Por: Elko Omar Vázquez Erosa
I
El flamante jefe de información del periódico «El Irrelevante», José Luis García, sintió que sus piernas dejaban de sostenerlo y que la sangre abandonaba su rostro. Fuera, los malditos militantes del PAN celebraban la victoria y agitaban banderas azules en la glorieta del general Matasiete.
Había ocurrido lo imposible: El PRI estaba derrotado.
José Luis García paseó la mirada demente por la sala de redacción y sus ojos se detuvieron en Laurito, ese japonés irritante que siempre le enfrentaba su insolencia de criado y que, para acabarla de joder, era del PAN. Mientras, el presidente electo, Irrisión Quesada, apuraba en la televisión una botella de champagne, hasta el fondo, ante los alucinados espectadores.
—¡Lauro! —escupió José Luis García— ¿Ya vio al imbécil de su presidente? Todavía no toma posesión del cargo y ya está violando la ley. ¡Se está empinando una botella de champagne!
—¡Ma! —contestó Laurito con una mirada de absoluto desprecio—. Si se empinó al PRI, ¿por qué no se va a empinar una botella?
José Luis García sintió como si lo hubieran abofeteado. ¡Ese enano de mierda lo había puesto en ridículo! Y no se le ocurría ninguna contestación ingeniosa.
En eso la petulante secretaria del director del periódico le informó:
—José Luis, lo busca el licenciado. Preséntese con él inmediatamente…
Javier Contreras, alias «don Proculito», lo aguardaba con cara de pocos amigos y como se las daba de literato y autócrata, el pequeño sátrapa del periodismo dijo, con ese sonsonete tan malditamente suyo:
—Una noche Li Wei soñó que una mosca interrumpía sus meditaciones así que cogió de su biblioteca un libro, específicamente «Bebiendo a la luz de la luna», de su amigo Li Tai Po, para aplastar al insecto.
José Luis se talló las manos y dedicó una mirada de adoración a Javier Rabietas, quien prosiguió:
—Pero la mosca burlaba todos sus esfuerzos. Al despertar, Li Wei descubrió que efectivamente había una mosca, así que agarró un papel de su mesita de noche y la mató…
Javier Rabietas hizo una pausa retórica, se levantó de su silla y llevándose las manos a la espalda, comenzó a pasear por su oficina, como si reflexionara.
—Desde entonces Li Wei no sabe si mató a una mosca o a un sueño.
José Luis se removió inquieto en su silla. ¿A dónde quería llegar el licenciado?
—El sueño de una patria ordenada e izquierdosa ha terminado, a pesar de todos nuestros esfuerzos por influir en el electorado.
José Luis sintió un hueco en el estómago. Rabietas susurró:
—El patrón exige nuestra presencia.
II
José Luis y su bien amado jefe, Javier Rabietas, tomaron un avión para La Capital a fin de entrevistarse con el dueño del periódico, don Proculón de la Garza, alias Mario Vázquez Roña.
—Buenas tardes, Lupita, ¿cómo está el patrón?
La bigotona secretaria de don Proculón ni siquiera se dignó en mirarles y dijo, avinagrada:
—El patrón está muy enojado contigo, Javier.
La vieja bruja no dijo más y los minutos comenzaron a transcurrir, pesadamente. El silencio sólo se rompía por el sonido de un antiguo reloj de péndulo.
Dos horas más tarde la secretaria abrió una puerta y dijo:
—Pasen.
Era una oficina de dimensiones colosales, con las paredes revestidas de mármol de Carrara, con sombríos cortinajes y un apestoso gusto artístico que incluía moldes de yeso de presidentes sudamericanos y estadounidenses. Allá, en el fondo, junto a una chimenea, don Proculón picaba en una mesita, con una tarjeta dorada de crédito, una generosa porción de cocaína, misma que no se dignaba a consumir, sino que se la daba a un enorme mastín de ojos asesinos.
Como no había sillas Javier Contreras y José Luis García permanecieron de pie, en silencio, durante cerca de 20 minutos. Sólo se escuchaba el crepitar del fuego, el crujido de la cocaína y los resoplidos del perro. Finalmente el tirano habló, sin mirar a sus empleados:
—Cuando Alejandro Magno llegó a la India lloró porque no había más mundos que conquistar…
Nuevamente el silencio matizado por el crepitar del fuego, el crujido de la cocaína y los resoplidos del perro, por espacio de siete minutos.
—Lo peor de todo —dijo don Proculón, con ojos soñadores— es que nosotros lloramos porque lo hemos perdido todo.
Otra pausa glacial, esta vez de cinco minutos:
—¿Qué pasó, Javier? —preguntó don Proculón mientras la luz de la chimenea le bailaba en el rostro—. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?
José Luis carraspeó y comenzó a decir:
—Señor, lo cierto es que…
—Javier —dijo don Proculón—. Infórmale a tu chalán que no le he dado permiso para abrir el hocico.
José Luis guardó absoluto silencio. Don Proculón se levantó de su silla y tomó un atizador de la chimenea:
—Bájense los pantalones y pónganse en posición.
José Luis sintió una angustia enorme y en eso despertó, en su cama:
—¡Dios mío! ¡Qué pesadilla tan horrible! Este maldito trabajo me está matando. Lo mejor es que renuncie al periódico y me dedique a la enseñanza —pensó mientras se dirigía al baño para darse una ducha e irse a trabajar.