Recorriendo «El Refugio»

El Refugio JPG

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Al concluir mi servicio social todavía se me ocurrió una idea luminosa que retrasara mi desagradable, pero inevitable ingreso al mundo laboral: escribir otro libro de poemas, por lo que me tomé unas largas vacaciones en el rancho El Refugio, donde nació el florilegio del mismo nombre.

El Refugio originalmente fue editado por la Universidad Autónoma de Chihuahua en su Colección Flor de Arena, en abril de 2001, gracias a los buenos oficios del maestro Jesús Chávez Marín cuyas palabras, que citamos a continuación, aparecen en la contraportada:

Conforman este libro de poemas tres ambientes agrupados en: “Apuntes de viajero”, “A veces regresan” y “El cuervo y la rosa”. En su estructura semeja una novela donde aparece un hombre que viaja en vehículo por las extensas llanuras de su tierra, llega a un antiguo pueblo serrano donde en una finca guarda el equipaje, una caja blanca de cigarros Marlboro, media botella de coñac, la pluma Cross y algunas hojas de papel para escribir dos o tres frases de sus intensas meditaciones, matizadas por la nostalgia y la luz de un amor consumado.

En su tono lírico, sujetado con firmeza por una redacción impecable, cristalizan las enseñanzas de muchos poetas que el autor ha leído y estudiado con toda calma. Hay ecos de la fuerza vital de Petrarca, la sensualidad y la gracia de Ana Rossetti, los viajes de Basho, las tormentas gozosas del gran Gustavo Adolfo Bécquer, el sonido hermoso del más profundo español de Jorge Manrique, la sobriedad y el buen humor de Alí Chumacero y la exuberancia reflexiva de Homero Aridjis. Pero sobre todo, se refleja en la escritura de estos bellos poemas la madurez y donaire de este joven poeta mexicano llamado Elko.

La portada de la edición original se engalana con una acuarela del maestro Carlos Carrera, mientras la edición digital luce un cuadro de la talentosa pintora Pilar Sánchez de Erosa.

Días apacibles

Temósachi me recibió con una suave llovizna, olor a ozono y a tierra mojada, con nubes oscuras iluminándose intermitentemente debido a los relámpagos que nacían en los cerros distantes.

El Refugio

Dividía mi tiempo en largas y meditabundas caminatas por las tierras de labor, las orillas del arroyo y las arboledas de tal forma que algunas personas llegaron a pensar que yo era una especie de seminarista evangelizando a las dríadas y a los duendes.

Algunas tardes las pasaba en el interior de los galerones del rancho, fumando y bebiendo tequila mientras las gotas furiosas de la tormenta arrancaban trozos de adobe de los centenarios muros, o bien acompañaba a mi primo Tito a cazar patos con la escopeta: sobra decir que no le dimos a ninguno.

Cuando el clima lo permitía me bañaba en el estanque o en el arroyo, para luego descansar en la orilla admirando el vuelo de los pájaros. Llegué a hacer amistad con dos lechuzas que, invariablemente, me acompañaban de regreso al rancho durante mis caminatas crepusculares, posándose de poste en poste a lo largo de las cercas de alambre de púas.

Luego de cenar con mi tío Elco y de beber un café, convenientemente aderezado de varios cigarrillos, me dirigía a unas ruinas cercanas a los árboles del estanque para contemplar la luna, las estrellas, las luciérnagas o el brillo distante de las luces del pueblo y el ocasional de los automóviles en la también lejana carretera, mientras escuchaba crepitar los leños de la hoguera.

Don Proculón y Proculito

—M’ijo, vámonos pa’ la cantina, pero deja esa libreta en tu cuarto, que me pone de nervios —propuso mi tío Elco y como se trataba de una de esas invitaciones que yo no suelo rechazar abordamos la camioneta para dirigirnos al pueblo.

En la cantina, ubicada a orillas del río Papigochi, se daban cita los rancheros, pueblerinos y jornaleros. Yo me entretuve un buen rato estudiando la obra del maestro Silviano, genio desconocido y pintor mariguano del pueblo. Se trataba de un cuadro en el que se representaba a un chamán de cabello largo con tres pares de ojos que si los mirabas demasiado terminabas por marearte.

—¿Qué “pajó”, don Elco? ¿Qué milagro que “abaja” del Refugio? —saludó a mi tío uno de los vagos del pueblo.

—“Quihubo” —contestó muy seco mi tío.

—¿“Ora” no trae la pistola pa’ tirar bala?

El tipo hacía referencia a cierta ocasión, hace muchos años, en la que mi tío se encontraba muy inspirado y sacó su pistola para disparar al techo de la cantina. Cuando la Policía Judicial del Estado quiso dar con él mi tío se ocultó en un lugar secreto donde se la pasó bebiendo cerveza, fumando Marlboro rojos y leyendo novelas de Mickey Spillane. Finalmente el asunto se arregló con un modesto soborno.

—¡A ver! —ordenó mi tío Elco—. Ponle una caguama a este cabrón con tal de que no esté chingando.

El cantinero le dio la caguama al sablista y le dijo que se alejara de la barra para no fastidiar a los rancheros que sí pagaban sus cervezas. Mi tío Elco me llamó:

—M’ijo, te presento a estos muchachos: Proculón y su guardaespaldas Proculito.

Proculón, el cantinero, era un tipo enorme que sufría vitíligo, mientras que Proculito era un chaparrito de bigote que se paseaba con cara de pocos amigos por las mesas de la cantina. Yo no me explicaba cómo un tipo tan pequeño era el guardaespaldas de un viejo tan grandote como Proculón, pero unos minutos más tarde tuve ocasión de averiguarlo:

Un peón, muy alto y completamente borracho golpeó a su compañero de mesa, derribándolo con todo y botellas para luego caer él mismo entre las sillas metálicas.

—¡Vas pa’ “juera”! —gruñó Proculito y abrazó al peón, que ya se había levantado, por la espalda, lo alzó y se lo llevó en vilo, a pesar de que se agitaba con desesperación, hasta la puerta de la cantina, donde lo sacó a patadas. Nota mental: no meterse con el chaparrito.

Cartografiando la nostalgia

El Refugio se divide en tres ambientes. El primero de ellos, Apuntes de viajero, es una especie de búsqueda que sirve de invocación a los fantasmas de la melancolía. Podemos citar el siguiente poema:

Él seguía buscando
las fuentes del río,
él seguía todos los hilos,
ese rumor de cristales,
la risa de una mujer
que se dijo del agua.

O éste:

Lamiendo mis heridas descubrí
que fui un río deseoso
de volver sobre su cauce,
pero la conciencia de la vida
había cerrado las puertas
que antaño nos abrieran los dioses,
entonces me puse a escribir poemas
que lamentaban la pérdida de nuestro ayer.

Una vez que los espectros de la poesía se han instalado en la atmósfera lluviosa gracias a una serie de procesos alquímicos que tienen lugar en extraños senderos ubicados entre los mundos del sueño y la vigilia abordamos el segundo ambiente del poemario, a saber: A veces regresan.

Esta sección del libro tiene poemas como:

Estuve pensando en ti,
los relámpagos
iluminaban los cerros
y una luz intermitente se colaba
por las ventanas enrejadas
de los vacíos galerones.

Te escribí un poema
que se llevó la lluvia,
te mandé un beso
que se bebió la tierra;
entonces comprendí
como sólo comprende
el que sueña.

Contemplé los sauces agitados,
las caballerías abandonadas,
y supe lo que era
gritar de espanto y soledad.

Encendí un cigarro
y pasé mil años
mirando los charcos
que se formaban en el suelo.

Quise dibujar tu rostro,
quise fingir que te oía,
pero las ranas hablaban
de un desamparo antiguo
–antiquísimo–
perdido en la memoria
de los hombres.

También citaremos éste (disculparéis el plural mayestático, pero así somos de insoportables los poetas debido a nuestro constante trato con los dioses):

Un día,
caminando hacia el ocaso
en la pradera,
escuché tu voz, por un momento.

Un día en que los cerros
se volvían dorados…

…y yo me iba quedando
sin memoria,
y yo me iba volviendo
este silencio.

El cuervo y la rosa es el ambiente que cierra el poemario, ya en plena borrachera poética, e incluye vagas referencias históricas, míticas y legendarias:

La tormenta difumina el paisaje
con tonos bíblicos;
las golondrinas se guarecen
en las vigas del cobertizo
y una camioneta va, penosamente,
por el camino cercado de púas
y de verdes pastizales.

Olor de paja, tabaco y tierra mojada;
vuelo de palomas huyendo
en busca de un refugio cálido y seco
mientras las gotas furiosas
arrancan trozos de las casas de adobe.

Las montañas se borran
de niebla y soledad,
porque es un canto de tristeza
y alegría entremezcladas;
es Jerjes trenzando
las lágrimas y la risa
ante el paso de sus ejércitos.

Cerramos este recorrido con el siguiente poema:

Tú lo negarás todo,
y yo miraré la lluvia
caer al pie de los faroles,
y mis ojos recorrerán
las duelas de la casa
para cosechar insomnios,
y reconocerán la noche
y las viejas razones
de lo imposible,
y seguirás ausente
y nada de lo que pueda decir
cambiará la evidencia
de mi lecho frío,
y te llamaré fantasma
y quimera,
y tomaré un trago
fingiendo que te olvido,
y fumaré un cigarro
como en todos mis poemas,
y crearé mundos
que nadie más podría crear,
pero en ellos serás
poco menos que una sombra.

Disponible en Amazon

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