Por: Elko Omar Vázquez Erosa
I
Mi amiga Ivonne Legarreta me invitó a su fiesta de cumpleaños, así que me puse unos pantalones de mezclilla deslavados —con artísticos desgarrones en las rodillas— una camiseta estampada con el rostro de Alice Cooper, mi chamarra negra de piel, varios brazaletes de cuero con púas y remaches y una arracada en el lóbulo de la oreja izquierda, además de elaborar un peinado punk con cinco litros de gel y dos frascos de spray para completar mi look de l’enfant terrible.
Una vez en la hermosa casa de los Legarreta, de estilo árabe, me encontré con una inesperada competencia: el hermanito de Ivonne, Luis Octavio, estaba bailando rap y se llevaba toda la atención de las chicas:
¡Rap! ¡Por afrodita! Era más de lo que podía soportar, así que ensayé una pose de adolescente mierdoso, haciéndome el indiferente, y conseguí atraer la mirada de una linda rubiecita.
—Elko –dijo Ivonne—, ¿qué haces aquí solo? Esa güerita te echo el ojo: sácala a bailar.
Seguí la sugerencia, Ivonne puso baladas y muy pronto quedé atrapado en esos ojos azules, en ese aliento a sandía, en esos cabellos perfumados, en esos…
—¡Nos vamos a la casa! —rugió una horrible visigoda, que podría haber sido una digna oponente de Conan el Bárbaro, y me arrebató a la muchacha.
—¡Pero mamá!
—¡Ese delincuente juvenil te está agarrando una chichi!
—Pero…
—¡Nada!
No sé si tal acusación tenía fundamentos, la verdad no recuerdo (quizá lo hice inconscientemente) lo cierto es que no me quedaron ganas de seguir bailando y me reuní en el patio trasero con Ivonne y sus amigos, quienes comían unos sabrosos tacos al pastor.
En lo más animado de la charla apareció Luis Octavio al frente de una banda de niños feroces, todos armados con cucharas de plástico rebosando de betún.
—¡Fuego! —gritó Luis Octavio y una ráfaga de betún de chocolate cayó sobre nosotros: era increíble la velocidad con la que recargaban las cucharas gracias al apoyo de un niño gordito que les detenía una bandeja llena del pegajoso parque.
—¡Mamá! —gritó Ivonne y doña Rita Legarreta acudió presurosa:
—¡Luis Octavio! ¡Vas a ver cuando venga tu papá!
Luis Octavio ordenó la retirada y sus fuerzas huyeron, entre carcajadas. Ahí terminó mi hermoso peinado punk; en fin, algo de justicia poética por mis muchas calaveradas.
II
Pasaron los años, Ivonne se fue a estudiar a Italia y dejamos de vernos por un tiempo. Cursé una carrera en la Universidad, conseguí un trabajo de reportero en la televisión y en alguna de tantas fiestas me encontré con un muchacho alto que tenía un vozarrón de general:
—¡Elko! ¿Cómo estás?
Lo miré con extrañeza.
—¡Soy Luis Octavio Legarreta!
¡Por Zeus! El muchachito delgado se había transformado en un hombre y en una especie de celebridad local toda vez que encabezaba un grupo de jóvenes que se dedicaban al rappel y a los deportes extremos. Luis dijo que había leído mi libro de poemas, El Refugio, que me editó la Universidad, y anunció que estaba novelando sus campamentos. Acostumbrado a escuchar acerca de proyectos literarios en ciernes que nunca se concretan no le creí, pero me dio mucho gusto saludarlo.
Años más tarde Luis me invitó a tomar unas cervezas y unos caballitos de tequila en la cantina La Antigua Paz, y me pidió que le diera una primera revisión a su libro, mismo que presentó meses después en el Teatro de Cámara ante una nutrida concurrencia.
Luis echó la casa por la ventana: fue una noche de cóctel inolvidable, con extraños bocadillos y un delicioso vino tinto. A continuación transcribo algunos extractos del texto que leí en la presentación de su libro
III
Memorias de una tierra brava, ópera prima de Luis Legarreta Talamás, es un libro de viajes por los inmensos y desolados paisajes de Chihuahua y por las ilimitadas veredas de la imaginación.
Luis tiene un estilo juvenil, desenfadado, salpicado de anécdotas chispeantes, llenas de picardía:
Joel y Sandy siempre son de cuidado a la hora de la comida, pero esto es intolerable en la guerrilla, todos debemos comer lo justo y parejo porque todos pusimos por igual; de hecho, en varias ocasiones hemos tenido que esconder parte de la comida porque Joel y Sandy la devoran o la esconden para ellos solos. Joel pensó que caeríamos en su trampa, pero las otras veces decidimos servirles nosotros la ración. Ya bien comidos descansamos la panza y nos preparamos para la odisea.
La narración de estos incidentes juveniles se intercalan con graves reflexiones acerca de la naturaleza, la amistad, los valores y el sentido de la vida:
Me subí a las piedras y comencé a orar con los ojos cerrados. Todo a mi alrededor quedó en silencio; no se escuchaba el viento rugir entre las piedras o aullar enredado en las ramas de los árboles. Me di cuenta que estaban cayendo relámpagos por la luz que atravesaba mis párpados y alcanzaba a escuchar los truenos tenuemente, como si estuvieran lejos. Al seguir orando sentí un calor que me inundaba el cuerpo. Suspiré porque me invadía la esencia de la naturaleza.
A lo largo de diez campamentos Luis nos conduce por los agrestes paisajes que rodean la ciudad de Chihuahua, por los espesos bosques de la Sierra Tarahumara, así como por ríos, cavernas y cañones de belleza majestuosa, y es que Luis mezcla la mirada del explorador con la mirada del poeta.
Como leitmotiv encontraremos leyendas de la Revolución, historias de brujas y fuegos fatuos narrados alrededor de una fogata, rumores de tesoros enterrados, de petroglifos marcados por indios en tiempos ancestrales y que guían al caminante a sitios ocultos, encantados, plenos de significado:
El resplandor de la fogata también alumbraba parte de la cabaña abandonada, todo parecía un macabro cuento de brujas y de tiempos de la Revolución. Al parecer los tesoros, los fantasmas y las leyendas, abundan por numerosos lugares que inspiran a la gente, sin embargo la noche, al igual que la tarde, se portó bondadosa. Pese a las tenebrosas y crueles leyendas, las estrellas y el sonido del agua espantaron los temores y los fantasmas que jamás aparecieron, sino que se limitaron a convertirse en sugestiones o en ocultos ruidos de la noche.
Y es que Chihuahua, alguna vez el “Mar de Tetis”, forma parte de un mundo fantástico que incluye sitios que no se encuentran en ninguna parte, sino en los ojos de quien mira, como Cíbola, la ciudad de oro, la de las siete puertas, que ha desvelado a Coronado, Cabeza de Baca y a más de un aventurero alucinado.
Con su manto de púrpura también se pasea la tragedia entre las páginas de este libro, como en la relación de un campamento en la Cascada de Basaseachi, cuando Luis y algunos compañeros de aventuras encuentran el cuerpo de una jovencita que llevaba varios días desaparecida:
El cuerpo estaba demasiado hinchado y golpeado, tenía muchos rasguños y estaba muy maltratado. La mano de aquella persona flotaba apaciblemente acariciando el agua que la había arrastrado, como si el cuerpo o el alma comenzara a aceptar que formaría parte ya de aquel lugar y de convertirse en un alma apresada por las profundidades del río, como si fuera una ondina.
Se trata de uno de esos libros palpitantes, llenos de vida y que, como decía Nietzsche, se escriben caminando.
Para concluir quisiera parafrasear algunos versos del gran poeta griego, Constantino Kavafis, en la traducción de José María Álvarez:
Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento…
…Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Ítacas.