Por: Elko Omar Vázquez Erosa
En la cabaña de caramelo de Tavito y Clío, en ese reino de juguetes pletórico de soldados de plomo, muñecas, payasos, trenes y pelotas; en ese reino, asoma la tristeza.
Una mariposa vuela junto a las ventanas de azúcar transparente. Tavito ya no juega, está sentado en un rincón, observando a una cucaracha con la panza para arriba.
—Tavito, ¿quieres un dulce? —ofrece Clío—. Aghar los trajo.
Tavito se lleva la golosina a la boca y le parece tan insípida. Las vagas siluetas que se deslizan por las paredes le recuerdan que es sólo un prisionero; mira a su pequeña hermana, y teme por ella.
La cucaracha se retuerce, con las patas suplicantes por una gota de piedad.
Clío se asoma por la ventana y la chispa de sus ojos se enciende:
—¡Mira, Tavito! ¡Qué linda mariposa!, voy a cogerla.
—¡Espera, Clío! —responde el pequeño, con ademán de levantarse—. Aghar nos ha prohibido salir de aquí.
Y luego todo sucede tan rápido: Clío corre detrás de la mariposa, al momento el cielo se oscurece tomando tintes absurdos; los árboles se agitan, extrañas criaturas comienzan a chillar en la oscuridad —ruidos de cadenas y goznes que dejan libres sus peores pesadillas.
—¡Clío! ¡Regresa! —gritó el niño, aterrado, sin que su hermana lo escuchara, embelesada con la mariposa que finalmente consiguió capturar, para en seguida ser atrapada ella misma por manos grotescas y deformes de duendes que reían escandalosamente.
A lo lejos, un hombre encorvado por el paso de los siglos se acerca.
—¡Alto! —rugió—, devuélvanme a esa niña, me pertenece.
—¡Largo, hechicero! —le respondió uno de los monstruos—. Olvidaste alimentarnos. ¡Que pague ella tu descuido!
El mago vacila, sus engendros incontrolables amenazan con asesinarlo; después de pensarlo por unos segundos, permite que se lleven a la niña.
Tavito se pone de rodillas, con lágrimas corriendo por sus mejillas regordetas y chapeteadas:
—¡Aghar! —aulló—, diles que me devuelvan a mi hermanita.
—Ella se lo buscó —dijo Aghar, imperturbable.
—¡Tavito! ¡No dejes que me lleven! —gritó Clío, al tiempo que Aghar amenazaba.
—¡Ay de ti si tratas de contrariarme! —y tomó su báculo y dio la media vuelta, para perderse en la distancia con la negra capa flotando tras de sí.
Tavito se quedó sólo, paseó la mirada alrededor de la cucaracha que aún se retorcía dolorosamente, y en un rasgo de bondad de su atormentado corazón, con la benevolencia de los niños, ayudó al insecto a incorporarse.
Un grito desesperado, intenso y profundo, en la memoria, a través de corredores estrechos y largos, sin fin alguno. Volteó: los soldados de plomo lo miraban, el payaso le sonreía; las sombras comenzaron a caer en los juguetes, y aquel mundo mágico que hacía tiempo lo hastiara, fue más odioso que nunca.
Harto de obedecer al viejo Aghar se puso un casco de juguete; se miró al espejo —era un pequeño guerrero— suspiró. Afuera, cientos de ojillos atisbando en la ventana.
Tavito empuñó una espada de madera y embrazó el escudo que le hacía juego. Escuchó las risas de los enanos, el lamento del aire y de las jarillas. Posó la vista en su propia sombra y espada en mano salió a enfrentar la oscuridad.

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