Por: Maribel R.
Era media tarde de una primavera soleada: salí a tomar un poco de sol a la terraza desde donde se divisaba claramente la casa de mis tías-abuelas, dos hermanas ancianas y solteras que vivían solas.
Justo cuando me tumbé y cerré los ojos para disfrutar de ese sol primaveral comencé a oír unas voces que se hacían cada vez más fuertes: eran ellas.
No era extraño oírlas discutir ya que nunca estaban de acuerdo además de que María estaba casi sorda y hablaba a gritos porque no se oía a sí misma, mientras que Laura levantaba la voz para hacerse entender por su hermana.
—¡María, mañana en la tarde van a venir a instalarnos el teléfono!
—¿Qué dices? ¿De qué me estás hablando? —preguntó María.
—¡Pues un teléfono, María, para poder hablar con nuestra familia que está lejos, por ejemplo! —le dijo Laura.
—¿Estás loca? ¡No nos hace falta para nada ese artefacto! —contestó María.
—¡Escucha… tú y yo ya somos muy mayores y estamos solas, si algo nos sucediera podemos llamar a emergencias o a alguien que nos ayude! —continuó Laura.
—¡De ninguna manera! ¿Cuánto has gastado en esa cosa? ¡No nos hace falta y no quiero que tires mi dinero en ese trasto parlante! —respondió María con mucho cabreo.
—¡Pues ya lo gasté, lo voy a instalar y no se hable más!
—¡Bruja del diablo! ¡Santo Dios! ¡Tú no piensas las cosas! ¿De qué nos sirve un teléfono, a ver, dime… de qué? ¡Si yo no oigo y tú no ves!, ¿para qué diablos lo queremos? ¡Dios santo! ¡Si es que tú no piensas!
Y es que te lo pasabas en grande escuchando sus discusiones.