Por: Maribel R. y Elko Omar Vázquez Erosa
I
—Pasa, Miguel, te estábamos esperando. Así que vas a estar unos días en tierra firme —dijo María, la madre de Isabel. Miguel, un hombretón con cara de pícaro abrazó a su hermana hasta sofocarla mientras la alzaba en vilo.
—¡Unos días en tierra firme para un viejo lobo de mar!
—¡Miguel! ¡Bájame inmediatamente!
Miguel soltó a su hermana.
—Te presento a mi amiga Carmen. Ella es de México: es la mamá de Pedro.
—Ah, sí, el amigo de Isabel. Mucho gusto —dijo muy sonriente Miguel mientras le extendía la mano a Carmen.
—Y como te había comentado nos urge ir a Santiago a realizar algunos trámites de mucha importancia, por lo que no estaremos de regreso hasta dentro de unos días y necesitamos que les eches un ojo a Isabel y a Pedro —continuó María.
—Por supuesto, hermana, por supuesto, vayan sin cuidado.
—¡Miguel! ¡Prométeme que te vas a portar bien!
—¡Claro, hermana! ¡Hasta traje unas novelas de Argentina para entretenerme! También me hice de algunos regalos para ti; supongo que encontraremos algo para Carmen —contestó Miguel mientras rebuscaba en una enorme mochila de lona montada en una parrilla de aluminio.
—Después, Miguel, que ya viene nuestro transporte.
María besó a su hermano y seguida por Carmen abordó el taxi que habían pedido.
Miguel abrió la puerta del cuarto de Isabel y la encontró en el suelo armando un rompecabezas con su amigo Pedro. Al verlo ambos corrieron a abrazarlo:
—¡Miguel! ¡Miguel! ¡Miguel!
—¡Calma,niños! ¡Calma! Me voy a quedar unos días a cuidarlos porque sus mamás tuvieron una emergencia. Estoy seguro que estarán muy entretenidos con las cosas que les traje:
—¿Qué nos compraste, tío Miguel? —preguntó Isabel, entusiasmada. Miguel abrió su enorme mochila de lona y sacó varias bolsas de dulces de distintos países, un tren de hojalata, unas muñecas muy simpáticas, unas máscaras africanas en miniatura, una montaña de tebeos y muchas otras curiosidades.
—¡Wow! —gritaron Isabel y Pedro al mismo tiempo.
Mañana en la tarde los llevaré de paseo, pero hoy tengo un compromiso con los muchachos de la tripulación, quienes se reunirán conmigo en el granero. Les voy a pedir que se porten bien y que no se acerquen a nuestra aburrida reunión de personas mayores.
—De acuerdo, tío —asintió Isabel mientras revisaba sus tesoros acompañada por Pedro.
—No olviden acostarse temprano —remató el tío Miguel.
Cuando pensó que se encontraban muy entretenidos Miguel volvió a la sala y tomó el teléfono.
—¡Fernando! ¡Todo despejado! ¡Procedan a traer el botín!
—¡Vamos para allá! —le contestó una voz al otro lado del teléfono.
II
Isabel y Pedro pasaron un par de horas ensimismados en los exóticos juguetes que el tío Miguel había traído, junto con montañas de tebeos, álbumes para colorear y exquisitas golosinas.
La primera en salir de ese estado de hipnosis fue Isabel, quien percibió una especie de silencio abrumador en la casa, que era de alguna manera remarcado por el tic-tac del reloj del abuelo.
—¡Pedro! ¡Pedro! ¿Qué estará haciendo mi tío Miguel?
—Recuerda que nos dijo que tendría una aburridísima reunión de marineros en el granero y que no nos acercáramos a ella.
—¿Y te parece que las palabras “aburrido” y “marinero” van juntas? —preguntó Isabel.
—Pues ahora que lo dices.
Ambos se levantaron como impulsados por el mismo resorte y salieron por la puerta trasera de la casa paradirigirse —haciendo el menor ruido posible en el suelo de grava— a la parte posterior del granero donde sabían que se encontraban varias tablas sueltas detrás de unas pacas de alfalfa y que constituían su entrada secreta al granero.
Unavez dentro de la destartalada construcción Isabel y Pedro atisbaron por un hueco que se formaba entre las pacas de alfalfa una reunión que les pareció propia del mismísimo Barbanegra y sus compinches:
—¡Por Neptuno! —rugía el tío Miguel—. ¡Les digo que echen las sobras de comida y la cerveza caliente que se quede al fondo de la botella en ese viejo tonel y apuesto a que en una hora tendremos por lo menos dos ratas.
—Con el ruido que hacemos dudo que se acerque un solo roedor al granero —afirmó un tal Ismael.
—Pues yo apostaré por Miguel, quien siempre atrapa más ratas que nadie en alta mar. O tiene un pacto con el diablo o utiliza sin que nadie se dé cuenta un ingrediente secreto que atrae a las ratas.
—Les digo que se trata de la cerveza y los restos del fiambre —insistió Miguel—; pero bueno, ya veremos. Mientras tanto Fernando nos debería pasar esa cerveza holandesa. ¡Yo les juro que cuando la prueben van a ver el cielo!
Isabel y Pedro voltearon a verse con rostros de asombro; pero en seguida pusieron atención para ver dónde se encontraba la susodicha cerveza holandesa que, afortunadamente, los marineros habían colocado en una hielera ubicada cerca de las pacas de alfalfa, por lo que sólo tuvieron que esperar un rato. En un descuido de los viejos lobos de mar Pedro sacó un brazo raudo y veloz que se apoderó de un paquete de seis cervezas.
Isabel y Pedro salieron a hurtadillas y luego corrieron a la casa con su botín.
—¡Dale, dale, Isabel! ¡Vamos a ver el cielo! —gritaba Pedro, aplaudiendo.
—Espera, Pedro —dijo Isabel con gravedad—. Se trata de una ocasión especial, así que utilizaremos las copas de mamá.
Isabel sacó de una vitrina dos copas de cristal cortado para champagne en las que sirvió la cerveza.
III
Pedro abrió los ojos para descubrir que se había dormido debajo de la mesa del comedor. Buscó con la mirada a Isabel y la encontró hecha bolita junto a las patas de una vitrina.
La cabeza le dolía un poco: la noche anterior se habían puesto a cantar un montón de temas de Mecano:
“Ay que pesado, que pesado,
siempre pensando en el pasado.
No te lo pienses demasiado
que la vida está esperando.
Además todo les daba risa, hasta la cosa más boba.
Pedro sacudió a Isabel, quien despertó sedienta y sacó una jarra de agua helada del frigorífico, que ambos bebieron con avidez.
Luego de tirar en el fondo del bote de basura las latas de cerveza Isabel y Pedro decidieron investigar en el granero, donde encontraron al tío Miguel y a sus amigos roncando como osos.
Isabel y Pedro se dirigieron al tonel y al destaparlo descubrieron que en el fondo del mismo cinco enormes ratas les devolvían la mirada.
Emocionados tomaron un diablito de carga y sacaron silenciosamente el tonel.
—¡Ve por una bolsa de lona a la caja de herramientas mientras yo le dejo una nota a mi tío! ¡Corre, Pedro, corre! ¡Todavía podemos alcanzar la sesión dominical del Grupo de Costura de las Damas de la Tercera Edad!
A Pedro se le iluminaron los ojos y corrió a obedecer a Isabel, quien anotó en el cuaderno de recados que se encontraba en la cocina:
Tyo no kicimos despertarlo fuimos a ogar las ratas al arollo antes de ke ze eskapen su sobrina ke lo kiere Isabel.
Pedro regresó con la bolsa de lona, que puso alrededor de la boca del tonel, mismo que ambos volcaron sobre una pequeña rampa de acceso y cuando vieron que las ratas se movían en la bolsa la ataron rápidamente y salieron disparados al Club de la Tercera Edad.
Poco después Isabel y Pedro se encontraban a las puertas del club, donde alcanzaron a ver que un par de viejecillas entraba al edificio, por lo que esperaron un rato y se colaron subrepticiamente.
Pedro e Isabel recorrieron un pasillo adornado con cuadros pintados en casa, principalmente acuarelas que representaban gatos, perros y floreros, y al llegar al taller se escurrieron hacia un pasillo de servicio que daba a un cuarto de artículos de limpieza, así como a una puerta que llevaba a la calle; además el pasillo contaba con una ventanita que les permitía atisbar a las integrantes del club.
La presidenta, doña Enriqueta, era una señora de cabellos blancos y de carácter fuerte e imponente ya que era la viuda de un destacado político y como extrañaba las cenas y el boato de las ceremonias oficiales se conformaba con dirigir las diversas actividades del club, como un pequeño Napoleón femenino en la isla de Elba.
También se encontraban doña Jacinta, antigua institutriz de agrio carácter: alta, flaca y seca, era fanática del orden y; doña Gemma, una mujer enorme que siempre estaba comiendo y que se reía por todo.
Ese trío controlaba al resto de las viejecillas de la aldea, que se dejaban hacer porque así estaban entretenidas con clases de pintura, costura, crouchet, macramé, repostería y muchas otras actividades, además de que comían de balde frecuentemente gracias a los fondos inagotables de doña Enriqueta.
—Muchachas —se dirigió doña Enriqueta a sus seguidoras—, como la mañana es fresca nuestras compañeras se han retrasado, así que les sugerimos que pasen al saloncito a tomar café y comer unas galletas y un pastel que Jacinta nos ha servido.
La palabra “pastel” obró milagros y las viejecillas salieron de su sopor para dirigirse, con ansias juveniles, al saloncito adjunto.
Pedro corrió al baño, dejó dos enormes ratas tras la cortina de la regadera y cerró cuidadosamente la puerta tras de sí; en seguida tomó una horquilla para inmovilizar a una rata mientras Isabel le ataba alrededor del pescuezo un lindo listón color rosa, operación que repitieron hasta tener tres ratas atadas a los pedales del mismo número de máquinas.
De pronto Pedro e Isabel escucharon el chismorreo de las integrantes del club y corrieron a esconderse en el pasillo. Las ancianas comenzaron a ocupar sus respectivas máquinas; Pedro e Isabel apenas asomaban sus ojos por la ventana, casi no respiraban y observaban a doña Enriqueta dispuesta a entrar al baño. Al otro lado Jacinta sacaba sus labores de un cajón de su máquina.
—¡Dios! ¡No la ha visto, Pedro! ¡Uf!
—Espera, Isabel, las veo en el pedal de su máquina —dijo Pedro, ansioso. Mientras tanto llegaba doña Gemma, toda apurada:
—¡Paso! ¡Paso! ¡Voy al baño! —y en un santiamén resbaló y fue a aplastar su enorme culo contra el suelo: sus ojos quedaron clavados en la enorme rata que la miraba fijamente desde la máquina de Jacinta.
Los gritos sonaron al unísono: Enriqueta salió con la falda medio subida mientras dos ratas zigzagueaban entre sus pies; de Jacinta no se sabía si reía o lloraba ante la graciosa caída de Gemma, quien gritaba de dolor y terror.
—¡Corre, Pedro, corre! ¡Si nos pillan nos las van a hacer tragar!
—¡Ja, ja, ja! —a Pedro le dolía el estómago de tanta risa.
IV
El tío Miguel encontró a Pedro e Isabel jugando al ajedrez, muy concentrados y con cara de angelitos, y les preguntó:
—¿Habéis ahogado las ratas?
—¡Oh, sí, tío! —contestó Isabel.
—¿Y cómo es que fue a parar la lona al club de las ancianas? Esas viejas bolsas tienen un tarjetero donde casualmente mi hermana puso las señas de su granja.
Pedro se quedó rojo como un tomate mientras Isabel palidecía sin poder articular palabra.
—Bueno, yo no diría nada, porque un poco de terror no le viene nada mal a unas ancianas chismosas; pero han venido a preguntarme si la lona era de aquí y como no sabía la historia… lo afirmé.
Pedro e Isabel se miraron, aterrorizados.
—¡Aja-já! ¡Los atrapé! —rugió el tío Miguel mientras les daba un manotazo en la espalda que casi los derribó, luego los acercó hacia su persona y les dijo en voz baja—: Las ancianas están tomando té en la cocina. Las he convencido… bueno, es mucho suponer: les he dicho que ustedes fueron a ofrecerles queso que traje de Holanda, pero que huyeron aterrorizados al ver la enorme cantidad de ratas que infestaban el club.
“Y hablando de ratas ustedes no vieron el otro tonel donde capturé siete. Éste es el plan: ustedes vayan a la cocina y entretengan a las ancianas disculpándose por no haberlas saludado, insistan en que huyeron luego de abandonar la lona y que seguramente las ratas, que eran enormes, devoraron el queso”.
“No es necesario que les crean, sólo que me den tiempo para utilizar mis ganzúas para dejar a ciertos roedores en el maletero del vehículo en el que vienen las señoras”.
—¡Sí! —gritaron emocionados Pedro e Isabel, chocaron palmas con el tío Miguel y corrieron a entretener a las ancianas.
Miguel salió con sus ganzúas, abrió el maletero, vació una bolsa de lona en la que se agitaban siete ratas enormes, cerró la portezuela y tallándose las manos ahogó un grito de pura emoción: se deleitaba imaginando la expresión de las pobres viejas cuando descubrieran a las ratas.
Al caer la noche María y Carmen encontraron a los tres muy entretenidos armando un enorme castillo con bloques Lego.
—¡Miguel! —exclamó María— ¡A veces no sé quién es más niño!
Al día siguiente el pueblo se enteró de que el Club de la Tercera Edad estaba siendo fumigado debido a una infestación de ratas, mismas que se habían vuelto tan audaces que hasta invadieron el vehículo de doña Enriqueta, quien casi muere de un infarto al abrir el maletero ya que se escuchaban ruidos extraños; doña Gemma y doña Jacinta, quienes acompañaban a la presidenta, también se llevaron un susto tremendo al ver que una horda de ratas endemoniadas se escapaba del compartimiento.