Los evangelistas

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Por: Elko Omar Vázquez Erosa

—M’ijo, traigo ganas de comerme unos tacos de barbacoa. Si vas por ellos yo invito –dijo mi papá, que había despertado inusualmente generoso.

Era una mañana de domingo fresca y fragante como el césped recién cortado, risueña como la Gioconda y linda como una flor.

Ordené la barbacoa, que me despacharon más rápido que ipso facto y me encaminé de regreso a casa, silbando alegremente.

De pronto un avión que arrastraba una lona con la leyenda “Jesus saves” vomitó una miríada de hombres trajeados y mujeres con faldas largas, que descendían suavemente sirviéndose de sus negras sombrillas.

Al parecer algún científico demente se había puesto a clonar a Mary Poppins o al señor de las Halls (ese tipo que salía en un anuncio de los años ochenta volando con una sombrilla, vestido de inglés, y promoviendo pastillas de menta) en lugar de reproducir a Milla Jovovich, como cualquier persona razonable hubiera hecho.

Cuando tocaban el suelo, hombres y mujeres por igual arrojaban semillas que traían en un saquito y del suelo brotaban unos niños horribles, vestidos como en el siglo XIX, que recordaban a los hijos del maíz, de Stephen King: todos ellos eran rubios, pecosos y orejones, igualitos a Alfred Neuman, el niño mascota de la revista Mad, y mostraban un gesto de suficiencia.

Aterrorizado corrí a la casa y azoté la puerta al cerrarla.

—¿Qué pasa, m’ijo? Parece que hubieras visto al Diablo.

—¡Shhh! Los hermanos están evangelizando.

Comimos en silencio mientras los sectarios tocaban a la puerta y lanzaban perlas de poesía semítica como:

Aunque pase por el valle de sombra de muerte no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento.

 Sólo faltaba el predicador de la película Poltergeist gritando:

—Carol Anne, we need you, Carol Anne! You´re the light!

—¡Pero cómo chinga esa gente! ¿No piensan largarse? —exclamó mi papá.

En eso timbró el teléfono y mi papá contestó: era Rosa Garibay, la vecina:

—¡Don Carlos! ¡Estoy muy angustiada! Mandé a mi sobrinito a la tienda, todavía no regresa y los Legionarios de Cristo andan por ahí. ¡Qué espanto! Ya sabe cómo se las gastaba el padre Maciel.

—No se preocupe, vecina —afirmó mi papá—. No creo que sean los Legionarios de Cristo. Esta gente pertenece a una de esas sectas que inventan los gringos para sacar dinero.

—Menos mal, don Carlos, menos mal. Me quita usted un peso de encima —dijo doña Rosa y colgó.

Afuera los hermanos seguían azotando la puerta mientras vociferaban:

Entonces dirá también a los de Su izquierda: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y para sus ángeles.

—Esto me recuerda un chiste —señaló mi papá en un desesperado intento por aliviar la tensión. Yo me sentía como Robert Neville, el protagonista de Soy Leyenda, de Richard Matheson, rodeado de vampiros, sin un sólo instante de paz.

—Una mujer guapa y soltera —continuó mi papá— se encuentra en su casa cuando suena el timbre. Ella no quiere ver a nadie y pregunta, en voz alta:

—¿Quién es?

Del otro lado de la puerta se escucha una voz varonil, que dice:

—¡Vecina!, soy el instructor de fitness del gimnasio, me pregunto si…

La mujer pegó un brinco y se apresuró a abrir la puerta.

—¡Aja-já, zorra! —dijo un tipo de traje con un maletín lleno de folletos y una Biblia bajo el brazo—. ¡Venimos a traerle la palabra!

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