió— y aún queda trabajo por hacer.

Si bien tenía deseos de ver a su amada, se sentía impelido a poner en orden sus ideas, a someterse a la terrible experiencia de agotarse con una solitaria sesión de whisky y cocaína. Al día siguiente se sentiría miserable y más dispuesto a ser una persona buena y ordenada.

Diario de un asesino

14 de agosto

Amo las ciudades, las grises ciudades sin esperanza; tal vez porque en ellas se encuentran deliciosos contrastes: por un lado la brutalidad de los desposeídos, por otro el aparente refinamiento de una burguesía enriquecida con la carne de las patéticas masas que hormiguean en las fábricas, en el transporte público y en sus irrisorias viviendas de interés social.

¿Quién habría pensado que en medio de esta podredumbre encontraría una belleza digna de un cuadrito japonés? La historia de un hada a la que cortaban las alas.

Ana tenía un pequeño jardín donde los pájaros iban a posarse sobre las ramas de los cerezos y a refrescarse en el agua cristalina de las fuentes marmóreas, y en ese vergel me sentía la serpiente del Génesis.

Ana… en cuyos ojos brillaba un no sé qué de ternura infinita, algo como la silente expresión de una madona de Giotto, y yo no me cansaba de contemplarla.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Ana, sonriendo.

—Amor: creo que voy a extrañarte.

—Pero si sólo te vas por unos días.

—Ana —le dije taimadamente—, ¿podrías mostrarme tu álbum de fotografías? Quiero recordar a tu lado los detalles de nuestro viaje a París.

—Apenas han transcurrido unos días. ¡Qué extraños son ustedes los artistas! Pero sabes que no puedo negarte ningún capricho.

Entramos a su casa y comenzamos a subir las escaleras que conducían a su alcoba, esa pieza decorada con el gusto exquisito de mi musa, de una musa que iba a extrañar, pero no podía privarme de los placeres extremos que cultiva un metarromántico.

Yo percibía su fragancia mientras ella daba vueltas a las páginas del álbum.

—Quiero embriagarme de ti… de tu aroma —dije sosteniendo mi copa de vino, a la que agregué unas gotas de su perfume.

Ella cerró los ojos aguardando un beso y yo aproveché para sacar un estilete de factura italiana con el cual, de un solo tajo, le abrí la garganta.

¡Ay! En su mirada cabía todo el asombro de una paloma traicionada por Dios. Creo que murió sin creerlo.

Y su sangre gritaba clamando venganza al Altísimo.

Te confieso algo: no podía soportar mi propia imagen en el espejo y lo hice pedazos, fue un instante de remordimiento en medio de una eternidad insensible; luego le arranqué los ojos porque sabía que en ellos había quedado impresa mi imagen y que los ángeles podían seguir mi rastro.

Diario de un asesino

24 de agosto

La tarde caía plácidamente, pero unos niños que jugaban en el parque destruían la belleza del silencio. Por un momento quise matarlos: el mocoso de lentes sería, sin lugar a dudas, el abogado corrupto del mañana; el gordo un comerciante deshonesto y mezquino, la niña bonita una prostituta o la amante de un tipo de dinero (en el fondo lo mismo), el niño robusto un pinche policía o un asqueroso guarura, en fin… Entonces me vino a la mente la idea de que El Altísimo, en “Su infinita misericordia”, sólo les había concedido ese instante de risa y columpios, de risueñas ilusiones… de belleza.

Recordé un bombardeo, el rostro de un padre llevando en brazos el cadáver de la hija que acababa de rescatar de los escombros, los jirones de carne que se decían sus pies, el opresivo silencio de sus labios.

Entonces me pareció absurdo representar al Altísimo como un anciano sabio y benevolente (una copia chafa de Zeus), entonces se me ocurrió que Dios tenía la forma de un escualo.

Imaginen el Génesis:

En el comienzo de todo, El Escualo creó el cielo y la tierra. La tierra no tenía entonces ninguna forma; todo era un mar profundo cubierto de oscuridad, y el espíritu del Escualo se movía en el agua.

O algo así… algo que me explique el filo del cuchillo… algo que me explique el edén que antaño veía reflejado en tus ojos.

IX

Tan sencillo es matar, decapitar libélulas,/traspasar inmóviles pupilas/de insectos silenciosos y, una vez alcanzada/la paloma, esparcir sus vestidos, vitral tenue del ala desgarrado/por acequias veloces.

Ana Rossetti

Los huevotes de Schrödinger: Ustedes, los putos policías, son unos pendejos absolutos y totales, y yo tengo que hacer todo su trabajo, baboso (emoticón con carita sonriente).

Miguel Carpio: Aseguras que el asesino es muy arrogante y que hasta publica libros de poesía.

Los huevotes de Schrödinger: Claro, pendejo, el otro día hizo una presentación de lujo de su nuevo libro, había unas nenas de miedo, de esas que un pinche policía jamás se podrá pagar, imbécil.

Miguel Carpio: ¿Cómo dices que se llama el libro?

Los huevotes de Schrödinger: Mira, pendejo, el libro se llama “Ojos en sangre”. Pensarás que soy el clásico periodista imbécil que pudiendo estar cómodamente instalado frente a la barra de una cantina, dedica su tiempo libre a meterse en lo que en realidad no le importa, como si hubiera mucha gloria en un artículo periodístico de efímera efervescencia.

Recuerdo haber leído en una revista que desde sus inicios los periódicos y gacetillas fueron utilizados por la gente como papel higiénico. Ja, ja, ja (emoticón con una carita riendo a carcajadas).

Miguel Carpio: ¿Hay más poemas que hagan referencia a los asesinatos?

Los huevotes de Schrödinger: Claro, pendejo, por supuesto que ustedes, los putos policías jamás leen poesía.

Miguel Carpio: Ya te dije que no me gustan esas mariconadas, pero como parece ser una buena pista.

Los huevotes de Schrödinger: Mira, pendejo, te cito algunos de sus textos. De veras que el tipo se ríe en sus barbas:

Fábrica Lexington
Cobijado de espinas,
un ángel roto, silencioso y roto,
con la máscara púrpura
del pecado –niño crucificado—
¡oh!, pequeño nocturno.

Ángel caído arropado de seda,
¡ay!, manchado de vino;
tú, que antaño reías en jardines
y palacios celestes…
eres tan sólo una sombra de olvido.

Este es mi favorito, hasta les pone la calle. Definitivamente no tienen que ser ustedes unos Sherlock Holmes, pendejo:

Calle 37 ½, número 3507

Dama rubia, Venus purpúrea,
quiero borrarme de tu historia,
romper la imagen del espejo
que refleja la fina copa
donde mezclaba tu perfume,
la oscura fragancia del vino,
tu roja sangre de princesa.

El último no sé muy bien de qué va:

Me gusta verte sufrir
pues me halaga tu dolor,
tus ojos de barro y lluvia,
tus súplicas sin consuelo.

Amo tu desolación,
me fascina cuando miras
a través de la ventana
los sueños que siempre te huyen.

En dorados cuentos de hadas
soy el ogro que encadena
tus suspiros de doncella.

Lo cierto es que todos ustedes son unos idiotas, como una bola de marranos sueltos, si yo pudiera…

De pronto la puerta se vino abajo y un bruto furioso irrumpió en el departamento de Juan Manuel.

El energúmeno tomó a Juan Manuel de su lamentable pescuezo (casi le sumió la manzana de Adán) y lo arrojó contra un librero que estaba lleno de comics y figuras de acción, entre ellas las de Star Wars, DC y los de He-Man y los amos del Universo.

Si Voluptuosidad es la palabra fuera un estudio de Hollywood nos regocijaríamos viendo en cámara lenta a Juan Manuel, un tipo enclenque, arrojado contra su librero, con sus sandalias abandonando sus pies envueltos en calcetines con un estampado de Spider Man; pero como Voluptuosidad es la palabra no es más que un blog bien jodido tendréis que imaginarlo; total, yo hago mi parte proveyéndoos de entretenimiento barato sin nada de presupuesto para eso de los efectos especiales.

Miguel Carpio tomó con una de sus manazas la figura de He-Man (odiaba a ese muñeco ya que sus padres eran pobres y nunca pudieron regalárselo), de un mordisco le arrancó la cabeza de goma y dijo, mientras masticaba la testa del hombre más poderoso del Universo:

—¿Tienes cervezas?

—¿Cómo dio conmigo?

—Trabajo de inteligencia —respondió Miguel Carpio (claro que no le iba a confesar que Juan Manuel había sido tan imbécil de dejar encendido el GPS).

—¿Inteligencia? ¿Ustedes? Vaya una novedad.

Una andanada de patadas llovió sobre el lomo de Juan Manuel. Miguel Carpio abrió el frigorífico y se encontró con unas ridículas botellas de Root Beer. Tomó una de ellas y se la arrojó a la cabeza a Juan Manuel, quien apenas consiguió esquivarla por lo que el líquido se derramó en la pared, acompañado de una serenata de cristales ambarinos.

—¿Root Beer? ¿No tienen cerveza de verdad los putos nerds?

Miguel Carpio tomó a Juan Manuel del pescuezo, le abrió la boca y le metió un billete de 500 pesos, por cierto bien mugroso. Miguel tomó a Juan Manuel de una oreja (que casi se la arranca), luego lo puso de espaldas, lo agarró del cuello y del pantalón, a la altura de la cintura, y lo lanzó al aire. Inmediatamente le conectó una patada en el culo, bien puesta, y le ordenó que trajera unas cervezas de verdad, un paquete de cigarrillos y unos Doritos Nachos.

Juan Manuel se apresuró a obedecer la orden y, una vez solo, Miguel Carpio sacó su paquetito de cocaína, se dio tres jalones hasta el fondo y exclamó:

—Esto promete, carajo, esto promete.

X

Bebo para hacer interesantes a las demás personas.

Groucho Marx

—Hágame el favor de pasar a mi estudio, donde podremos hablar tranquilamente —dijo Ángel de Rubempré y Miguel Carpio pensó que el tipo trataría de sobornarlo.

—Lo que el idiota no sabe —se dijo a sí mismo el agente— es que no voy a permitir que este marica continúe con sus marranadas.

Ángel hizo una señal a su factotum para que se encargara de los invitados y abrió la lujosa puerta de caoba que daba acceso al estudio. Se trataba de una enorme habitación aderezada con mármol de Carrara en cuyas paredes podían apreciarse máscaras de un sin fin de culturas, cuadros antiguos y voluptuosos, algunos divanes con desordenadas sábanas de seda, jarrones de exquisita factura, espadas, filas y filas de libros ricamente encuadernados: era el delirio de un decadente.

—¿Y bien? —preguntó Miguel acercándose ofensivamente a su interlocutor mientras que en su rostro se dibujaba una sonrisa torva, llena de amenaza, que tan buenos resultados solía darle. El representante de la ley puso una de sus manazas sobre un hombro de Ángel, quien reaccionó imprevisiblemente. Tomó al policía de la muñeca para doblársela hasta la altura de la espalda, obligando a Miguel a inclinarse.

El policía intentó sacar su arma con la mano izquierda, pero el aristócrata le rodeó el cuello con el brazo que le quedaba libre y todo se volvió oscuro para Miguel.

Ángel arrastró a Miguel hasta un rincón de la habitación, empujó una sección de los exquisitos mármoles y unas lóbregas escaleras que se proyectaban hacia abajo condujeron al asesino y a su víctima a una especie de calabozo. El policía fue sujetado de ambas manos con una cuerda que se unía a una cadena empotrada en el techo. Miguel recuperó la conciencia y pudo ver la alta figura de su oponente, quien luego de encender una antorcha procedió a prender un cigarrillo con el fuego de la tea.

—En este siglo no se lee, la gente sólo viene por el vino y el glamour —dijo el aristócrata con sorna—. De hecho me extraña que una persona de su calaña haya notado la similitud entre los crímenes de, ¿cómo dicen esos jornaleros de las letras? ¡Ah, sí!, de La Rosa de Plata.

Miguel trató de escupirle al rostro, pero Ángel se le adelantó para ponerse fuera de su alcance.

—Seguramente no leíste ninguno de mis poemas, alguien debió habértelo dicho.

—En cuanto me libere voy a volver papilla ese bonito rostro tuyo y te voy a patear el culo hasta que…

Miguel no pudo terminar la frase ya que Ángel tomó un fuete y le cruzó el rostro.

—En los tiempos antiguos —prosiguió con esa calma impertinente que lo caracterizaba— no me hubieras servido ni siquiera para limpiarme las botas. Te sientes todo un guerrero, pero tienes la complexión de un cargador de puerto. Los conquistadores más grandes de la historia suelen tener una estatura mediana, apropiada para el esgrima y las escaramuzas de las tabernas o bien, eran altos con un cuerpo estilizado. Fíjate en el ridículo de los soldados norteamericanos, con sus músculos de gimnasio, carentes de resistencia, cuando luchan contra los iraquíes cuerpo a cuerpo.

—¡Cerdo maldito! No hablarías tanto si tan sólo me soltaras.

Un nuevo golpe de fuete cruzó la cara del agente Miguel Carpio y Ángel de Rubempré continuó hablando:

—Antes de que el tiempo existiera yo era un ángel que se atrevió a combatir contra El Altísimo.

Miguel Carpio comenzó a poner atención. En verdad que Ángel de Rubempré estaba completamente loco, pensó.

—Cuando nuestras huestes fueron derrotadas caímos del cielo. Algunos fueron a dar a la Gehena, lugar sombrío y estrecho, lleno de fuego y tormento; otros conseguimos evadir el castigo y con el paso de los milenios aprendimos a encarnar en bestias y hombres, y nos dijimos que habíamos vencido al Creador, pero con el tiempo aprendimos que habíamos escapado a una condena para caer en otra. Dios se burlaba de nosotros y nos condenó a repetir eternamente un ciclo de alternativas evoluciones e involuciones.

Al transmigrar de un cuerpo a otro fuimos ascendiendo en la evolución, pero al llegar a la categoría de hombres, al llegar a la muerte, nos veíamos obligados a comenzar de nuevo para habitar en el cuerpo del más repugnante gusano e ir alcanzando, en una marcha ciega y trabajosa, la condición de organismos superiores hasta volvernos hombres, y de vuelta otra vez.

Ante nuestra espantosa condena algunos intentamos alcanzar el perdón y dedicamos vidas enteras a practicar la humildad y hacer el bien. Toma en cuenta que sabíamos que al término de cada vida humana estábamos obligados a repetir todo el ciclo de evolución que El Altísimo nos había impuesto; sin embargo perseveramos una y otra vez, sin resultados.

Aunque algunos todavía lo intentan la gran mayoría de nosotros decidimos devolverle su burla al Padre Eterno dañando a sus criaturas y haciendo del arte de la seducción, de la tortura y el asesinato, una de las bellas artes. Por lo menos constituye una manera más divertida de pasar la eternidad que componer elegías y realizar buenas obras.

Con el paso de los siglos me he convertido en un artista del horror, en un esteta capaz de apreciar la belleza en los ojos de la víctima, la sangre, ese rojo cardenal de los delirios, la sed por el olvido, sacerdote de locura, del erotismo y de la muerte.

¿Te gustan los cuentos de terror? ¿Los cuentos decimonónicos, por ejemplo?

—Maldito maricón.

—Te voy a contar uno —dijo Ángel de Rubempré y sacó un estuchito bien mono en el que destellaban, contrastando con el fondo de terciopelo color lapislázuli, unos bisturís de diseños caprichosos que semejaban flores… de plata.

XI

O se tiene demasiada inteligencia para tener corazón, o se tiene demasiado corazón para ser inteligente.

Villiers de L’Isle-Adam

A veces pienso que jamás dejará de llover. Desde lo alto de la torre contemplo, con esta sensación de hipnosis, el reflejo de las lámparas de gas sobre el húmedo pavimento, los chorros de agua escapando, furiosos, de los desagotes y los tejados, corriendo por los vericuetos de las calles hasta morir en las alcantarillas.

Abajo, en el jardín secreto que sólo es visible desde esta torre, la cruz de piedra, la cruz celta, ennegrecida por los años olvidados, aguarda como un centinela tu regreso.

Enciendo un cigarrillo, me sirvo otra copa de vino, mis manos nerviosas buscan las fotografías que un día, hoy brumoso, captaron la belleza de tu cuerpo joven, la tristeza de tus ojos claros, el suave caer de tu pelo rubio.

Conservo la llave del jardín con el listón rosa que tú misma le ataste, pero no quiero traspasar esa puerta cerrada, oscura, ominosa.

Las sombras de las gárgolas bailan furiosas al conjuro de los rayos, pero sólo es por un instante ya que, al mirarlas, sus ojos pétreos recuerdan los ojos silenciosos de insectos muertos, helados en interminables galerías de un avispero enorme y desolado.

Somos dos amantes separados por una espada, por la copa envenenada, por el tiempo y el lúgubre graznido de los cuervos.

Somos animales arrancados de un bestiario medieval, ángeles o demonios, seres imposibles.

XII

Amar hasta que te duela. Si te duele es buena señal.

Madre Teresa de Calcuta

—Lo que me queda claro es que eres un pinche maricón —dijo Miguel Carpio.

—Cállate, estúpido. ¡Pero qué falta de educación! Estoy narrando, carajo.

Ángel prosiguió:

—Era un hombre muy pálido, querido, que vestía de negro, y sus ojos llameaban con el fulgor de los infiernos. Era un violinista endemoniado que irrumpió en el banquete. Esa rabia dionisíaca que lo dominaba transmitía una fascinación difícil de explicar.

“Odio esa cara de virtud ofendida, pero tienes que saber, y no es por disculparme, que cuando la gente escuchaba esa música impía era asaltada por extrañas imágenes. Me pareció ver San Petersburgo ahogada por cendales de niebla, bajo un sol antiguo, moribundo y rojo”.

“Sentí que vagaba por los corredores góticos de una catedral infinita, non sancta. Tuve la sensación de ser violada por un dragón, un monstruo que me arañaba la piel y me dominaba con su gesto autoritario… y me gustó mucho, como si fuera una ninfa corriendo por los bosques, huyendo de los sátiros cuyo aliento sentía a mis espaldas, temiendo y deseando, al mismo tiempo, sus bárbaras caricias”.

“Corazón, enciéndeme otro cigarillo, por favor, y sírveme una copa de absenta, sólo una más… otra gotita de láudano… gracias. Te decía que las notas del violín estallaban como bandadas de cuervos asesinos, o bien me hipnotizaban las luces del candelabro, el cual se volvía una araña de diamante ansiosa, también ella, por violarme”.

“¡Por los poderes! No entiendo que te vi, te comportas como un provinciano simplón, incapaz de apreciar las complejidades del alma. Si me vuelves a interrumpir te privarás de una explicación”.

“De acuerdo. Déjame decirte que al instante me vi desnuda y atrapada en un frenesí de absoluta decadencia. Cómo despreciaba a esos aristócratas ya que a pesar de su lujuria no podían despojarse de toda su cultura para transformarse completamente en los animales viscosos del lodo primigenio. Me parecían decadentes y envejecidos y el pudor de las damas que me miraban a través de sus monóculos me daba risa, y lo que más me fascinaba era hundir tu apellido en el fango.”

“Desprecié a toda esa compañía y bajé corriendo las escaleras hasta llegar a las cuadras de los caballos. Y bailaba y bailaba y reía, pero de pronto me di cuenta de que no estaba sola. Un bruto musculoso y sucio me tomó por un brazo y, a pesar de que le exigí que me dejara él no puedo contenerse y me obligó a…”

“Su olor animal era insoportable, casi me partía en dos, pero a él no parecía importarle y me mordía en el cuello y me golpeaba las nalgas y me llamaba puta y…”

“Cuando pensé que no podía más el bruto terminó. Traté de levantarme pero otro criado me tomó de los cabellos y me obligó a…”

“Había toda una fila de criados y niños sucios que se reían de mí, y a todos los tuve que complacer en las más grotescas posiciones que te puedas imaginar, y hubiera seguido haciendo de todo pero fui rescatada por tus amigos, quienes apartaron a esa turba a punta de latigazos.”

“Y me gustó tanto, querido, que incluso fue mejor que nuestra noche de bodas.”

XIII

No se debe nunca escuchar a las flores. Sólo se las debe contemplar y oler. La mía perfumaba mi planeta; pero yo no era capaz de alegrarme de ello.

Antoine de Saint-Exúpery

—No negaré que la cosa se pone extravagante —dijo Miguel Carpio.

—¿No lo dirás por temor a mis flores de plata?

—No, no, por favor, prosigue.

—Te has ganado un cigarrillo —dijo Ángel, le encendió un cigarrillo a Miguel y continuó:

Te odiaba con toda el alma y no obstante el amor que te tenía era un océano de luz. No sabía que hay mujeres cuyo amor envilece. Ignoraba que hay mujeres cuyas caricias llenan el alma de fango… te juro que no lo sabía. Me aferro a la idea horrible, que se vuelve una navaja en mis manos, un trozo de vidrio para cortarme, una y otra vez.

Me he vuelto un puritano amargo, un cenobita cuyo dios es el dolor, uno de esos sacerdotes parsi que de acuerdo a la leyenda cortaban pedazos de su propia carne para ofrecerlos a los cuervos en las altas y silenciosas torres que eran utilizadas como osarios a fin de que la muerte no contaminara la tierra… torres del silencio.

Hubiera querido ser como Ulises y que, a pesar de haber escuchado tu canto, me contuvieran poderosas amarras para no seguir tus amargas sugestiones, para no llenar, una vez más, mi alma de fango.

Lo cierto es que en todas partes veía rivales prestos a arrebatarme tu cariño, rivales imaginarios o reales que siempre me amenazaban en la lluvia, en un eterno ambiente de oscuridad. A todos los maté a pesar de que muchos de ellos no eran más que unos niños.

Y a modo de cierre de ese torbellino escarlata sembrado de disparos, cuchilladas, látigos y refinadas torturas recuerdo vagamente haber caído de rodillas, una vez más, a los pies de esa mujer sin alma que siempre fuiste.

Mis lágrimas se confundían con la lluvia y algo estalló dentro de mí y decidí abandonarte, pero como si lo hubieras adivinado me levantaste del fango y lloraste conmigo, y en ese abrazo lastimero dijiste que te habías arrepentido, y me pediste perdón y juraste que cambiarías.

Maldito sea… pues te creí.

XIV

Mátame mañana.

William Shakespeare

—No puede terminar ahí. ¡Demonios! ¿Me puedes dar una cerveza?

—Ya que lo pides de buena forma. Mira, te voy a soltar, promete que te portas bien y si no haces estupideces hasta te dejo ir.

—Acepto: no hay borracho que coma lumbre.

—Está bien. Continúo:

Me hablabas del mar… con una sed de lontananza que yo comprendía.

Prometiste que no volverías a engañarme. Al principio parecía que nos encontrábamos en perfecta comunión. Coincidíamos en tantas cosas: el vino, la música, los sueños, deliciosas ilusiones que entretejíamos en el aire.

Aparentemente cumplías con tu promesa y no volvió a presentarse ningún escándalo. Sin embargo a veces me parecía sorprender una sonrisa impertinente en el maitre (de algún restaurante de lujo), un guiño que intercambiabas con algún otro. Sin embargo…

O tal vez me había vuelto un celoso impenitente, un hombre que temía hasta de su propia sombra, pero hice un esfuerzo por vencer ese infierno de celos y desconfianza y por unos días volví a conquistar la paz de mi espíritu.

Entonces comenzaste a torturar a las doncellas…

El resto, no lo puedo repetir, bajé a la cripta con mis flores de plata y, entre más te atormentaba más te reías de mí.

Decías que no podías morir, que habría de encontrarte en una de las ciudades fantásticas que menciona Dante en El Infierno, ciudades que nombrabas familiarmente, y decías que en una de ellas, finalmente, podríamos ser felices: entre las cenizas de la vergüenza y del crimen, como diría Poe.

XV

La nostalgia es una enfermedad para aquellos que no se han dado cuenta de que el ahora es la nostalgia del mañana.

Zeena Lavey

El número 15, querido lector, en el Tarot representa al Diablo. No sigas leyendo. Te lo he advertido:

Ángel pensó en El Necronomicón, ese libro nacido de la imaginación de un escritor norteamericano, idea que había buscado abrirse paso hacia la realidad de tal forma que fueron surgiendo, poco a poco, múltiples “necronomicones” que salmodiaban con palabras ininteligibles.

Recordó los escritos de Eliphas Levy, quien afirmaba que una obra con palabras bárbaras, unida al crimen, eran capaces de producir la magia negra, y no puedo menos que darle la razón.

Además el Necronomicón tenía muchas similitudes con la mitología caldea y algunas coincidencias con la etrusca.

En seguida se le ocurrió que el escritor Michael Ende, en su libro “La historia sin fin” planteaba la idea de que al crear un lugar que no existía, éste surgía con todo y un pasado milenario.

—No es cierto que los demonios lo sabemos todo —pensó, pero creía recordar enormes abismos y palacios fulgurantes.

Las obras no salvan, dicen los protestantes, y a veces el manantial que yace en el centro de una doncella y cuyo aroma nos recuerda el mar —eones de evolución— porque el espíritu de Dios se movía en las aguas, como una sombra, como un escualo terrible.

Y era la condenación eterna una doctrina terrible: en mis múltiples vidas ni siquiera me valió enseñar la esencia pura del amor (y es que mi reino no es de este mundo), proclamarme el ungido.

Y en las tentaciones de San Antonio, ese maricón que no se atrevió a cogerse al diablo cuando tenía forma de doncella, me puse a hablar solo, como a veces acostumbro. El eco repetía mis palabras:

Y otra vez, como entonces,

ante los ojos llorosos de mi madre,

por otro motivo, habré de cargar una cruz

Post Scriptum

La estación helada, el mundo infestado de insectos desde que reventó la luna. Yo te recuerdo, te recuerdo a cada instante, como se recuerda el filo de una navaja de afeitar cortándome la piel.

Los cardenales de la muerte vienen a por mí. Maldito el día en que nací porque el horror, el horror es mío.

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