Por: Elko Omar Vázquez Erosa
A la memoria de Isidro Portillo
I
Jhon McCoy miró a los cielos entornando los ojos para protegerse de los ardientes rayos del sol. Gotas de sudor perlaban su frente mientras que, a lo lejos, los buitres se daban un festín con los restos de la caravana.
—No preocupar, muy pronto tus huesos blanquear en el desierto y hacer compañía a los tuyos —dijo burlonamente Coyote Tuerto.
McCoy escupió despectivamente y contestó, desafiante:
—Enciendan la hoguera, malditos indios: estoy preparado.
—Hombre blanco hierba mala creciendo en los campos; fuego, buena medicina —le soltó Águila Veloz y acercó la antorcha a la maraña de leños y arbustos espinosos que yacían a los pies de McCoy quien por más esfuerzos que hiciera no conseguiría romper las cuerdas que lo ligaban al poste.
II
Tere Portillo pasó por mi hermano y por mí a nuestra casa para llevarnos a Ojinaga a pasar las vacaciones con Isidro y José.
—¡Pórtense bien, niños! ¡No vayan a darle mucha guerra a Tere! —insistió mi mamá por enésima vez y luego de darle un beso de despedida nos subimos corriendo a la camioneta.
Doña Tere tomó la carretera: se envolvía la cabeza con una enorme pañoleta y cubría sus ojos con unos lentes oscuros, también enormes, como se estilaba a principios de los años ochenta.
Isidro y yo hablábamos de las grandes batallas entre los colonos y los apaches, indios feroces que también lucharon en tierras chihuahuenses, donde fueron perseguidos por don Joaquín Terrazas, de quien se ha dicho que a su lado Billy the kid no era más que un boy scout.
Ricardo y José abrieron la cesta llena de sándwiches y refrescos y todos comenzamos a hacer los honores.
III
En Ojinaga comimos un montón de tiras de carne seca, que nunca faltaban en casa de los Portillo.
Isidro nos mostró su nuevo equipo de cowboy: unas botas relucientes, un sombrero, una funda con dos pistolas niqueladas y una pañoleta para atarse en el cuello.
Así que nos pusimos a jugar a indios y vaqueros en los alrededores de la casa de Ojinaga, llenos de laberintos que formaban los altos mezquites y huizaches.
Después de la épica batalla y luego de tomar prisionero a Isidro decidimos sacrificarlo en el poste del tormento, ubicado en el patio de la casa, y bailar la danza de la guerra alrededor de la pira humana.
Ricardo sacó un cerillo de la cajita que atesoraba celosamente y le prendió fuego al montón de periódicos y ramas que habíamos puesto cerca de Isidro quien, con un estoicismo admirable, digno de los bravos colonos, se dispuso a enfrentar su destino.
La tribu comenzó una danza frenética y salvaje alrededor del poste, lanzando aullidos que helaban la sangre.
Pero la caballería, representada por la generala Tere Portillo no se hizo esperar, dispersando a los bravos guerreros apaches y rescatando a McCoy, perdón, a Isidro, del abrazo del fuego.