Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Todo borracho que se respete debería tener en la mesita de noche, junto a la lámpara, la botella y el paquete de cigarrillos, un ejemplar del Rubaiyat o Las Cuartetas, de Omar Khayyam, poeta del vino y del instante fugitivo.
Omar Khayyam nació en Naishapur de Korassam, Persia, cerca del año de 1040 y murió hacia 1123. Fue poeta, matemático y astrónomo.
Según la leyenda en su juventud Khayyam y sus amigos, Hassan Sabbah y Nizam al Mulk, prometieron que el primero en triunfar ayudaría a los demás.
Con el paso del tiempo Nizam se convirtió en secretario y más adelante en visir del sultán Alp Arlan, El León.
Hassan fue favorecido con un cargo en la corte, pero sus intrigas fracasaron y huyó a las montañas para encabezar a un grupo de rebeldes a los que prometía el paraíso.
Se dice que los hassassin (origen de la palabra asesino) eran inducidos a un sopor con hachís, luego se les transportaba a un jardín secreto donde hermosas mujeres los atendían a cuerpo de rey para finalmente despertar en su humilde jergón.
Se les hacía creer que habían estado en el paraíso, mismo que alcanzarían al morir a cambio de una obediencia ciega.
Hassan, mejor conocido como El viejo de la montaña, poseía una fortaleza conocida como Alamut (nido de águilas, como el nombre del árbol “álamo”) y su secta prevaleció por más de cien años, aterrorizando a los cruzados y a las poblaciones vecinas.
Los hassassin llegaron a ser tan poderosos que incluso se atrevieron a desafiar al mismísimo Saladino, sultán de Siria y Egipto, vencedor de la Tercera Cruzada y enemigo de Ricardo Corazón de León.
Nuevamente acudimos a las brumas de la leyenda, la cual nos refiere que en cierta ocasión Saladino decidió acabar con la secta y comenzó a movilizar sus tropas para tal efecto. Una mañana el sultán despertó para encontrar un mensaje, clavado con una daga en su almohada, advirtiéndole que cesara en su empeño, por lo que Saladino decidió pactar con muchachos tan tenebrosos.
Tal fue el poderío de los hassassin hasta que en el año 1256 Alamut fue arrasada por el invasor mongol Hulagu Jan.
En su libro Kalpa Imperial Angélica Gorodischer afirma: el hombre sensato se ocupa de su huerto; el cobarde, del oro; el justo, de su ciudad; el loco, del gobierno; y el sabio, del espesor de las hojas de los helechos[1].
Siguiendo un razonamiento similar Omar Khayyam, sabio como pocos, decidió abstenerse de las vicisitudes de la política y pidió a su amigo Nizam una pensión, gracias a la cual pudo retirarse a su ciudad natal, donde se dedicó a estudiar los astros y las matemáticas, así como al cultivo de la poesía.
Entre otras cosillas reformó el calendario musulmán, realizó unas tablas astronómicas y escribió un tratado de álgebra.
En lo alto de una terraza Omar Khayyam, rodeado de músicos, bellas mujeres y amigos cultivados vaciaba su copa, lánguidamente, recostado en su diván, y en esas noches deliciosas comenzó a componer el Rubaiyat.
Nos remitimos a la Editorial Tomo[2].
Omar nos advierte contra la pompa y la vanidad del mundo:
Vale más un sorbo de buen vino, que el imperio
de este mundo; la tapa de esa jarra, que el paso
de mil vidas, y el paño con que secas el vino de tus
labios, que, en verdad, mil mantos sacerdotales.
El poeta persa nos recuerda lo efímero de la vida:
El tiempo, inexorable, va fluyendo. ¿Qué ha sido
de Bagdad y de Balk? La rosa se ha marchitado
con el roce de la brisa. Bebe, y al mirar las estrellas
medita en los pueblos que consumió el desierto.
Khayyam nos dice que no debemos dejar de vivir por correr detrás de esperanzas fantasmagóricas:
Hay quien ambiciona las glorias de este mundo
y otros a las huríes del Edén. Yo prefiero un buen
vaso de vino. Cobra al contado siempre. Desoye la
llamada de aquel tambor lejano.
Las figuras de la jarra y el alfarero son recurrentes en el Rubaiyat:
Tal vez este jarro fue un día un triste amante
prendido en los rizos de su amada. Mira su asa.
Quizá ha sido el brazo que acarició mil veces
el cuello de una amada.
Aunque hay quien intenta forzar una interpretación de la poesía de Khayyam afirmando que se trataba de un sufí y que las imágenes de la taberna, el vino, la copa, la embriaguez, etc., son metáforas religiosas, lo cierto es que Khayyam habla por sí mismo, claramente:
Todos saben que nunca susurré una plegaria
y que no he intentado simular mis defectos.
Ignoro si existe justicia y clemencia, mas estoy perdonado,
pues siempre fui sincero.
O en éste:
Os cambio la diadema del Khazan, mi turbante de seda
y el airón del Sha; por la armonía del canto de la flauta.
Por un vaso de vino doy a cambio
el rosario con que rezan los hipócritas.
Khayyam, hedonista irredento, nos llena de una alegría entretejida de melancolía. Concluimos este breve escrito citando otra cuarteta:
Alguien me dijo un día: “No bebas más”.
“Cuando bebo —repuse— comprendo lo que dicen
la rosa, la amapola y el jazmín, y aun comprendo
lo que decir no saben los libros ni mi amada”.
[1] Gorodischer, Angélica. Kalpa Imperial. Martínez Roca. México, D.F. 1990. p. 67
[2] Khayyam, Omar. Rubaiyat. Editorial Tomo. México, D.F. 2009

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Me lo han leido en persa en la cama, después de un encontrazo amoroso. Y suena bien…
Gracias por ilustrarnos de una manera entretenida, además.
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