Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Se llamaba Mabel; era un bar que se titulaba la Bola 8; toda esa masa de subnormales se ponían a ver el fútbol, o el béisbol, o esas cosas que le gustan a los plebeyos: yo iba para sentirme solo, para beber y fumar a lo pendejo, para admirar, desde los fríos ventanales de cristal, el paso de los automóviles por el Periférico de la Juventud.
Mabel era bonitilla: era blanca, delgadita, con un rostro armónico, tipo mediterráneo; no era la gran cosa pero mis ojos, al verla, se llenaban de alegría.
Transcurrían las dos de la mañana y yo miraba los vehículos pasar mientras me emborrachaba; total, si no podía manejar, algún pinche taxista vendría a por mí y al día siguiente el mismo pinche taxista recogería mi vehículo.
Mabel, blanca como la leche, con sus cabellos color castaño al fuego, y con sus ojos, color castaño al fuego, me miraba y me decía:
—Me recuerdas esa vieja canción, de Jeanette, El muchacho de los ojos tristes. ¿Por qué estás tan triste?
No sé, me pasaba horas y horas mirando los vehículos transitar por los puentes, por el desolado Periférico de la Juventud.
Se me hicieron costumbre sus ojos cálidos: imaginé que quizá en sus ojos cabía toda mi tristeza, toda mi locura, y me fui acostumbrando a sus manos suaves y blancas: a veces me la llevaba al baño para hacerle el amor de un modo sombrío y furtivo.
O acariciaba su cabello castaño, castaño al fuego.
Un día me decidí: yo era un hombre renovado, y le propuse matrimonio.
Me dijo que sí.
Jamás volví…
Excelente cuento, como todos los que usted escribe.
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Muchísimas gracias, maestro.
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