Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Desde que el Führer promoviera la fabricación del “Carro del Pueblo” o Volkswagen (e incluso agregara algunos detalles en su diseño) dicho vehículo ha ejercido una extraña fascinación sobre innumerables personas, atractivo que está lejos de extinguirse a pesar de que la línea fue descontinuada unos años atrás; por el contrario los clubes de aficionados al pequeño y anticuado automóvil se multiplican por todas partes: hasta conocí un bar en México, Distrito Federal, que había sido decorado con fotografías, dibujos y reproducciones a escala de ese chisme.
Entre el desfile de autos chatarra que llegó a poseer mi hermano Carlos durante su época de estudiante y sus inicios como profesionista acude a mi memoria un trasto antediluviano pintado de un horroroso amarillo huevo.
—Bros —nos dijo Carlos a Ricardo y a mí un viernes por la noche mientras sacaba un litro de leche del refrigerador—, ya conseguí comprador para mi vocho, pero mañana me voy a Buenaventura muy temprano y mi cliente consigue el dinero hasta el lunes. En esta hoja les dibujé un croquis con la dirección del taller mecánico del señor, que se llama Julio, para que me hagan el favor de llevarlo.
—Claro, no te preocupes.
—Tienen que encender el motor de bajadita, con la palanca de velocidades en segunda o bien empujarlo.
—Fácil —dijo Ricardo. Carlos le dio un trago a su litro de leche y continuó:
—La tercera vibra un poco, pero al meter cuarta el vocho se estabiliza.
—Ok.
—Cuando se detengan en un semáforo a fin de que no se les pare el motor deben poner la palanca de velocidades en neutral, mantener el pie izquierdo en el clutch, pisar el pedal del freno con la punta del pie derecho al tiempo que aceleran un poco con el talón ya que el freno de mano no sirve.
—De acuerdo.
—En la cajuela hay un saco de lona con herramientas que incluyo en la venta del vehículo. Antes de que vayan con Julio pongan un cartón nuevo entre la batería y el asiento trasero para que no les vaya a hacer corto. ¡Ah! No bajen el vidrio del copiloto. Si se quieren pasear el sábado y el domingo pueden hacerlo, pero no se les olvide cerrar bien las puertas.
—Ni que se lo fueran a robar —dijo Ricardo.
—Tal vez no, pero alguien podría meterse a cagar —comenté.
—Exacto, bro —confirmó Carlos, le dio un trago a la botella de leche, nos entregó las llaves del vocho y luego nos dio dinero para que compráramos un pequeño refrigerio consistente en tres hamburguesas por persona (con su respectiva orden de papas extra grande) y tres litros de refresco, alimentos destinados a acompañar una película.
El lunes por la mañana (ya que estábamos de vacaciones) conseguimos una caja de cartón en la tienda de la esquina, de la que recortamos un cuadro para aislar la batería del asiento trasero. Ricardo se puso al volante y como el Volkswagen se encontraba estacionado frente a una pendiente fue fácil encenderlo. Ricardo metió tercera y el automóvil comenzó a vibrar como una vieja lavadora a la que le faltara una pata: la piel de nuestros rostros temblaba hasta casi volverse líquida, como en esas películas de ciencia ficción, cuando la nave espacial se dispone a alcanzar la velocidad de la luz.
Ricardo metió cuarta y el Volkswagen, tal como había dicho Carlos, se estabilizó de tal forma que el propio Adolf Hitler hubiera podido acompañar las pastitas que tanto le gustaban con un vaso de chocolate caliente sin derramar una sola gota.
Ricardo me pidió que le pasara algunas referencias del croquis y poco después llegamos al taller. Ricardo estacionó el vehículo de bajadita.
Un perro lanudo, lleno de grasa, nos recibió con un concierto de ladridos:
—¡Estopa! ¡Cállese! —le gritó uno de los mecánicos al perro y nos tendió la mano—: ¿vienen de parte de Carlos?
—Sí, le traemos el Volkswagen —dijo Ricardo, le dio las llaves y la factura del vocho, endosada. Julio nos entregó un sobre con la cantidad que él y Carlos habían acordado.
—¡Zacarías! —llamó Julio—, dile a los chalanes que se encarguen del negocio y me acompañas para darle un aventón a los muchachos.
Zacarías fue a cumplir las órdenes de Julio y procedió a revisar el auto.
—¡Caramba! Estos modelos ya no se consiguen —comentó mientras admiraba el Volkswagen.
—Y le acabamos de poner entre la batería y el asiento trasero un hermoso cartón, casi nuevo, que recortamos de una caja de Corn Flakes.
—¡Qué bien! —Julio abrió la cajuela y comenzó a desatar la bolsa de lona que había puesto Carlos—: Veo que tu hermano incluyó un kit de herramientas.
Julio gruñó aprobando la selección de artilugios que consistía en unas pinzas, un desarmador de paleta y otro de cruz, un rollo de alambre, una botella de agua mineral y una sólida piedra de buen tamaño (para el mantenimiento de la batería) además de un gato hidráulico, una llave cruz y una llanta de repuesto, tan lisa como las nalgas de un bebé.
Ricardo le explicó a Julio los detalles del Volkswagen a fin de que pudiera maniobrarlo sin problemas. Unos minutos más tarde llegó Zacarías y abordamos el vehículo: Ricardo y yo nos metimos en la parte de atrás, Julio se puso al volante y Zacarías ocupó la posición de copiloto.
Olvidamos comentarle a Zacarías que no bajara el vidrio y éste se hundió en el interior de la puerta con un zumbido similar al que haría la hoja de una guillotina.
—¡Demonios! Tendremos que arreglar el vidrio —afirmó.
El vocho encendió sin problemas cinco metros colina abajo.
—El motor se escucha bien, compadre —comentó Zacarías. Julio trató de acomodar el espejo retrovisor, pero éste se le quedó en la mano.
—¡Repámpanos! —exclamó—, hay que reparar eso.
Julio metió tercera y comenzamos a sacudirnos como si un tiranosaurio rex hubiera atrapado el vocho entre sus fauces e hiciera todo lo posible por desmembrarlo, pero la calma volvió cuando entró la cuarta.
—Necesita unos ajustes —murmuró Julio y se puso a comentar de tecnicismos mecánicos con Zacarías; entonces nos tocó el primer semáforo y Julio olvidó las instrucciones de meter neutral, mantener el pie izquierdo en el embrague, frenar con la punta del pie derecho y acelerar un poco con el talón, así que el motor se ahogó.
—¡Qué mala suerte! —dijo Julio—. Por venir en la plática se me olvidó este detalle y no nos tocó de bajadita.
—Ni hablar —contestó Zacarías—: vamos a empujarlo.
Zacarías, Ricardo y yo descendimos del automotor y uniendo nuestras fuerzas conseguimos que el escarabajo arrancara: volvimos a abordar y el proceso de las velocidades tercera y cuarta se repitió varias veces hasta que llegamos a casa.
Uno de los vecinos había puesto un bordo para forzar a los automovilistas a aminorar la velocidad, pero como olvidó pintarlo de amarillo Julio no lo vio y el vocho saltó: el vidrio de la parte trasera se desprendió y cayó en el maletero.
Nos despedimos de Julio y Zacarías. Apenas había avanzado unos metros cuando el vehículo comenzó a volverse borroso, como si estuviera a punto de desvanecerse para reaparecer en algún punto indeterminado de una dimensión alternativa, pero Julio —amante de los Volkswagen y ducho conductor— metió cuarta y el vehículo se quedó en este plano de la realidad, deslizándose apaciblemente, a lontananza.
Jajajaja…. mas que exelente, Bro… No me lo vas a creer, pero se me ocurrio meterme al banio con el phone para realizar mis necesidades, y lo primero que hice fue habrir tu Blog…. de la risa que tuve en cada uno de tus parrafos hizo que el asunto se me olvidara….
Muchas gracias por tan deliciosa obra literaria de la vida real…. es increible de lo bien que te acuerdas de los detalles…
Un fuerte abrazo desde TJ!
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Como el Balzac siglo XXI que es, Elko lleva de la mano a los lectores a un paseo en el WV de su hermano.
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