Una comida japonesa

una comida japonesa

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Cuando fuimos a visitar a mi hermano Carlos a Tijuana su jefe, un alto ejecutivo de una empresa japonesa nos invitó a comer a un auténtico restaurante nipón en San Diego y como esas son invitaciones que no solemos rechazar Carlos, mi mamá, mi hermana Karla, mi hermano Ricardo y yo nos dispusimos a degustar tan exóticos manjares.

El señor Ishimoto, Ishikawra o algo así nos recibió en el lobby del lujoso restaurante y procedió a saludarnos al estilo oriental, con una serie de inclinaciones que parecían no tener fin.

Luego de varias caravanas y genuflexiones una hermosa japonesita nos anunció que nuestra mesa estaba lista.

Lo primero que nos sirvieron fue un enorme tazón lleno de agua que, debido a la sed que sentía, me apresuré a tomar por las asas. Cuando ya había vaciado prácticamente la mitad del contenido noté que los japoneses se lavaban las manos en el recipiente por lo que decidí que tal vez no lo habían puesto para que lo bebiéramos.

Nuestra mesa consistía en un amplio borde de madera y en una plancha ante la que nuestro cocinero, un ninja que manejaba con ferocidad y velocidad vertiginosa sus enormes cuchillos preparaba raros platillos que comíamos apresuradamente ya que al parecer los japoneses comen a las carreras.

Todavía no terminábamos un platillo cuando ya llegaba el otro: trozos de pescado crudo con salsas aromáticas, carne cruda, arroz con guindillas, sushi, unos bichos extraños que mejor ni averiguar, en fin, todo estaba delicioso.

Los japoneses, pueblo sabio como pocos han decidido que es muestra de buena educación mantener lleno el tarro de cerveza del compañero que se ubica a su derecha, lo cual me venía de perlas porque no supe cuántas cervezas me tomé y durante las tres horas que duró la bacanal, que apenas nos permitía tomar un respiro, viví en un sueño ebrio, del lejano oriente.

Carlos me pasó un trozo de una corteza verde azulada que sabía a jabón nórdico y que te sacaba lágrimas de los ojos por lo que tuve que apurar otra cerveza de mi tarro mágico e inagotable.

El señor Ishimoto, Ishikawra o algo así sonreía satisfecho al ver que no le hacíamos el feo a la comida de su amado país y se levantó para soltar un solemne discurso que más o menos decía:

—¡Jo-aiaiaiaiayá! ¡Tataka Glaka Joooaaahg!

—Juat?

Carlos procedió a traducir:

Él dice que siente un enorme placer al ver el buen diente que tienen los mexicanos.

El jefe de mi hermano Carlos aprobó con un gruñido y continuó:

—¡Jogwata Blaka Taglaka! ¡Jooogwandla!

Carlos volvió a traducir:

—Y que más gusto le va a dar cuando se vayan porque a este paso lo van a arruinar.

Al terminar la comida de alguna manera conseguimos levantarnos y el jefe de Carlos nos invitó con un elegante ademán a que pasáramos al bar, ubicado en la segunda planta.

El bar estaba lleno de gringos y japoneses pedísimos. Nos sentamos en unos bancos acojinados frente a unas mesitas minúsculas donde nos sirvieron sake y unas vainas de soya cocidas con agua y sal y que eran una verdadera delicia. Tanto nos gustaron que la mesera, harta de llevarnos exquisitas charolitas plateadas con esa botana mejor se decidió a ponernos una cubeta llena de vainas verdes.

Yo me puse a platicar en un inglés ebrio y mocho con una gran dama nipona acerca de la poesía del País del Sol Naciente hasta que se hartó y me despidió a mi mesa, a la que llegué tambaleándome.

El señor Ishimoto, Ishikawra o algo así se levantó y consiguió articular otro discurso:

—¡Aglajowata Glajka Tataka!..

—Él dice —tradujo Carlos— que le encanta la música mexicana y que le gustaría que le cantaran una canción.

El jefe de Carlos aprobó con un gruñido, chocó las palmas de las manos y como por ensalmo apareció una japonesita para encendernos el karaoke.

Destrozamos varios huapangos y canciones rancheras y los japoneses nos aplaudían frenéticamente, quizá con la esperanza de que nos calláramos, pero el sake había hecho de las suyas y ya estábamos muy animados.

Finalmente nos despedimos de él y nos fuimos a la casa de Carlos luego de pasar una velada increíble durante la que no paramos de comer y siempre sostuvimos en la mano un vaso milagroso de cerveza o de sake que nunca se vaciaba.

 

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