Las dunas

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Esa mañana Francisco se levantó —como todas las mañanas— desganado, pero con resignación para irse a trabajar. Somnoliento se metió a la ducha y dejó que el agua le recorriera el cuerpo hasta agotar la reserva caliente.

Francisco procedió a rasurarse (olvidó hacerlo antes de la ducha) luego tomó uno de sus trajes grises y se puso la corbata frente al espejo. Se aplicó unas gotas de loción —quizá demasiadas— y su ánimo respiró un poco. Bajó las escaleras y el silencio fue evidente:

—¿Adónde fueron Martha y los niños? —se preguntó. Llamó sin respuesta, luego buscó en su mente una de tantas explicaciones mientras calentaba el agua del café y se hacía un emparedado.

—¿El doctor? ¿Un festival de los chicos?..

En todo caso lo olvidó a la segunda mordida de su emparedado ya que las gráficas de la compañía se le presentaban en la memoria como laberintos sin fin alguno. Al mismo tiempo que se limpiaba la boca con una servilleta de papel abrió su maletín para cerciorarse de que no le faltaba nada.

—Buenas tardes, señoras y señores —repasó mentalmente. Giró el picaporte de la puerta de salida y se encontró con un espectáculo inverosímil. No, no estaba soñando —la casa en medio de un desierto—. ¿Y la ciudad? ¿Y los árboles? ¿Y la gente? ¡Maldita sea! ¡El colmo de un ejecutivo! Y no un ejecutivo cualquiera. ¡No, señor! Se trataba ni más ni menos (así con mayúsculas) que del Licenciado Francisco Barragán del Prado, Jefe del Departamento de Vinculación Empresarial del Grupo Bardané, con Maestría en Economía Internacional y diversos cursos de Mercadotecnia en EL EXTRANJERO.

¡No, señor! ¡Éstas sí que son fregaderas! ¡Cómo que un desierto! Pague y pague los impuestos, ganando premios de Calidad y Productividad, respetando las leyes; los sábados al club, los domingos a misa y a la casa de los suegros, donde comía respetuosamente, sin derramar nada del plato ni mancharse la camisa. Pero al desierto no parecía importarle. Perdonen la expresión: ¡Con un demonio!

¿Qué? Un desierto, y la casa como si los voladores de Papantla, tan pintadita como siempre, con los jardines lozanos y con el excremento del perro del vecino en el frente.

—¿Por qué yo? —gritó, azotando el maletín en la arena y haciendo gala de una rabieta de niño chiquito que tan malos comentarios hubiera inspirado a los Alvarado, a los Gómez-Soto, a los Lapray, a los Gutiérrez y a los Jácquez.

Francisco vio a lo lejos la silueta de un perro —el artista de las mañanas—. Tomó un palo de la baranda y se fue detrás del animal, tropezando y perdiendo la compostura de tal manera que daba miedo.

El perro desapareció detrás de una duna, para luego volver con su ruidosa pandilla: una jauría sonriente.

—¿Qué? ¡No es un perro! ¡Es un chacal! ¿Cómo que un chacal? — protestó—. ¿Qué pasó con el orden, con el concierto y la civilización?

Francisco debió interrumpir sus quejas porque los chacales comenzaron a perseguirlo. Se metió a la casa en forma indigna y le aplastó el hocico a uno de los animales con el histérico portazo. Puso los seguros y las cadenas, cerró las ventanas y se derrumbó en un sillón. Extrajo un cigarrillo del saco y lo encendió. Apenas le había dado una fumada cuando se puso de pie y levantó el auricular.

—¿Bueno? ¡Jaime! ¿Qué está pasando?

—¿Cómo que qué está pasando, idiota? Los representantes de Trindell se cansaron de esperar, y ya ves como son los gringos de delicados y puntualotes. Mañana te vienes por tus chivas —y colgó.

Francisco abrió la ventana para cerciorarse de que todo era mentira, pero el desierto seguía ahí, no así los chacales. Chupó furiosamente el cigarro y luego salió para toparse con una procesión de monjes silenciosos cubiertos de un hábito negro.

—¡Óigame! ¿Qué está pasando? —gritó a uno de ellos, quién no se tomó la molestia en contestar y siguió su camino.

Francisco volvió a interpelarlo

—¿Qué no oye? ¿Está sordo? ¿Es imbécil?

En el colmo de su furia Francisco le arrancó la capucha para encontrarse con un ser sin facciones: un hombre hecho de espinas en ramas trenzadas. Los monjes siguieron como si los voladores de Papantla y nuestro héroe, después de recuperarse un poco de la impresión, le arrancó la capucha a otro de los místicos errantes con similares resultados, sólo que esta vez se arañó las manos. Siguió —con precauciones redobladas— una y otra vez, y entonces Francisco conoció el desamparo, la locura y el silencio.

Francisco miró a lo largo, en las formas alucinantes, en los pliegues de las dunas, y supo que era una procesión que no conocía leyes, buenas costumbres, principio ni final.

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