Por: Elko Omar Vázquez Erosa
—¡Bravo, Salomón! ¡Eso fue espectacular! —dijo el demonio del anillo con esa voz pastosa que recordaba el sonido de un borracho vomitando—. Si lo deseas puedo transformarme en una linda doncella y lamer tu desnudez.
—¡Cállate, criatura impura! —se exasperó el rey.
—O si lo prefieres —continuó el demonio— puedo tomar la figura de un bello mancebo y mostrarte los goces prohibidos de los gentiles.
—¡Cállate, maldito!
—¡Oh! ¡Rey sabio! —insistió el demonio, pues en esa ocasión se encontraba más parlanchín que de costumbre—. Por siglos se hablará de este juicio: debo confesar que por un momento me emocioné con la imagen del niño partido en dos, pero la desilusión se abrió paso por mi nada en cuanto penetré tus designios. Antes de que terminaras de hablar supe que se trataba de un ardid para averiguar cuál de las dos prostitutas era la verdadera madre.
—¡Bravo por el rey sabio! —chilló la legión que se encontraba bajo las órdenes del demonio del anillo.
Salomón acarició su negra y brillante barba para luego decir con gravedad.
—Incluso tú reconoces la sabiduría que El Señor, en su misericordia, me otorgó. En virtud de ella pude encadenarte para que sirvieras al Altísimo, pese a ir en contra de tu retorcida voluntad.
—¡Ah, Salomón! En verdad te digo que la sabiduría siempre se hace acompañar de la soberbia. Por ella cayeron los ángeles antes de que existiera el tiempo.
—Trataré de guardarme de ese pecado y utilizar mi don para impartir justicia.
—¡Justicia! —se burló el demonio—. La justicia es el hacha del verdugo que obedece a una moneda entregada al azar.
—La justicia —dijo Salomón, pues deseaba destruir los argumentos del demonio y mostrarle quién mandaba— es tornar al equilibrio. La justicia no es el hacha del verdugo, pues debe administrarse con moderación.
El demonio del anillo soltó una carcajada que recorrió como una exhalación los amplios corredores del palacio, agitando a su paso los purpúreos cortinajes de bordes dorados, y luego murmuró con su voz obscena, ofensiva:
—Conozco un crimen que te dejaría helado. Una acción tan baja que borraría de tu mente cualquier idea de moderación.
“Escucha: hace un momento la guardia encontró el cadáver de una niña de doce años de edad. Mejor aún, deja que te muestre la insólita belleza de la escena”.
—Hazlo —ordenó Salomón y en un espejo de plata comenzó a formarse una figura: se trataba de una adolescente amarrada a un poste, desnuda.
Un escalofrío recorrió al rey cuando vio que en la carne que habían respetado las fieras se apreciaban las huellas del hierro candente, monstruosa obra coronada con un clavo que le atravesaba las sienes.
—Salomón, soy impaciente así que te lo voy a poner fácil —susurró el demonio sin ocultar una alegría salvaje—. La niña se llamaba Judith: hasta el grosero intelecto de la guardia tomó por sospechoso al corrompido Ísmar, el herrero, así como a sus concubinas Rebeca y (la otra se llama como tu madre), Betsabé. Ahorra tiempo y manda traer a Ezequiel, el tabernero.
El rey dio una palmada y al momento acudió uno de sus sirvientes, a quien dio instrucciones para que le trajeran al tabernero.
—Sí, señor —dijo el sirviente y procedió a cumplir el mandato del rey. Poco después el herrero Ísmar y sus concubinas fueron conducidos ante Salomón, quien se dirigió al primero:
—¡Ísmar! ¡Confiesa tu crimen! Ezequiel nos lo ha dicho todo —mintió, pues el tabernero aguardaba en una celda por consejo del demonio—, conocemos cada detalle de tu participación en la muerte de tu hija.
Ísmar rompió en llanto y, con la voz entrecortada, respondió:
—¡Señor! ¿Cómo podría haber participado en la muerte de mi pequeña Judith? ¿Cómo podría si ella era mi posesión más preciada? Mi maravilloso tesoro de alabastro.
—¡Confiesa, perro! —gritó el rey mientras escrutaba al herrero con ojos que parecían arder y registrar hasta el más mínimo gesto de su súbdito.
—Señor, lo juro: no sé nada sobre la muerte de Judith.
Salomón suspiró: el hombre le parecía sincero cuando negaba haber matado a su hija, pero una vaga sensación de que le ocultaba algo acechaba tras la clara inteligencia del rey.
Salomón se volvió hacia una de las concubinas de Ísmar:
—¿Rebeca?
La mujer, que tenía el aspecto de una prostituta envejecida, se arrojó al piso y dijo:
—¡Oh, rey sabio! Lo diré todo, confesaré lo que he callado por miedo, esperando un poco de piedad de tu parte.
—Prosigue, mujer, y tal vez encuentres la misericordia.
—Fue Betsabé —dijo Rebeca señalando a la otra concubina cuya belleza, aunque de tipo vulgar, resultaba evidente—. Fue esa lamia, esa empusa que se inclina ante los pies de Moloch, mientras los falsos sacerdotes se entregan a indecibles actos para silenciar los alaridos de los niños que agonizan en las ardientes entrañas del ídolo de bronce.
—¡Miente! —protestó Betsabé, pero el rey la hizo callar con un gesto y Rebeca prosiguió:
—Mi señor, usted sabe que los idólatras consultan horribles oráculos hechos con las cabezas de sus pequeñas víctimas, las cuales meten en huecos que practican en las murallas, donde les fabrican un cuerpo con asfódelos, verbenas y otras plantas que envuelven en vendas y empapan con sangre para atraer a las larvas del desierto.
Salomón asintió:
—Yo vi cuando esta mujer les vendió la niña a los nómadas para que sirviera a sus apetitos infernales.
Ísmar gimió como una bestia herida mientras desgarraba sus vestidos y se tiraba de la barba hasta arrancarse mechones de pelo.
—La acusación es muy seria —dijo Salomón—, ¿tienes forma de probarla?
—Esto se pone bueno —susurró el demonio del anillo—, son dos mujeres culpables a causa de sus celos.
—Puedo probarlo —dijo Rebeca—. ¡Buscad en su vestido! ¡Buscad las piezas de oro que una mujer del pueblo no podría conseguir por caminos honrados!
—¡Registradla! —gritó el rey y los guardias, con la zafia sonrisa de los chacales hurgaron entre las ropas de la mujer hasta dar con un saquito que contenía una elevada cantidad en joyas y monedas de oro.
—¡Piedad! —gritó Betsabé.
—No hay piedad para las hechiceras, Betsabé.
—Es cierto que vendí la niña a unos nómadas, mi señor, pero lo hice por nobles motivos.
—Por celos —susurró el demonio del anillo y dejó escapar, imperceptible para los presentes con la excepción de Salomón, su odiosa carcajada.
—El Señor de los Ejércitos es testigo —afirmó Betsabé— que yo no practico la hechicería. Me vi obligada a venderles la niña para evitar más actos contra natura: Ísmar obligaba a la pequeña a acostarse con él en la misma cama como hombre y mujer, pese a las prohibiciones de nuestras sagradas leyes.
Salomón miró fijamente al padre de Judith y éste bajó la mirada, avergonzado: de esta forma el rey supo que el herrero era culpable de incesto. Los demonios comenzaron a reír juntos y Salomón sintió náuseas. Las carcajadas de aquellos seres le recordaban el zumbido de las moscas y la plaga de la langosta.
—¡Esto es una obra de arte! —rugió el demonio del anillo—, y lo más interesante es que también eres culpable. ¿Recuerdas, rey, aquella pastora de dulce mirar? ¿Yadira?
Salomón impuso silencio al demonio con un gesto y exigió a los guardias que le trajeran a Ezequiel a quien ordenó con voz tonante:
—¡Di lo que sabes sobre la muerte de Judith! ¡Ay de ti si mientes, perro!
Ezequiel enfrentó al rey con una mirada clara, una mirada desnuda, filosa como una espada sedienta de homicidio, terrible como la estirpe maldita de los ángeles y las hijas de los hombres, como la magia negra…
—Señor, que mi nombre sea execrado siete veces siete si miento; que mi alma vague sin descanso por cordilleras de fuego, a través de los tiempos por venir, si trato de cambiar uno sólo de los hechos de que fui testigo.
“Aquella noche fatal un grupo de nómadas se embriagaba en la taberna. Recuerdo claramente que el jefe, Azrabdul, se jactaba de que en unos momentos aumentaría su harén con la posesión de una muchacha hermosa como la luna que se refleja en las aguas calmas de un oasis, lo que no constituía un obstáculo para ver con una lujuria desvergonzada al mozo que le atendía, a quien se permitió acariciarle las nalgas y besarlo, contra su voluntad, en la boca”.
“¿Qué podía hacer yo, señor, contra esos bárbaros? Y hablar a la guardia se me antojaba como un despropósito… temía que volvieran a abusar de mi mujer, temía que mis hijos volvieran a sentir la horrible humillación de ver a su padre impotente mientras esos simios mancillaban a su madre… no podría resistirlo una vez más”.
“Llegó una mujer con el rostro cubierto con un velo, un velo que no engañaba a nadie, pues todos conocemos perfectamente a Betsabé, el modo licencioso en que camina, su impúdica risa. La acompañaba una niña, también velada… inútilmente. ¿Cómo no reconocer el paso de pajarillo asustado y con las alas rotas de esa pequeña? Estoy seguro que se trataba de Betsabé y de la inocente Judith”.
“Esa golfa se acercó al jefe de los nómadas, el maldito Azrabdul, ¡que su nombre se pierda en el olvido!, y sin importarle las lúbricas caricias de los bárbaros, estuvo regateando el precio de la niña, a la que finalmente se llevaron esas bestias del desierto”.
“Soy un cobarde, señor, y lo reconozco… soy un miserable, pero con El Altísimo por testigo le aseguro que no hablaría de esto si no fuera por la intensa demanda de justicia que me grita la sangre de mi hijo, ese niño torpe que amaba a la pequeña Judith”.
“Mi hijo Seth se atrevió a seguirlos, sin que me diera cuenta, hasta las ruinas de los templos malditos de los gentiles, sitios desolados que únicamente frecuentan las larvas y los criminales, y en esos pozos de inmundicia cuyas piedras mudas han testificado innombrables abominaciones mi heredero se enfrentó a un horror que se encontraba más allá de sus fuerzas, pues le costó la vida”.
“Al amanecer mi hijo se presentó en casa completamente desfigurado: se arrastraba de manera lastimosa dejando un trazo de su propia sangre, y sólo atinaba a decir palabras entrecortadas”.
“Casi me parece oírlo mientras acusaba a los demonios del desierto, mientras invocaba a su amada y señalaba a esa criatura que todos conocemos como Rebeca, si bien es cierto que ningún monstruo como ella debería pasearse bajo el cielo con un nombre de mujer”.
Ezequiel cayó de rodillas y se cubrió el rostro con sus toscas manos mientras el alma se le despedazaba en el canto de lastimeros sollozos.
De pronto todo fue muy claro para Salomón. ¿Cómo pudo pasarlo por alto? ¿No le había dicho el demonio que todos eran culpables, incluyéndolo a él mismo? Ísmar se acostaba con su propia hija, Betsabé vendió la pequeña a los brutales nómadas y Rebeca había participado en sus rituales, como tanta gente en el reino, pues la seducción de los viejos dioses difícilmente podía ser desterrada.
¿Qué le había dicho el demonio? Recordó un beso, una caricia en la noche. Una idea fija comenzó a atormentarlo y fue presa de la náusea, de un enorme deseo de arrojar su sabiduría contra las barbas del Todopoderoso.
Salomón se volvió hacia Ísmar con el rostro desencajado, con una mirada de fiera salvaje, y el demonio del anillo rió por lo bajo.
—¿Cómo se llamaba la madre de la niña? ¡Responde! ¿Cómo se llamaba tu primera mujer?
—Yadira, mi señor —contestó el aludido con una voz temblorosa que presentía la desgracia.
Y después de la respuesta de Ísmar el rey se sintió tres veces más viejo. Exhaló un profundo suspiro y procedió a dictar sentencia.

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