Parker

Elko Omar Vázquez Erosa

—¡Señor Parker! ¡Señor Parker!

El empresario voltea con enfado separando la vista de sus papeles y se levanta dispuesto a ganar la salida del escritorio…

—Ella ha vuelto.

La confianza se aleja del señor Parker. Se siente asustado, se pone pálido y rápidamente, dominando el temblor de las manos, saca un puro de los cajones y lo enciende para calmar los nervios. Mira hacia el piso, meditabundo… ¡Ay! El piso de la confortable oficina, todo hecho de mármol y de fulgores, de reflejos que guían la vista hacia las paredes, a los detalles del mobiliario y a las obras de arte, a los recuerdos que después se llenan de máscaras absurdas, de cifras rojas y amenazas telefónicas.

Una copa de olvido, para no darse cuenta de ese momento en que…

—Buenas tardes.

Los cargadores comienzan a llevarse el escritorio y las pinturas bajo la mirada de policías que semejan simios grotescos y que parecen reír, y el señor Parker ve el rostro imposible de una vieja cubierta de harapos.

—Parker. ¿Me recuerdas? —murmura la mujer mientras pasa una mano por las canas del empresario, y él se derrumba en una silla.

—Perdone —dice uno de los cargadores, casi apenado—, pero también nos la vamos a llevar.

Y el señor Parker se levanta con las piernas temblorosas mientras le retiran la silla. La vieja del rostro imposible sonríe. Sus ojos negros, vacíos, proyectan una tristeza infinita, un desamparo total. —¿Me extrañaste? Ya estoy aquí —dice ella, y le muestra sus dientes podridos.

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